Cine en cuarentena (3): Cargo. El infierno son los otros y también la redención

Cargo es un filme de zombies, o mejor dicho, un filme de infectados, pero realmente es una obra sobre huérfanos y límites filiales. Los filmes de zombies desde Romero en adelante se han cargado de lecturas metafóricas, varias de ellas bastantes gruesas: el consumismo, el capitalismo, la avaricia, en ocasiones parecen ser nuevas iluminaciones de sectas milenaristas. En Cargo esa lectura pervive de alguna forma, aunque se expande a una dimensión de corte cultural: para los occidentales estos zombies son infectados, para los aborígenes, fantasmas, cuerpos sin almas. Pero por sobre todo, Cargo es un melodrama, un filme dramático sobre personajes en un contexto extremo y emociones al límite. En la plaga lo peor queda al descubierto, sin embargo, lo entrañable también surge a la superficie. El protagonista del filme debe intentar comportarse como un héroe, sin embargo no lo es. Acá no hay soluciones fáciles de héroes improvisados ni armamentos de armas inverosímiles, sino gente corriente enfrentada a situaciones extraordinarias.

1.- Existe un cierto nihilismo en el paisaje australiano que ha quedado encarnado en varios de sus filmes emblemáticos.

Nadie desconoce la influencia de Mad Max (1979) de George Miller como referencia para los apocalipsis chatarreros del futuro. Con espíritu de cine B se alza un monumento fordiano a la desventura y a la imposibilidad de redención de su personaje. Cine sucio, austero, análogo y chirriante, sin lugar a la falta de carnalidad de los filmes de automóviles actuales. Filmes de choques, carreras y explosiones de baja potencia. Cuerpos destrozados, cuerpos violados y quemados, no hay compasión con los débiles.

Un film anómalo de 1971 y dirigido por Ted Kotcheff, autor tan irregular como nomádico en sus producciones. Nacido en Canadá, hijo de búlgaros, con una alta producción en la televisión británica, una bizarra estadía en Australia y luego devorado por la industria de la televisión norteamericana. Pero seamos justos, solo con Rambo: First Blood (1982) y algunos buenos capítulos de Law & Order: Special Victims Unit ya se hizo un lugar en el capítulo de la acción física y el policial para TV.

El filme australiano de Kotcheff se titula Wake in Fright, como “despertando de miedo o por el miedo”, o “llenarse de miedo o espanto”, “ser poseído por el miedo”. Es una obra pequeña y perversa, como una de esas cajas de sorpresa que parecen un hermoso regalo por fuera, pero que al girar la manivela el resorte secreto hace emerger un terrible payaso.

Wake in Fright posee un inicio tranquilo: un profesor de un pueblo insignificante en algún lugar del desierto australiano se toma sus vacaciones y decide viajar a la capital, a partir de este punto donde se inician muchos filmes de viaje, comienza el proceso de ser poseído por el espanto. Baja en un pueblo equivocado, en donde al parecer todos son alcohólicos perdidos, se emborracha sin querer hacerlo, pierde su dinero apostando en un juego sin sentido pese a que ha declarado no querer jugar ni beber, se ve involucrado en un par de peleas, termina en un local de mala muerte.

Mas adelante se involucrará con una familia decadente y aparentemente endogámica, y a través de ellos con una especie de profeta oscuro del alcoholismo y la locura del desierto. De toda esta experiencia el protagonista no aprenderá nada, o solo se percatará de lo débil y oscuro que es él mismo. El heroísmo no tiene cabida, construyendo el mejor reverso del futuro Rambo.

Una de las escenas centrales del filme es una enloquecida matanza de canguros. Pura brutalidad y estulticia, el grado cero de la autoconciencia critica. Brutalidad, alcohol y armas representan a estos hombres blancos que acribillan sin sentido a los canguros. Los animales se paralizan, nuestro hombre sin atributos, que nunca ha querido hacer lo que hace, se deja llevar. La escena es dura, casi documental. Quizás lo es. El desierto sin aborígenes, sin mística, con una matanza de hombres borrachos, parece ser la obsesión del apocalipsis australiano.

2.- El director Peter Weir, antes de comenzar a disolverse y perder la original inquietud de sus imágenes australianas en tierras norteamericanas, construyó al menos tres obras de tono apocalíptico.

The Cars That Ate Paris (1974), Picnic at Hanging Rock (1975) y The Last Wave (1977). Podríamos incluir la demencia de tono polanskiano de The Plumber (1979), o la matanza inútil y el esfuerzo absurdo en Gallipoli (1981). Pero bastan las tres primeras, para caracterizar el esfuerzo por la destrucción del paisaje australiano.

