Álvaro, Rockstars Don’t Wet The Bed: El primer y el último punk

Más allá de esos condicionamientos del relato, lo que deja su figura tiene relación con el paso del tiempo. El carácter performático de este viejo-niño que nunca pudo o quiso ser adulto es abonado en la película pero sin el lustre completo de hacer de todo el documental una performance, es decir, una invención que autoexplote los rasgos de su personaje. El humor y las dotes de comediante de Peña saltan a la vista y suponemos que sirve para acallar rasgos más oscuros o más específicos, tanto de su vida como de la vejez. Esa parte de la intimidad que queda fuera de campo no importa en los momentos en que la figura se hace consciente de su carácter, tanto ante la cámara como en lo que vemos de sus tocatas.

El segundo trabajo documental de Jorge Catoni, El Parra menos Parra (2014) fue el primero, tiene todo el material para ser un fiel representante de lo que es el rockumental expositivo o divulgativo, en la línea de The devil and Daniel Johnston o Searching for Sugarman, dos clásicos de este subgénero. Su narrativa algo dispersa, que traiciona la cronología por una linealidad más episódica y temática, llega a dar con un retrato acabado del músico, conjugando elementos de biopic documental y de registro testimonial. Si bien este no es el primer documental sobre Peña, y reconozco no haber visto más que Mire, pare y escuche, de Lester Rojas (2014), que tiene un tomo más observacional, creo que da una imagen bastante completa al haber conseguido integrar una íntima complicidad con el artista junto con su ámbito humano cercano, de su mujer a excompañeros de banda.

De partida algo abrupta, la película hace un breve recorrido por los primeros pasos musicales de Peña con lo que se va asentando el constante ir y venir en la imagen y sonido de los relatos de Peña, las entrevistas -acotado numero pero sustancioso en el contenido de sus comentarios- y el uso de archivos varios que destacan por su rareza y excepcionalidad. Con el pasar de los minutos se transmite lo infructuoso que debe haber sido llegar a ganarse la confianza del grupo que encabeza Peña por parte del director; como también cobra relevancia el valor testimonial de los archivos aportados tanto por el círculo personal del músico o por agentes ajenos, lo que termina por dar cuenta de la vastedad del proyecto. Como se puede apreciar en la ficha técnica más abajo, no hay mucho personal en la producción de la película; el dato no es menor, ya que se transforma en un valor que no se traspasa a la pantalla como una falta, al contrario, representa una ganancia. Esto porque la película se sostiene bajo el ideario de la “autenticidad” como forma de legitimarse a la vez que establece un enfoque del artista como un antihéroe en el sentido que su fracaso es lo que le da dignidad y alimento para esa autenticidad. En línea con lo que Martín Farías en su libro sobre el documental musical chileno denomina giro hacia lo íntimo del documental chileno (donde caben desde las memorias de víctimas de la dictadura pinochetista a retratos de artistas, como el poeta Zurita), la película maneja más controladamente de lo que se publicita el “contenido” de su “objeto”. Pese a que no conste con ganarse algún fondo estatal, más allá de facilitar o no la producción a los realizadores, esa diferencia no dicta una diferenciación estética importante en las estrategias usadas.

Una vez hecho ese alcance, ese tratamiento se despliega con efectividad inusual en momentos: el relato de la violación infantil o la elección de ciertas canciones para ilustrar el discurso o el archivo del insulto al travesti son fragmentos, cada uno en su propio régimen de representación, que se escapan al vehículo de exposición de la vida del músico. Son esos momentos comúnmente definidos como los que “se roban la película”. Pero entremedio Peña hace lo suyo por robársela a su manera, a sabiendas que la cámara está encendida. Eso es destacado por los entrevistados: de su carácter juguetón, infantil, de niño que no creció, a retraimiento de un yo traumatizado que se fue formando entre carencias emocionales primero, materiales después, aumentadas en una falta de reconocimiento para quien se autorreconoce como narcisista, son elementos que otorgan esa carga discursiva sobre el tópico de la autenticidad del loser, frente al régimen inauténtico de la empresas artísticas del capitalismo y la publicidad.

Como suele suceder, esta dicotomía lleva a contradicciones dentro de la misma representación propuesta: a veces Peña lamenta su falta de éxito, en otras le da valor para sostener su propio reflejo personal, es decir, se encadena la lógica contradictoria o paradójica de buscar el éxito o negarlo, sin entrar a definir qué sería ese éxito (¿las consabidas fama, premios, ventas?) cuando vivir de la música es una realidad que habla más de la precariedad de los trabajos en cultura que de una posición de reconocimiento masivo (y de nuevo: qué sería ser masivo). Las condiciones materiales no definidas en ese sentido hacen que recaiga su sentido más bien en un valor “intangible”, el pago de chile reducido a una estadística de mercado, por un lado, y del otro: que el valor simbólico sea entrar al canon de la música chilena, la reputación del autor.

