Niña sombra: Viaje al fondo del auto-reconocimiento

Hay un punto de aguda complejidad en los documentales en primera persona. Esto es la identificación inmediata con un relato subjetivo que puede apelar a cierta condición de víctima, contando a veces con un grado no menor de manipulación emocional donde el espectador debe empatizar a priori con el relato y quien lo relata. El ejercicio de auto-lectura (ser narrador, ser sujeto narrado) es un ejercicio de doble distancia que exige el mayor de los rigores. Diría que uno de los desafíos mayores del documental subjetivo chileno pasaría por ahí: no dar por sentado nada. Llevar la emoción hacia una zona de complejidad argumental donde la película sea un proceso de descubrimiento junto al espectador. Complejizar el recorrido emocional para que no esté dado por sentado sino conquistado en un proceso justo de exposición de los elementos. Ese camino -ni de victimización, ni de heroísmo- es el camino de una sabiduría narrativa que se agradece cuando el hilo puede tejerse sin abusos y con claridad. Cuando hay un proceso verdadero que no busca sobre-explicarse sino apenas abrirse, mostrarse, exponerse…

Quizás digo esto porque, al respecto, no tengo completa claridad dónde estaría Niña sombra, el primer documental que nos presenta el circuito Miradoc este año. Veamos.

María Teresa, cineasta chilena que lleva 30 años residiendo en Canadá, se entera que está pronto a quedarse ciega a partir de una miopía hereditaria que la afecta progresivamente. Un día, mientras pasea en bici, se da cuenta que algo ocurre, sorpresivamente se cae y de un momento a otro pierde un porcentaje importante de visión, ello por un daño mayor a la mácula. Este “punto de giro” en el filme, es también el punto de inicio del proceso de la propia cineasta por hacer un documental sobre lo que le está ocurriendo, avisando que esta será “su última película”. Este enunciado crucial llena de significación lo que veremos, ya que es una apuesta fuerte para la directora -un relato testimonial- y para los espectadores, quienes se enfrentan a esta última entrega.

La investigación de la directora empieza entonces, retroactiva e interiormente. Se trata de un viaje por la memoria, por sus propios miedos y el universo que se abre en su nuevo estado. Un proceso de transformación que la acerca a su familia, los recuerdos de su recién fallecida madre y el acercamiento a sus hermanos, lo que la lleva a Costa Rica y de vuelta a Chile. Es aquí donde sucede uno de los encuentros importantes del filme, cuando -por vía de un vendedor ciego (Andrés Albornoz) al que conoce en la calle- llega a conocer a un grupo de vendedores ambulantes ciegos del centro de la ciudad y su historia como colectivo. El intercambio con estas sacrificadas vidas la lleva a entender una dimensión humana, resiliente y quizás más política: el de una lucha por el derecho al trabajo y el reconocimiento. Esto, incluso, la lleva a considerar la apelación a una pensión por ceguera que antes le había sido denegada en Canadá.

El recorrido por esta problemática de auto-reconocimiento y aceptación, de orgullo y humildad, de duelo y apertura, es guiado por la voz de la propia cineasta y es enfrentado con dignidad y valentía. “La obscuridad, el aislamiento, la pobreza son mis mayores miedos” nos dice la cineasta, y es en esa capacidad de hilvanar reflexiones, preguntas y temores de diverso tipo que se nos lleva a un universo donde proyectamos y confrontamos nuestros propios miedos e inquietudes. Es en esa trama de lenguaje donde palabras, música y sonoridades buscan llevar al propio documental a ensayar estas sensaciones y emociones: la opacidad, lo sombrío, lo sinestésico, el recuerdo, la luz. “El cuerpo  entero puede ser un ojo inmenso”, nos dice en otro momento, y en ese momento es también la película la que se abre a comprender una condición como una forma de vida, sensible, múltiple y diferencial. Se acompaña esto con momentos de un montaje evocativo y experimental donde se combina el archivo y un trabajo visual permeable a la luz, los contornos difusos y lo táctil, además de varios momentos de auto-puesta en escena  de la propia María Teresa caminando por las calles de Santiago. El trayecto de la realizadora va paradójicamente de la sombra a la luz, encontrando al final del filme una manera de reencontrarse consigo misma, de comprender aún en su nueva condición, un mundo de posibilidades.

Volviendo a las dificultades del documental subjetivo: creo que Niña sombra tiene la virtud de la sinceridad y la valentía testimonial en un ejercicio que confronta a la cineasta consigo misma, utilizando recursos sonoros, visuales y plásticos como materialidades en movimiento que buscan una expresión, dirigidos siempre por el relato en off. Aunque a ratos pueda insistir en la dimensión sentimental y traumática (gran parte del relato pareciera estar anclado en la tristeza de esto último), la emocionalidad está siempre circunscrita a este proceso de relato y re-descubrimiento, un ejercicio donde se expone un proceso subjetivo -pasando por los afectos y fragilidades, pero también por la concreción de los hechos- que supera la condición victimizante hacia una de reconocimiento, identidad y autoaceptación.

Nota comentarista: 7/10

Dirección: María Teresa Larraín.  Guión: María Teresa Larraín. Producción: Ed Barreveld, María Teresa Larraín, Lisa Valencia-Svensson. Dirección de fotografía: Arnaldo Rodríguez, Daniel Grant. Montaje: Ricardo Acosta, Tim Wilson, Jordan Kawai. Música: Jorge Aliaga. Sonido: Daniel Pellerin. País: Chile/Canadá. Año: 2016. Duración: 75 minutos.