Cine en cuarentena (23): Pesquisas en la ciudad de Quilpué. Imágenes después de un naufragio

El retorno de un amateur de biblioteca (1983) es un corto que Ruiz realizó durante su primer viaje de retorno al país en Quilpué, donde vivió cuando niño. Memoria de apariencias (1987) viene a completar este cuadro de exilio. Se enfoca en los vericuetos mentales de un exiliado chileno que sueña y recuerda, invoca y olvida la traumática experiencia del golpe y la represión. El film se sitúa en un cine de Quilpué. Ya no es su casa de niño, es el cine que frecuentaba de escolar, donde el niño Raúl se quedaba dormido en una película y despertaba en otra. Donde se inicia en el arte de la ensoñación, que mezcla ficción y realidad.

1.- El retorno de un amateur de biblioteca, 1983

El retorno de un amateur de biblioteca es un film que Ruiz realizó en su primer viaje de retorno al país, en 1983, luego de salir al exilio. Lo que pone en juego este cortometraje, que más bien es un ejercicio libre, es la idea de autonomía que adoptan los objetos frente al conjunto espacial que los invisibilizan. Los objetos parecieran no tener vida propia, pasan desapercibidos en la puesta en escena. Pero en este caso un objeto ausente es la finalidad de una búsqueda, como lo fue Rosebud en el caso de El ciudadano Kane.

Ruiz llega por primera vez después de haber abandonado el país a Quilpué, donde vivió cuando niño, para visitar lo que queda de la casa donde residió. No lo mueve la nostalgia, lo mueve la curiosidad. Cómo pudo haber vivido en esa ciudad perdida en el planeta. Qué girones restan luego de tantas sacudidas. Pero no es la casa ni la ciudad que lo motivan sino un libro que ha dejado en su biblioteca y que espera encontrar. Recuerda que es un libro de tapas rosadas. Es la única pista para rehacer el recuerdo. Ciertamente no son comunes los libros de tapas rosadas, y éste se transforma en un libro único de su biblioteca. "Entonces supe que el rosado era el color que faltaba y que si el color rosa había desaparecido del mundo era, sin dudas, porque un libro había desaparecido de mi biblioteca”. Ya una voz fantasmal lo ha predicho: “algo ha cambiado en mi casa”. Y este anuncio daba el punto de partida de una búsqueda por los rincones de la casa. Más bien el punto de partida para que la cámara recorra el recinto y nos muestre sillones y mesas, figuras de porcelanas, viejos cuadros, paños de macramé, que sin duda apelan al recuerdo de su madre. Por esta vía, el registro no es solo búsqueda de un objeto, que es su sentido metonímico, sino también recuperación de la memoria. Los objetos en el cine de Ruiz cumplen una función de relato propio. Es un raro objeto, y un bello libro, que trata de los cantos a lo divino y a lo humano en Aculeo. Un importante estudio sobre la poesía popular campesina realizado por el investigador Juan Uribe Echeverría. Y uno se entera por el color del  libro que es más poético que científico. El rosado no es precisamente una presentación científica, es más bien barroco.  Pero también el olor pasa a ser un elemento de reconocimiento del pesquisador. El personaje sale al exterior para reconocer el jardín cuyos olores conserva. Huele, se cerciora, confirma su existencia. Se acerca a los árboles que aún permanecen, roñosos, indiferentes.

Desde luego la lectura que Ruiz propone en este film es la elección de un exiliado. ¿Qué le interesa a un exilado? ¿Qué es lo primero que busca al llegar de vuelta a su país? Normalmente se va de cabeza a exorcizar ciertas imágenes que lo han perseguido en sus sueños. Soñé en el exilio que estaba en La Alameda y que una barrera me impedía llegar a la Fuente Alemana. Me bajo del avión y corro a pedir un lomo palta, y cuando estoy entrando a La Fuente Alemana me digo: ya no estoy soñando, mi anhelo se ha hecho realidad. El reconocimiento está tejido de este afán de volver real lo soñado. Ya no soñaré los impedimentos, los dejo atrás, puedo realizar el ejercicio normal del sueño. Las  preocupaciones de reconocimiento de un exiliado son elecciones mínimas, nada trascendental, volver a la realidad cotidiana. El personaje decide tomar una siesta, normalidad en Ruiz, sin apuro para retomar la pesquisa. El personaje espera soñar normalmente, procesar la experiencia inicial del regreso. Los sueños no ayudan para pensar sino para suscitar coordenadas de cartógrafo. El sueño puede suscitar el lenguaje vernacular, dejar de soñar en francés. Le sigue gustando el vino, pero no sabe pronunciarlo en el idioma de acogida. Este gesto revela la doble condición del relato: la voz del locutor francés que se esfuerza por prodigar un cierto grado de objetividad versus la voz del narrador en español, el propio Ruiz, que balbucea en medio de una ensoñación.

