El Club: (2) Un llamado a la calma

Se estrena en las salas del país la última película de Pablo Larraín, director de quizás sean las cintas chilenas de ficción más conocidas fuera de nuestro país: No (2012), Post Mortem (2010) y Tony Manero (2008). Han dado vueltas y ganado premios en los mejores festivales del mundo y han sido seleccionadas para representar al país en certámenes de premios internacionales. Y El Club no es diferente, ya que viene con el vuelo de haber ganado uno de los premios más importantes del Festival de Berlín, que es uno de los más importantes del primer semestre en cuanto a cómo va a ser el panorama audiovisual. Sin embargo, “los críticos en el poder”, es decir, aquellos que son escuchados por la mayor parte de los “cinéfilos”, han caído en una suerte de histeria colectiva relacionada con las dos últimas entregas del cine de Larraín, como si dijeran que “esa es la manera en que se hace cine de ficción en Chile” o “todas las películas deberían ser como estas”. Esta no es una crítica, sino más bien un paño frío entre toda esa histeria: sí, la nueva película de Larraín es una buena película, pero no es una panacea, no viene a arreglar el panorama, no es un ejemplo a seguir, y me atrevería a decir que había mejores películas en Berlín que se debieron haber ganado el premio.

Hay dos razones principales que me hacen pensar que la película podría llegar a ser un producto de calidad deficiente, y aunque siento que igual logra superarlo y formar una narrativa medianamente interesante, no puedo dejar de pensar en cómo sólo las fallas de guión y cosas irrisorias son las que se han quedado conmigo y no todo lo que admiré mientras la estaba viendo, como el impresionante elenco que realiza un (esperable) impecable trabajo. Partamos por la premisa, que de por sí resulta interesante, en la cual una casa en el litoral de Chile es el hogar de sacerdotes excomulgados o que deben abandonar sus iglesias para esconderse de la justicia o de quienes los persiguen, y aunque eso no queda claro desde un principio, se presenta de manera expedita y los primeros veinte minutos de película son sin duda lo mejor que tiene hasta las escenas del clímax cerca del final. A lo largo de la película conocemos a los sacerdotes, uno a uno, y es ahí donde encuentro una de las mayores caídas del guión: el grupo es demasiado perfecto.

Lo que quiero decir con esto es que cada sacerdote representa un aspecto criminal clásico en el cual se han visto involucrados miembros de la Iglesia chilena durante los últimos veinte a treinta años. Esta no es una casa sólo para curas pedófilos, pese a que se repite una y otra vez por otro personaje, sino que cada uno de los presentes representa un crimen o arista. Hay uno que confesó a militares y guardó la información sólo para luego no colaborar con investigadores de derechos humanos, otro que cambiaba guaguas de parejas y hacía entierros falsos para “ayudar familias” (quizás el diálogo más irrisorio y patético de la cinta venga de este interpretado por Alejandro Goic quien dice ‘ahora hay rubios en las poblaciones y morenitos en el barrio alto’), otro que dijo que “comprendía” a los pedófilos y que al mismo tiempo es homosexual, y un cura que no recuerda qué hizo pero lleva muchos años encerrado en la misma casa. De momento parece una simple colección de “los casos más famosos involucrando a miembros de la Iglesia en los últimos años en Chile”, y lamentablemente no resulta orgánico porque se presenta como lo que es: una colección, una enumeración de “cosas que están en la boca de todos”, y por lo tanto nunca llegan a convencer como personajes de verdad, únicamente en el caso de Alfredo Castro tienen alguna clase de peso sobre cómo el personaje es y lo que hace.

El segundo elemento que me causa distancia y finalmente me impide creer en lo que muchos estarán alardeando por estos días respecto a la cinta y su futuro como un “emblema” nacional, es el diálogo, en particular el recitado por el actor Roberto Farías, que interpreta a una víctima de violaciones por parte de uno de los últimos curas en llegar a la casa, ya crecido y que lo ha seguido a lo largo de todo el país para… algo. Nunca queda claro si lo que busca es redención, venganza, explicación o hacer una denuncia, o si simplemente él estaba honestamente enamorado del sacerdote, lo cual puede ser todo al mismo tiempo, y por ende, resulta ser un personaje que, en papel, se siente y se ve muy complejo. Pero hay algo en la actuación y la manera en que grita en tono alcoholizado, enumerando los abusos y describiendo gráficamente cada uno de los eventos que sufrió cuando niño. Es horrible escuchar todo lo que tuvo que vivir cuando fue acogido en el hogar del sacerdote, pero al mismo tiempo hay en esa interpretación, que parece un tañido semipatético que le da a todo lo que dice, un tono cómico en el peor sentido de la palabra.

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La interpretación de Farías puede tener algo de complejidad en el papel, es un ser absolutamente determinado por lo que le pasó en la niñez, él es aún ese niño atemorizado que se amparó bajo el alero de la Iglesia para poder sobrevivir, y que bajo ese alero de protección recibió abusos sexuales de la peor calaña, pero la manera ebria en que habla de prepucios, semen y eyaculaciones resulta digno de risa. Honestamente, estuve aguantándome las carcajadas que me provocaban el patetismo y el tono de voz que ocupaba. Puede que sea que mi mente está distorsionada, pero creo que hay un problema en no saber las capacidades que tiene esta cinta de explotar ese humor negro, el cual está sin duda, y que me causó carcajadas culpables en varios momentos, pero el tono elegíaco y revelador que se le dan a los constantes discursos inflamatorios de Farías hace que más bien uno pareciera estar riéndose de la película y no con la película.

Pese a todo esto, creo que hay más cosas discutibles dentro de la trama que presenta Pablo Larraín, pero entrar en minucias ya sería entrar a despedazar y sobreanalizar algo que, de buenas a primeras, me parece una buena película, pero que no recordaré a fin de año, salvo por algunos precisos elementos. El clímax de la película, por ejemplo, pese a considerarlo como lo mejor que tiene, durante mucho tiempo me tuvo bastante irritado y enojado, porque durante buena parte de él sólo parecía una colección de personajes haciendo cosas que representaban cosas profundas, pero no había una cohesión explícita entre los eventos que venían antes y lo que estaba pasando. La irritación acabó y terminó en admiración, pero creo que mis dudas sobre la cinta tan solo se acentuarían con una nueva visita, por lo cual prefiero quedarme con esta tenue recomendación: vaya, pero no espere la Nueva Gran Obra del Cine Chileno.

 

Comentarista: 8/10

El Club // Año: 2015 // País: Chile // Director: Pablo Larraín // Duración: 98 min.// Guión: Guillermo Calderón, Daniel Villalobos, Pablo Larraín // Fotografía: Sergio Armstrong // Reparto: Alejandro Goic, Alfredo Castro, Alejandro Sieveking, Jaime Vadell, Marcelo Alonso, Roberto Farías, José Soza, Antonia Zegers.