Vivir allí (3): Oasis en tránsito

Entre la etnografía -en cuanto se ocupa de un lugar específico- y lo observacional -porque no guía con narración ni movimiento de cámara al ojo espectador- Vivir allí propone un relato con pretensiones poéticas no solo porque sus imágenes, sonidos y música tiendan a una apreciación sensorial, sino también porque rehúye de cualquier pretensión narrativa o contextualizadora, en una ausencia casi total de principios o finales.

Vivir allí no es el infierno, es el fuego del desierto. La plenitud de la vida que quedó ahí como un árbol. Ese es el largo título de la primera película dirigida por Javiera Véliz, nacida en Copiapó, a pocos kilómetros de Totoral, un pueblo situado en un oasis que es el epicentro del largometraje.

Las características de Vivir allí… son distintas a las de otros documentales recientes que han tenido como objeto el norte desértico del país, lejos del ejercicio de memoria global de Nostalgia de la luz (Patricio Guzmán, 2010), de la observación extranjera de Cielo (Alison McAlpine, 2017), y de la artificialidad de Zurita, verás no ver (Alejandra Carmona, 2019); en Vivir allí hay un claro esfuerzo por traducir el tiempo de la realidad representada sin por ello renunciar a su pretensión lírica.

Vivir allí está grabada solo en planos generales, fijos, y casi siempre largos. Tanto su concepción del espacio como del tiempo parece ajustarse a la realidad que pretende representar, la de personas viejas que dedican su tiempo a criar animales lejos de la exageración y la contaminación de las ciudades. Hay una voluntad de no intervenir lo que se está grabando, ahí radica la opción absoluta del plano fijo, mientras que en el proceso de montaje dicha voluntad se invierte, alterando tanto la nitidez como la duración de las imágenes, obligándolas a coexistir, borrando sus límites a partir de la utilización de fundidos inusualmente largos que se anuncian y materializan al mismo tiempo.

La operación del fundido largo no es una sola, normalmente es el paso paulatino de una imagen a otra, pero Véliz introduce otra posibilidad: la de una imagen que nunca se alcanza a materializar. Allí algunas aves -en apariencia carroñeras- actúan como espectros que picotean el paisaje o el cielo. Esta operación parece sugerir que la muerte, anclada en la figura de las aves, sobrevuela todo este paisaje como una imagen que nunca llega a ser nítida pero que sí tiene una materialidad específica. Esta muerte no es solo de las personas, sino también de los paisajes y las formas de vida que contienen. Justamente cuando ya estamos adaptados al fundido largo, llega esta operación que descoloca porque deseamos que se materialice el paso a la otra imagen -la de las aves- y, sin embargo, no llega ninguna de las dos veces que aparece, se queda por lo tanto como una presencia fantasmal en nuestra cabeza mientras volvemos a los animales, ríos y montañas.

Entre la etnografía -en cuanto se ocupa de un lugar específico- y lo observacional -porque no guía con narración ni movimiento de cámara al ojo espectador- Vivir allí propone un relato con pretensiones poéticas no solo porque sus imágenes, sonidos y música tiendan a una apreciación sensorial, sino también porque rehúye de cualquier pretensión narrativa o contextualizadora, en una ausencia casi total de principios o finales.

El mismo título, tan largo que nos obliga a leerlo un par de veces y respirar para poder terminar de decirlo, aparece por partes en la pantalla configurándose como una arista más de la propuesta, su imposibilidad de fluidez inmediata coexiste por lo tanto con el tránsito difuso que propone sus procedimientos de montaje.

 

Título original: Vivir allí no es el infierno, es el fuego del desierto. La plenitud de la vida que quedó ahí como un árbol. Dirección: Javiera Véliz Fajardo. Guion: Javiera Véliz. Producción: Bárbara Pestan. Compañía productora: Productora Pocilga. Fotografía: Javiera Véliz. Montaje: Bárbara Pestan, Javiera Véliz. Sonido: Cristián Freund. Música: Francisco San Román. País: Chile. Año: 2018. Duración: 58 min.