La siesta ha sido reparadora, el libro ha sido encontrado, es la hora de recorrer el lar abandonado. Es necesario reconocer terreno para contraponer la realidad frente a la realidad soñada en el exilio. Después de todo, la casa no era tan linda y los árboles   de las calles no son nada de exuberantes. Se precisa de un breve paseo por los alrededores para decirse que aquella casa nunca la vio en su niñez, que pasó desapercibida, quedó en el anonimato, hasta ahora que se ofrece a esta mirada turística. El paseo es acompañado por una música en español que reafirma el lugar recorrido, le da espesor para que no parezca otro sueño más.

Antes de partir el protagonista decide ir a un bar, cómo no. Allí encuentra a un amigo sentado sobre el libro rosado que aún permanece cautivo. Accede al libro, es sin duda el libro buscado, que no podrá recuperar sino una vez de vuelta al exilio. Con el libro en mano, Ruiz toma conciencia de las ruinas que han perdurado en el país. Recuperar el libro soñado se ha cumplido, era real, era lo único importante, lo que justificaba el viaje a Quilpué. Aunque no sea la experiencia entera del exilio.  

 

2.- Memoria de apariencias, 1987

Ruiz sabía que El retorno de un amateur de biblioteca no daba cuenta de la complejidad del exilio, era sólo un atisbo. Quedaba por saldar cuentas con la memoria y el olvido. Más que experiencias que contar, sensaciones terribles lo sacuden. Los fantasmas lo persiguen en el exilio. Y que ahora tienen a la memoria y al olvido como el centro de disputas.

Memoria de apariencias es el film que viene a completar este cuadro de exilio. Pretende enfocarse en los vericuetos mentales de un exiliado chileno que sueña y recuerda, invoca y olvida la traumática experiencia del golpe y la represión. Ruiz invoca un escenario improbable como un cuento de Borges: “(Se trata) de un chileno militante del MIR que llega a Quilpué y va a ver a sus amigos sólo para darse cuenta de que todos ellos, viejos militantes, se han muerto (…) un cine donde él va siguen pasando las mismas películas de antes, y poco a poco se va tejiendo toda una historia entre torturadores y perseguidos” [1]. No hay cómo tomarse esta explicación como dato que informe de los sucesos que anuncia.  

El film se sitúa en un cine de Quilpué. Ya no es su casa de niño, es el cine que frecuentaba en etapa escolar, donde aún no soñaba con las peripecias de una militancia política ni con los rencores de un golpe militar, soñaba con las hazañas de Flash Gordon. Era la sala a la que asistía a la salida del colegio, donde pasaban programas triples, donde el niño Raúl se quedaba dormido en una película y despertaba en otra. Donde se inicia en el arte de la ensoñación, que mezcla ficción y realidad.

En Memoria de apariencias recurre al prestigioso patrocinio de Pedro Calderón de la Barca (La vida es  sueño). El protagonista tratará de recordar y de olvidar al mismo tiempo. Recordar la represión del gobierno militar para olvidar el grado de responsabilidad que les cupo a estos militantes en la derrota popular. El procedimiento que Ruiz utiliza consiste en materializar escenas del pasado para exorcizarlas en el presente. De este modo busca recuperar la memoria, haciendo aflorar el contenido inconsciente obstaculizado por los hechos ominosos que impiden su conciencia. El tono del film gira en un espacio onírico que impide entretejer la memoria de cómo se dieron realmente los hechos, un material latente que busca emerger. Memoria de apariencias señala que el exilio es también el ejercicio selectivo de la memoria, que se debe saltar entre recuerdos para bloquear los indeseados.

Pesquisar significa atentar contra la memoria y el olvido. Recordar un hecho, un objeto, sonidos, personas, puede ser un acto natural. Recordar puede asociarse a un ejercicio mnemotécnico que tiene por base los versos de La vida es sueño. El desafío, la urgencia del militante, es cómo olvidar. He aquí que Ruiz lo presenta en un maravilloso monólogo: Se queda varado en el Tercer Acto. Las líneas  vinculadas a los objetos le recuerdan acontecimientos olvidados hace tiempo que evocan películas olvidadas que sugieren nombres de extraños que conjuran el rostro de una mujer que conviene olvidar. Ruiz crea su propio y heterodoxo método de eliminar recuerdos. Hay que seguir una cadena que termine en la imagen final que se quiere borrar. El primer paso es vincular objetos a acontecimientos, fácil. Luego encontrar películas que evoquen dichos acontecimientos olvidados hace tiempo. Estas películas necesariamente desprenderán nombres , esos nombres que constituyen un listado aprendido de memoria. Finalmente, buscará el nombre de una mujer que conviene olvidar.

Ignacio Vega, profesor de literatura española y disidente chileno, informa en un preámbulo que durante una semana en abril de 1974, ocho meses después del golpe de estado de Pinochet, tuvo que guardar en la memoria los nombres de 15.000 miembros de una organización clandestina. Esto es ya una tarea descomunal, aún usando mecanismos mnemotécnicos. Establece relaciones entre nombres, direcciones y acciones asociados a versos de La vida es sueño que se sabe de memoria. Más tarde, Ignacio Vega es detenido por las fuerzas de inteligencia y para no traicionar a sus camaradas bajo tortura debe borrar de su memoria toda la información que tiene de la red de resistencia en la que participó. Realizar el proceso inverso de borradura. Todos estos sucesos son informados  por una voz off como preámbulo del film.

