La Jubilada (Jairo Boisier, 2011)

En su debut en el largometraje, Jairo Boisier recurre a los códigos del melodrama popular y se acerca a un tópico que ha sido transversal durante décadas en el cine y la televisión latinoamericanos: la chica que llega de un pequeño pueblo a la ciudad en busca de una movilidad social que finalmente consigue.

Sin embargo la cinta sobrepasa esa progresión y narra el retorno de Fabiola, una treintañera que fracasó en su búsqueda de fortuna en Santiago bajo el alero de una industria de cine erótico que nunca floreció y que virtualmente se vino abajo junto con ella. En esa circunstancia vuelve siete años después a la vieja casa familiar en Los Andes en la que aún conviven su padre Rogelio y su hermana Georgina.

Pero Fabiola no es la misma. Ella ha regresado como un personaje herido en su sexualidad y esencialmente en su capacidad para establecer lazos afectivos, por eso su retorno tiene mucho que ver con la huída y el entierro. En su cansancio y pesadez corporal ella se moviliza hacia la búsqueda instintiva de refugio familiar en un entorno íntimo y social que la rechaza no por haberse ido, sino precisamente por haber vuelto.

Aunque La Jubilada reflexiona en estas trayectorias, su nudo central tiene que ver con las destruidas relaciones entre padre e hija que, en el caso de su protagonista, están conducidas por la necesidad de redención pero también de recuperación de la infancia y de la inocencia que ese acto implica. Si las aproximaciones que intenta establecer –primero con su antiguo amigo Moisés y luego con su hijo “El Tarántula”, un muchacho que podría haber sido ella misma en la adolescencia- se vuelven torpes y bruscas, es porque intentan suplir el vacío de la extraviada ternura paterna.

Toda la historia de La Jubilada, entonces, es una metonimia del pasado de sus personajes. Los años de trabajo como minero de Rogelio lo han convertido en un hombre casi sin vida. La hermana arrastra la privación de la soltería y sobre todos ellos está la sombra de la madre muerta. Partiendo de esa fauna humana, el registro de Los Andes está hecho con rigurosa objetividad y un permanente sentido de inmovilidad. No es arriesgado especular que la vida de cada uno de ellos no era muy diferente antes de la partida de Fabiola y que si hay algo que distancia irremediablemente a su protagonista del resto de los habitantes es esa idea de modernidad perniciosa que parece llegar con ella.

Esta riqueza de matices para retratar a los diversos tipos psicológicos es uno de los aciertos de la construcción dramática de Boisier y su puesta en escena -generalmente plegada al realismo clásico- suele estar libre de esquematismos y excesos narrativos. Los mejores momentos del filme son precisamente los de Fabiola con su hermana Georgina, donde las complicidades, envidas y recriminaciones se suceden en estado puro, tal como ocurre en la infancia.

La capacidad para establecer relaciones afectivas complejas, disponer en forma ejemplar de los diálogos y explotar inteligentemente la actitud corporal de sus personajes son ciertamente las mejores credenciales de la dirección de Jairo Boisier. Lo anterior, junto a su deliberado clasicismo y la libertad con que maneja los atributos del melodrama, le otorga a su película una sencillez y frescura insuperables.