La cordillera de los sueños: Poéticas del documental

En un proceso similar al de los dos filmes anteriores, La cordillera de los sueños se posiciona principalmente en la zona central de Chile y la cordillera de los Andes, testigo mudo e inmanente que empieza a sacar el habla y va cargándose de un discurso mítico, mientras bajo su sombra la ciudad de Santiago surge como el espacio contingente, de calles y casas, por donde transita la historia del país. De entrada la voz reconocible de Guzmán, con su habitual tono claro y pausado (aunque algo más lento que en sus películas anteriores), acompañando la imagen que sobre vuela Los Andes, nos recuerda que de nuevo entramos en terrenos de la memoria y la nostalgia. La voz hace la constatación de que volver al país lo hace sentirse extraterrestre, ya que no reconoce al lugar donde creció, su patria de infancia y su juventud heroica. Acá hace ruido el vocablo alienígena porque el extraterrestre viene de afuera pero no como retornado, sino que es siempre foráneo.

Con esta película Patricio Guzmán cierra su trilogía geológica que funde un objeto natural con un relato de memoria histórico, inscribiendo esa doble dimensión en una metáfora mítica sobre Chile localizada en un mapa que divide en tres a esta larga y angosta faja de tierra. Se trata de un trabajo a todas luces monumental que busca recorrer la tridimensionalidad de la metáfora, el mito y la imagen cinematográfica. Ya en Nostalgia de la luz (2010) el suelo desértico de Atacama hacía de espejo del cosmos, quedando entremedio lo humano con su promesa de porvenir truncado. La preservación de los restos de los desaparecidos de la dictadura pinochetista da un significado a la nostalgia que emerge como mirada sobre los claroscuros de la historia chilena. Con El botón de nácar (2015) Guzmán partió hacia el sur para constatar la barbarie del genocidio kawésqar que habla entre los intersticios glaciares y el retorno de lo reprimido que la memoria trae como las mareas que golpean la costa junto con los cuerpos de los detenidos desaparecidos.

En un proceso similar al de los dos filmes anteriores, La cordillera de los sueños se posiciona principalmente en la zona central de Chile y la cordillera de los Andes, testigo mudo e inmanente que empieza a sacar el habla y va cargándose de un discurso mítico, mientras bajo su sombra la ciudad de Santiago surge como el espacio contingente, de calles y casas, por donde transita la historia del país. De entrada la voz reconocible de Guzmán, con su habitual tono claro y pausado (aunque algo más lento que en sus películas anteriores), acompañando la imagen que sobre vuela Los Andes, nos recuerda que de nuevo entramos en terrenos de la memoria y la nostalgia. La voz hace la constatación de que volver al país lo hace sentirse extraterrestre, ya que no reconoce al lugar donde creció, su patria de infancia y su juventud heroica. Acá hace ruido el vocablo alienígena porque el extraterrestre viene de afuera pero no como retornado, sino que es siempre foráneo. Entonces hay un descalce que intenta conjugar espacialidad y temporalidad en esa mirada extranjera, pero en términos jerárquicos, es decir, el tiempo determina el lugar. De ahí que postulemos que esa mirada o enunciación sea nostálgica: el no reconocimiento mutuo entre el país y el director que queda pasmado ante la anonimia del presente neoliberal. Ante esa imposibilidad de familiaridad y reconocimiento en la actualidad, la mirada se vuelve hacia la cordillera, como dando la espalda al presente que le da la espalda, y que a su vez dio espalda al pasado de la Unidad Popular, momento identificado con la juventud y una idea de futuro animado por la noción de comunidad.