La historia comienza realmente en 1984 en Valparaíso, cuando se le ordena que reconstruya el archivo de los combatientes. Para hacerlo ve películas que él veía de niño (Flash Gordon, El hombre de la máscara de hierro, policiales, musicales), que le permiten actualizar en la memoria el texto del drama con la información de la red clandestina. Mientras ve las películas en la sala que solía ir de niño, sus imágenes se mezclan con escenas de persecución y de tortura que ocurren en la sala misma, mientras Ignacio y los espectadores permanecen impertérritos. La sala de cine se ha transformado en  un centro de interrogación, los policías recitan La vida es sueño.

Ruiz recurre a un nuevo recurso que viene a materializar La vida es sueño: reconstrucciones de escenas de la obra  interpretadas por los mismos actores que están en la sala. Vega asume el rol de Astolfo y la actriz sentada a su lado es Astrea, personajes de Calderón de la Barca. Su hermano es Segismundo. Todos los espectadores o son policías o son miembros de la resistencia. Una sala de tortura estSu hermano es Segismundo. e van la que Ruiz frecentaban en Auilpuinalmente, buscarr. rea su propicvulasbolvidadas que sugueren ná localizada detrás de pantalla. Cada asistente cumple un rol en la penumbra de la proyección. Un sistema de asignaciones traspone los roles, interpretados por militantes y agentes policiacos, que los conocedores del drama pueden reconocer. Se ve mucho movimiento, espectadores que se paran y se van, otros que buscan a sospechosos en la sala. Aquello ha dejado de ser la sala que Ruiz frecuentaba en Quilpué, nadie sabe quién pesquisa quién.  

Al llegar a Valparaíso, Ignacio se encuentra con un amigo de su hermano (militante como él mismo), que busca enterarse de su misión. Lo que busca no es informarle de su hermano, sino eliminarlo por la información que él conoce. Ignacio se refugia en la sala de cine, perseguido por el exterminador. Se produce un intercambio de balazos entre el supuesto amigo con otros hombres que defienden a Ignacio. Las balas que el niño Raúl veía con vivo interés ahora se han convertido en objetos trazadores que vuelan por su cabeza. Una bala vuela en ralentí, mientras Ignacio recuerda a su hermano, que también actúa en el drama. Por un fundido nos   enteramos que Ignacio despierta ensangrentado, tendido en una playa. Reconocemos que Ignacio ha sido asesinado y que todo lo sucedido no ha sido sino un sueño de Ignacio muerto. El sueño de conservar la memoria de sus compañeros, pero él ya no está vivo. Recordar en esas circunstancias se revela una empresa imposible y ominosa.  

El film, finalmente, se ha convertido en el lugar de una reorganización mental por reunir mundos separados. El esfuerzo de reunir memoria y olvido se ha vuelto titánica. No importa que Calderón de la Barca ya lo haya intentado. Ahora ya no son versos los que se reúnen, el desafío es reunir imágenes que operan en mundos dispares: la sala de cine recordada por el niño de Quilpué, el reencuentro en Valparaíso, un enfrentamiento entre fracciones antagónicas que se disparan y se eliminan, un cuartel de tortura que funciona en el cine, los esbirros que circulan, la reconstitución de escena de una obra barroca, la playa como destino final de Vega. La frágil memoria que Ignacio no ha podido conservar muerto de un balazo en la playa. Pero todo era una mera apariencia, nada ha transcurrido en realidad, la pesquisa ha resultado un sueño. La memoria que guardamos son fracciones antagónicas -que se disparan y se eliminan- de apariencias, al fin y al cabo. Ruiz ha logrado una vez más dominar la multiplicidad. La pantalla se enrojece con el crepúsculo que anuncia que el sueño ha terminado. La sala se vacía, no vaya a ser que aparezca un esbirro aún suelto y se ponga a disparar.

 

Título original: Lettre d'un cinéaste ou Le retour d'un amateur de bibliothèques. Dirección y guion: Raúl Ruiz. Fotografía: René Guissart Jr. País: Chile-Francia. Año: 1983. Duración: 14 min.

Título original: Mémoire des apparences. Dirección y guion: Raúl Ruiz. Fotografía: Jacques Bouquin. Música: Jorge Arriagada. Reparto: Sylvain Thirolle, Roch Leibovici, Bénédicte Sire, Jean-Bernard Guillard, Alain Rimoux, Jean-Pierre Agazar, Alain Halle-Halle, Laurence Cortadellas, Jean-François Lapalus. País: Francia. Año: 1987. Duración: 100 min.

 


[1] Bruno Cuneo , Entrevistas escogidas, p. 255.