La más clara en este aspecto es The Last Wave, que tendrá su particular apostilla en Take Shelter de Jeff Nichols en 2011, con una relectura del fin del mundo anunciado en un sueño y la obsesión de un hombre por construir un bunker para salvar a su familia. En el filme de Weir, una serie de sueños premonitorios en el protagonista lo empujan a profundizar en antiguas creencias aborígenes, en torno a un apocalipsis encarnado en la forma o el símbolo de una ola que arrasara con todo.

El protagonista, abogado blanco y políticamente progresista, intenta evitar estas imágenes que lo invaden, y los hechos que comienzan a invadir no solo su vida sino la de los demás: lluvias oscuras, granizos, tormentas, sin embargo, lo que en un momento se presentaba como una construcción onírica, que podía explicarse con lecturas psicológicas, comienza a dar paso a una dimensión mítica en la medida que comienza a vincularse a la comunidad aborigen y a su relación con el paisaje. El paisaje profano comienza a ser filtrado por lo sagrado, devolviendo al menos por algunos instantes la complejidad y lo indecible de las creencias ancestrales. El paisaje sagrado indígena es la llamada al fin del mundo blanco en Australia.

3.- Cargo (2017) de Ben Howling y Yolanda Ramke se hace cargo de esta pequeña historia del fin de los hombres, que parece obsesionar al imaginario australiano.

Es otro filme con resorte secreto (es fascinante, pequeño y útil este concepto, que al parecer es de Rancière, aunque seguramente es de otros autores más. El resorte como un mecanismo oculto de la obra que se libera en un momento determinado y libera las operaciones más significativas de este artilugio). Vemos un bote deslizarse por un río, por el tipo de embarcación podríamos pensar que estamos en medio del Mississippi, en una aventura fluvial al estilo de las de Mark Twain, aunque se podría leer como una imagen de un libro para niños, como esa secuencia de tono onírico pero horror verdadero, en donde los dos pequeños niños escapan por el río del ogro paterno de nombre temible, Harry Powell, en The Night of the Hunter (Charles Laughton, 1955). Nada del horror adulto escapa a los niños.

En el barco, una familia; parecen escapar de algo. No son gente de barcos. Parecen citadinos. La mujer cuida a una niña pequeña, el hombre se hace cargo del timón, buscan comida, evitan acercarse a la orilla. Un plano aéreo nos demuestra la inmensidad del paisaje y la pequeñez del bote. El hombre divisa un pequeño velero encallado, se aproxima y lo aborda, está inundado, pero tiene algo de comida. A pesar de que no hay nadie, el hombre se comporta con inusual inquietud. Habría que indagar sobre la inquietud, y el horror al interior de botes y barcos. Una dimensión profunda y antigua parece otórgales una carga simbólica que se mantiene hasta hoy. El solo bajar a la bodega del bote inundada, produce una extraña molestia. El hombre regresa con su pequeño cargamento, la mujer le pide que duerma un poco.

Cuando el hombre despierta a causa del llanto de su hija sabe que algo malo sucede. Sube a cubierta y no encuentra a su mujer, en su lugar las huellas clásicas del horror familiar: huellas de sangre. Descubre a su mujer en el baño con la pierna ensangrentada, ella confesa que fue al velero y fue mordida por algo, el hombre se indigna inicialmente para luego caer en la angustia y la impotencia. Este es el momento que el resorte secreto activa la trampa. ¿Quién o qué mordió a la mujer?

4.- Cargo es un filme de zombies, o mejor dicho, un filme de infectados, pero realmente es una obra sobre huérfanos y límites filiales. Los filmes de zombies desde Romero en adelante se han cargado de lecturas metafóricas, varias de ellas bastantes gruesas: el consumismo, el capitalismo, la avaricia, en ocasiones parecen ser nuevas iluminaciones de sectas milenaristas. En Cargo esa lectura pervive de alguna forma, aunque se expande a una dimensión de corte cultural: para los occidentales estos zombies son infectados, para los aborígenes, fantasmas, cuerpos sin almas.

Pero por sobre todo, Cargo es un melodrama, un filme dramático sobre personajes en un contexto extremo y emociones al límite. En la plaga lo peor queda al descubierto, sin embargo, lo entrañable también surge a la superficie. El protagonista del filme debe intentar comportarse como un héroe, sin embargo no lo es. Acá no hay soluciones fáciles de héroes improvisados ni armamentos de armas inverosímiles, sino gente corriente enfrentada a situaciones extraordinarias. Su mujer fue mordida e infectada: tiene alguna  posibilidad de salvarse, utilizar un pack de primeros auxilios que al parecer entrega el estado o lo que queda de él, que consiste en una mecanismo que se apoya en la sien y clava en ella una mortal aguja. Es la solución final al alcance de todos.

Intenta salvarla y falla, entonces intenta salvar a su pequeña hija, y en ese proceso es mordido por otro infectado. Desde ese momento su única misión, frente a la cual no tiene ninguna preparación, es encontrarle a su hija una nueva familia antes de convertirse en un infectado más deambulando por el paisaje australiano. La única ayuda que tendrá en este camino de descenso será de una inusual acompañante, una niña aborigen de unos diez años que servirá como lazarillo de este padre que está degenerando en monstruo.