Este punto de llegada de tantas capas, como hemos visto, pese a ser centralmente temporal, busca la metáfora espacial, pero sin abismarse en la subjetividad del director. El mismo Guzmán confiesa la ardua tarea del ascenso solitario, como andinista, en que escalar la monumental área cordillerana se compara con hacer hablar al pasado. En esta visión el pasado es tan monumental como la cadena montañosa, un grosor inabarcable, sin fin. De pronto la vista aérea de las montañas blancas puede sobreponerse (en el sentido del montaje, que funde dos imágenes, no de superación de un obstáculo) al travelling cenital sobre la casa de infancia del realizador. Esta mirada superior y en plano general vislumbra que debajo, en el terreno, el efecto del tiempo ha transformado el sitio, lo ha convertido en ruina, la casa mantiene solo su fachada y ha oscurecido su  recuerdo. El deseo de Guzmán es recuperar esa casa, restaurarla. Los referentes se van apilando en virtud de sus sentidos míticos, poderosos. Por ahí hay ecos de lecturas nerudianas y mistralianas. Aunque las ambiciones son distintas a las de los poetas: porque acá se trata de conservar, no de anunciar un porvenir o fundar los valores gobernantes, sino extrañar su derrota.

No se abisma la mirada, porque, en la tradición de lo documental y ensayístico tradicional Guzmán es un director que adopta la mirada de dios del documental clásico poseído en su máxima potencia autoral. Pese a tratar tanto la memoria y él mismo poner sus reflexiones, algunos recuerdos y orquestar los encuentros y cruces de historias y personajes, nunca llegamos a rasgar el velo de su intimidad. Guzmán nunca se ha propuesto un documental autobiográfico o exponer su individualidad como centro del relato. El director en tanto autor está identificado con la gran historia y con el poder de la imagen que va de la denuncia al símbolo. Para nosotros, al menos para mí, su figura se asemeja en algo a la de la cordillera, es esa presencia imponente y tutelar que habla con toda autoridad pero a la que se le respeta con algo de miedo.

Por compararlo con algunos de sus pares, Guzmán se diferencia de Chris Marker, quien juega al escondite y va de lo particular a lo general, con un carácter enciclopédico a la vez que subjetivo en su nivel de asociaciones; también de Raúl Ruiz, quien practica una mirada extrañada, parodiando el discurso etnográfico documental, a la vez que propone vía surrealismo una lectura también mítica, “chamánica”, que no es nostálgica: va del cruce entre el terreno de lo cotidiano y un infra o supramundo, donde los vivos conviven con los muertos. En definitiva, hay casos donde los directores, con todo lo autoral que son, pueden ser polifónicos en cierto grado. Guzmán no lo es. Godard no se cansa de no serlo por culpa de su “toque de Midas” que todo lo apropia; Agnès Varda a veces lo es; Chantal Akerman trata por lo general de serlo.

Sin duda, en el cine documental, siempre poner alguien otro hablando ya da pie a más de una voz que la del director, aunque limitadamente, ya que quedan supeditadas a la disposición narrativa y efecto persuasivo que entrañe la película. Para La cordillera de los sueños surgen esas otras voces que intentan abrirse a la polifonía, pero en general pone en escena a interlocutores o portavoces del tramado discursivo de la película sin que desvíen el rumbo o signifiquen un quiebre. Así, por ejemplo, Javiera Parra cuenta de la confusión de los adultos, con lo que ejemplifica la noción de la cordillera como “maternal”, “protectora” y “aislante”, o puede estar el caso de Jorge Baradit, quien sistematiza un sentido histórico bajo una idea mítica. Son buenos ejemplos de cómo se va constituyendo el discurso propuesto: ideas expresadas que cobran fuerza metafórica cuando las imágenes tomen el relevo, conducidas por esas intervenciones. Pero sin duda el que destaca es el locuaz Pablo Salas, realizador y camarógrafo documental, quien presta algunas de sus imágenes tomadas durante la represión dictatorial, a la vez que se deja registrar en el presente -tanto entrevistado como trabajando en la calle- para hacer de lo documental y el trabajo político de las imágenes uno de los nudos centrales del filme de Guzmán.