Esa postura entronca con la noción que definiría parte de la producción musical de Peña y también de su talante artístico. Con el punk resonando, ya por trayectoria (haber estado en la cuna del movimiento), ya por opción calculada o no (artista independiente, contracultural) y por discursividad (exacerbación de un “yo”, música rabiosa y cínica, que desafía al canon y la perfección técnica), parece que la consagración es lo que le falta. El lamento por el fracaso en que Peña cae a los 70 años sobre “lo que no pudo ser” es una falta que vuelve una y otra vez en los episodios de su vida. Por ahí Pascuala Ilabaca apunta la tesis de ser su propio limitante: el autosabotaje como coronación del retrato del artista maldito.

Más allá de esos condicionamientos del relato, lo que deja su figura tiene relación con el paso del tiempo. El carácter performático de este viejo-niño que nunca pudo o quiso ser adulto es abonado en la película pero sin el lustre completo de hacer de todo el documental una performance, es decir, una invención que autoexplote los rasgos de su personaje. El humor y las dotes de comediante de Peña saltan a la vista y suponemos que sirve para acallar rasgos más oscuros o más específicos, tanto de su vida como de la vejez. Esa parte de la intimidad que queda fuera de campo no importa en los momentos en que la figura se hace consciente de su carácter, tanto ante la cámara como en lo que vemos de sus tocatas.

Es una lástima, en ese sentido, que lo musical, en concreto sus canciones, no tengan más espacio. Eso hubiera implicado una naturaleza diferente para la película, pero justamente sirve para delimitar el alcance de la puesta en valor de su fracaso o éxito. Pero ese es un motivo por el que este subgénero se aparta de la música para solo pensar al actante. De ahí que sean películas narrativas clásicas (personaje-conflicto) y no registros musicales (conciertos)  o ensayos sobre música (visualizar el sonido y la palabra). Esto, a la larga, permite entender mejor la autenticidad en un tiempo en que lo auténtico ya no es condición del individuo contemporáneo, el que sospecha de toda “pureza” ya que esta dado en un ambiente cultural donde todo es construcción social (ideológica).

Por fuera de todo eso, la película trae a colación un personaje que está desplazado en todo momento: su condición es esa perdida, una incomodidad con el entorno que tiene que redistribuir a su manera. Es la condición del artista maldito, condenado a tener que enemistarse con el mundo y crear uno propio donde aspira a imponer las reglas. Pero sobre todo en concreto: ni en Chile o Valparaíso, en Alemania o Europa encuentra alguna satisfacción o reconocimiento. Ya sea como performer provocador (sobre todo en el conservador Chile posdictatorial de principio de los 90) o como víctima traumatizada, su condición de niño-artista que no da con la profesionalización, que convirtió su trauma infantil en rebeldía adolescente y después en creación autodidacta, le ha permitido sostener una vida artística ascendente. Es el precio que paga el individuo-artista maldito. Los rockstars no mojan la cama, él las llena de semen.

Esa negación a madurar deja entrever una subtrama en la película, entre la deriva de Peña y su historia de falta de reconocimiento (una imagen maternal conservadora y religiosa que lo rechaza hace el juego freudiano de eso) es la historia del país lo que va pasando colado en los diversos escenarios por donde pasa el músico. La percepción hacia las disidencias de género habrá cambiado pero la violencia sigue (como deja ver el episodio con la travesti y el público homofóbico) es uno de los detalles que la película deja ver más llamativamente. Pero es sobre todo la condición del rockero viejo lo que tiene marcado a Peña como una onda del pasado que se encuentra disonante hoy en día: mal visto antaño justamente por ser rockero y no “comprometido” (es decir, "folk") en los 70 y 80 del exilio, poco post-punk y poco producido para los que esperaban verlo como un Joe Strummer chileno en el under noventero, desconocido o rareza del pasado para la escena actual. Las lógicas de reconocimiento (promoción, producción, circulación) de un músico son algo diferentes a las de antes, en un mundo donde ya no tiene mucho sentido hacer un LP si no que es preferible llegar a Tik Tok.

Esa falta de lugar y esa extravagancia es lo que permiten recuperarlo para el documental, como Johnston o Rodriguez. Tal vez se vuelva una moda estos días -independiente de lo “falso” u “honesto” que pueda ser eso- y le sirva de acompañamiento antes de la muerte. Le vienen muy bien los focos y sabe cómo entretener al público.

 

Título original: Álvaro, Rockstars Don’t Wet The Bed. Director: Jorge Catoni. Productor: Jorge Catoni. Productor asistente: Milton Izurieta. Música original: Álvaro Peña. Cámara, edición, montaje: Jorge Catoni. Dirección de arte: Jorge Catoni. Sonido directo: Milton Izurieta, Jorge Catoni. Diseño de sonido: Jorge Catoni. Distribución: Miradoc. País: Chile. Año: 2019. Duración: 93 min.