Algunas imágenes que ilustran esta caravana de sobrevivientes: los zombies entierran sus cabezas en la tierra. No entendemos bien el porqué, la niña dice que hibernan, sin embargo, es un enigma y una imagen potente. En ocasiones se asemeja a una obra medieval repleta de personajes anómalos. Un paisaje de hombres y mujeres con sus cabezas enterradas, imaginario digno del Bosco. Los enigmas son permanentes en el filme, finalmente un filme de zombies sin autoconciencia del género. Nada sabemos de su origen. A nadie le importa mucho esos motivos.

La imagen del padre muerto, pero aún hambriento. La pequeña alimenta a su padre infectado que está en el interior de un agujero en el desierto. Nunca lo vemos, suponemos que está ahí, esperando, latente, devorando lo poco que su hija le puede ofrecer. Una huérfana de la pandemia. La inversión de roles, ella constantemente defendiéndose de su padre, el protagonista intentando comportarse como un sujeto sano para salvar a la suya. ¿Cómo ser un buen padre en tiempos de peste?

El padre muerto de la pequeña es encontrado por el grupo. No sabemos cómo murió. Sin embargo, ahora ya no está en el agujero sino sobre las ramas de un árbol y cubierto de cortezas y plantas. Alguien lo ha destruido y ha celebrado algún ritual.

La niña le dice al protagonista, que parece no comprender la imagen: “Nos entierran en los árboles, para que los fantasmas no nos alcancen”. El hombre sabe de fantasmas. Luego la niña coge una roca y comienza a darse en la cabeza, no siquiera ella sabe muy bien por qué lo hace. Es un viejo ritual que ha perdido sentido, pero, como muchas cosas en tiempos de crisis, emergen nuevamente en nuestras vidas.

5.- El encuentro entre el protagonista y la pequeña niña se produce al interior de una secuencia que parece conectarse con dos secuencias previas. El protagonista conoce a una pareja en el desierto, el hombre es bruto y obsesionado con enriquecerse para un futuro imposible, la mujer está sometida a esta fuerza de avaricia. El hombre invita al protagonista a una cacería, la cual resulta ser un ejercicio de micro genocidio de infectados. Utilizando a aborígenes de carnada, el hombre les dispara a distancia, para luego robarles todo lo que considera de valor de su anterior existencia: relojes, billeteras, joyas.

La escena parece conectarse a las escenas finales de Night of the Living Dead (George A. Romero, 1968), en donde vemos al grupo de blancos paramilitares utilizando a los zombies como blancos de sus disparos. No se trata de cumplir con un cierto deber o un gesto de venganza, sino más bien con el descubrimiento de un placer perverso.

La otra lectura es la vinculación con Wake in Fright y la matanza de canguros. La escena posee esa misma brutalidad, vaciada de sentido. No parece haber odio contra los canguros, ni en contra de los zombies, solo existe la libertad de hacerlo. Nadie los enjuicia, ni los culpa. Están por sobre toda moralidad, la han puesto entre paréntesis. La mirada del colonizador embrutecido se cruza con la del aborigen y no ve nada en ella, solo la posibilidad de utilizarlo como carnada humana, último eslabón en el proceso cultural.

¿Cómo mantener la moralidad en tiempos de guerra? El padre debe luchar con la enfermedad que lo carcome y transforma. La pequeña niña busca encontrar a la gente de su tribu. En un momento determinado el hombre cree encontrar a la familia indicada para dejar a su hija, pero solo se encuentra con una familia desintegrada, y suicida, que literalmente cava su propia fosa. El hombre de la familia no soporta la idea que su mujer y sus hijos lo sobrevivan y prefiere matarlos en una ceremonia de resonancias nazistas.

La ultima esperanza de este hombre no está en su cultura, acabada y suicida, sino en la de la pequeña. En un último gesto, cuando la desesperanza invade al pequeño grupo y la enfermedad invade al hombre, este decide construir un gesto definitivo, el heroísmo sin esperanza encarnado en una imagen pequeña y de una eficiencia visual increíble. Una vez que ha dejado de ser humano, ahora es útil como como una bestia de carga, un salvador inconsciente. El padre deviene en bestia de carga, ciega y sorda, impulsada por una terrible hambre, cargando en sus hombros con dos pequeñas que buscan una nueva familia.

 

Título original: Cargo. Dirección: Ben Howling, Yolanda Ramke. Guion: Yolanda Ramke. Fotografía: Geoffrey Simpson. Reparto: Martin Freeman, Anthony Hayes, Caren Pistorius, Susie Porter, Kris McQuade, Natasha Wanganeen, Bruce Carter, Simone Landers, David Gulpilil. País: Australia.  Año: 2017. Duración: 105 min. Disponible en Netflix.