Es ese punto de vista politizado, de denuncia inmediata en el registro, el que hace que la noción cine-directo de Pablo Salas, el director que no se exilió y se quedó, el que persiste con otro régimen de mirada, se oponga a la mirada actual de Guzmán, aunque dentro del juego propuesto por parte del realizador de La batalla de Chile (1975-1979). La gran fuerza de la trilogía sobre la Unidad Popular hecha por Guzmán tiene un pretexto en ese efecto, eso junto con estar montada y sostenerse en tres episodios que aseguran la mirada retrospectiva y monumental entendida como relato de una época histórica representada como pasado perdido, irrecuperable. A Salas se le da espacio y sus imágenes se muestran, es un caso ejemplar de registro de lo real, muestran por donde pasó la historia, en tanto archivo, pero sin ese excedente monumental. Flexionando hacia lo cotidiano -una violencia cotidiana dictatorial que luego se volvió el orden de las cosas neoliberal-, el trabajo de Salas surge incompleto, fragmentario, en proceso pero sin fin. En vez de la gran verdad de la trilogía, estos trabajos se conforman como una contra-verdad al relato oficial dictatorial. En otras palabras, Salas trabaja en lo acotado, fiel a su tema, como un insobornable cuya ética es sostener la mirada a lo que no se quiere ver, a lo que hay que denunciar.

El proyecto e imaginario de Salas da para una película para él solo (sin pensar en todo el material que guarda y que es su cine, el que son horas y horas). Las imágenes captadas por Salas que deja correr durante unos minutos son una breve muestra de otro régimen poético del documental, aquel que quiere convivir con el riesgo de la escala humana, captar al otro en su cercanía incomoda y tiene el deseo inconsciente de atravesar la realidad para descubrir que más allá solo se encuentra su mirada, subjetiva, no divina. En la película surgen así dos opciones: el registro y lo monumental. Pero aquí Guzmán vuelve a hacer zoom back y captar el plano general sin abismarse a ese sucio grano de lo real. Y cuando pareciera que el relato histórico de La cordillera de los sueños es el de un fin sin final (el capital llegó para quedarse y eliminar el pasado pese a todo lo que haya de evidencia en contra) con lo que se queda el documental es con la nostalgia.

Esa es la carga de una generación, su generación, y quedó demostrado en su obra: La memoria obstinada (1997), que para mí es el pilar central para entender el cine de Guzmán, más otros trabajos aledaños a su búsqueda histórica: Allende (2004), EL Caso Pinochet (2001) y El nombre de Dios (1987). Guzmán se ha ido museificando al permanecer suspendido en el vuelo, en el terreno de su propio mito-cine donde la historia no permite más que la nostalgia. Guzmán resulta ser un tanto extraterrestre para nosotros: distante, algo intocable, impersonal pese a hablar en primera persona. En realidad no lo conocemos más que en tanto autor. Suya es la generación de los padres a los que alude Parra. La de los hijos es la que ha dado títulos de memoria de segunda generación, que hablan desde lo privado y la perplejidad, atentos a los límites borrosos que dibujan la moral. Pienso en títulos como Guerrero (Sebastián Moreno, 2017), El pacto de Adriana (Lissette Orozco, 2017), El color del camaleón (Andrés Lübbert, 2017), Venían a buscarme (Álvaro de la Barra, 2016), Mi vida con Carlos (Germán Berger Hertz, 2010) o El eco de las canciones (Antonia Rossi, 2010).

La cordillera de los sueños se realizó antes de octubre del 2019 y su quiebre (en el que la historia se arroja tanto hacia el futuro como al pasado de manera activa) al que aún se le combate con todos los fantasmas represores saliendo de las alcantarillas. Eso no está en la película y ya es tarea de otro, de los presentes y de los jóvenes. Ahora es el turno de los nietos, su batalla es otra porque es otro el momento, pero que se embarca en lo mismo porque las desigualdades permanecen. Lo interesante es con qué materiales, mitos y recursos técnicos construyen su obra, qué poética del documental surgirá de ahí.

 

Título original: La Cordillera de los sueños. Dirección: Patricio Guzmán. Guion: Patricio Guzmán. Casa productora: Atacama Productions, ARTE France, Market Chile, Sampek Productions. Producción: Renate Sachse. Fotografía: Samuel Lahu. Montaje: Emmanuelle Joly. País: Francia-Chile. Año: 2019. Duración: 84 min.