Diálogos Exiliados (39): Viaje de una mano

A medida que los años ochenta avanzan, las películas de Raúl Ruiz se vuelven más y más extrañas. Justo en medio de la década se ubica esta adaptación libre de un diario de viajes del conde polaco Jan Potocki, acerca de una mano cercenada que va conduciendo a su dueño a través del mundo. Sin tiempo para cuestionarse si lo que está contando es un relato fantástico, una historia de horror o una tomadura de pelo, Ruiz dirige esta alucinación apelando al ilusionismo, pero pensando en todo momento cuál será el truco que quiere hacer a continuación.

Viaje de una mano (1985)

 

Christian Ramírez: Hay que ser francos: a lo largo de este viaje nos hemos topado con muchas excentricidades y películas insólitas pero este es uno de los casos en que a Ruiz se le pasó la mano. A la salida de este corto, uno queda con la sensación de que le faltó tiempo de cocción a los materiales o que aprovechó para reciclar sobrantes que no encontraron lugar en films anteriores. Y claro, lo que resulta es un producto rarísimo.

Alejandra Pinto: Yo no la encontré particularmente mala, pero si muy rara. ¿Es una historia sobre el colonialismo? ¿Un cuento de piratas? No se pueden sacar muchas conclusiones así a la rápida, pero para eso nos juntamos a conversar. 

Quintín: En realidad, este corto se parece a otros que Ruiz había hecho antes para el INA (que también produjo éste) y que reunían una historia vaga cuyo argumento se desintegra y un procedimiento de filmación experimental, en este caso la retroproyección de imágenes coloniales y de expediciones etnográficas. En el libro de Bruno Cuneo —Ruiz (Ediciones UDP)— aparece una descripción de cuando el corto era simplemente un proyecto y allí habla de la retroproyección y también de una fuente literaria: el Libro de Viajes de Jan Potocki. Potocki (1761-1815) es un personaje fascinante, un conde polaco que viajó por todo el mundo con un criterio de etnógrafo antes de que la disciplina se estableciera como tal, y al mismo tiempo fue un gran novelista, autor del Manuscrito encontrado en Zaragoza, obra que excede por su calidad el género de la novela gótica. Potocki era conocido pero fue redescubierto en los años ochenta (después de una película que adaptó la novela), pero recién en este siglo se publicó una versión más o menos definitiva del Manuscrito, redactado originariamente en francés (igual que las Memorias de su contemporáneo Casanova). 

P: Siento que entonces, la idea sobre los viajes a los que nos expone nuestro autor es algo que persiste. Claro que en este caso nos obliga a armar el viaje en nuestra mente (a diferencia de lo que pasa en Las tres coronas del marinero, por ejemplo). Lo que nos muestra son postales de sus diferentes estadías e intercambios, como cuando antiguamente las personas volvían de algún paseo y mostraban sus fotos en diapositivas sin mucho orden. Acá el protagonista nos muestra lo que le va pasando, pero también la forma en la que va dejando parte de sí en todos los lugares. Es como si los mismos viajes lo fueran desdibujando: en un momento deja de ver y comienza a sentir por otros medios. 

R: Algo de eso hay en esta historia del Conde —¿será el propio Potocki?, probablemente sí— que va saltando de lugar en lugar, hacia sitios que van siendo señalados por un globo terráqueo que va girando y que es detenido por un dedo que apunta a un lugar del mapa. En cada ocasión, el plano del globo es seguido por una brevísima escena donde el Conde se dirige a diversas mujeres (que parecen ser la misma o que cumplen la misma función) o un par doctores (que, a pesar de ser interpretados por dos actores distintos, sin duda son el mismo). La naturaleza de los encuentros también es recursiva: a las mujeres les entrega o recibe de ellas un objeto, aparentemente una esfera oscura, capaz de contener un encantamiento o un alma al completo. En cuanto a los doctores, están ahí para hacer visible los males que aquejan al Conde y de los cuales emerge mancillado: se le infecta una mano, se la corta —cual almirante Nelson—, pero no la desecha. La convierte en una especie de pata de conejo, un amuleto que le conecta con un cierto trasmundo, uno que comienza a ver con mayor claridad después de que renuncia a la vista y se cose los ojos. Algo común de estos cortos ruicianos es la increíble cantidad de argumento concentrado en pocos minutos. No he contado ni la mitad y esto apenas dura 22 minutos. Ahora, en lo de Cuneo, Ruiz insiste que todo esto debería haber durado sólo 10. ¡Así que a lo mejor el problema es que le quedó larga!

Q: Estuve espiando los Viajes de Potocki, pero descubrí que las referencias de Ruiz a un pueblo con costumbres un poco extrañas, como la de comerse a los mayores de cincuenta años, casar a los viudos con las mujeres muertas de otros miembros de la tribu y no considerar como propio más que lo que cada uno hubiera robado son una extrapolación de un Ruiz que trabaja en el estilo de los Viajes de Gulliver, por lo que el resultado final  apenas se parece a lo que realmente escribió el polaco. Como dice Pinto, los viajes se fragmentan en sus memorias, pero ni siquiera son los viajes de Potocki, sino los de un personaje que aparece en escena como el Conde, encarnado por el actor Franck Oger, a quien vimos en Bérénice, Las tres coronas y La presencia real, que murió poco después de esta filmación. Nuestro Conde aparece en una veintena de escenas casi disjuntas, unidas apenas por la trayectoria de una mano que el tipo termina cortándose. La mano es el hilo conductor de cada pequeño episodio, como si la película fuera un relato cuyos capítulos están tomados de distintas fuentes (que incluyen, por ejemplo, a Balzac y a Homero), yuxtapuestos con la pálida excusa de la mano viajera.

P: Ese dedo que marca el globo terráqueo, se parece al que vemos al principio: un dedo de una mano que no le pertenece, y que está jugando, casi acariciando, unas estatuas de mujeres que parecen ser de África. Puede ser que cuando hablamos de los viajes de una mano, no se refiere solo al conde, sino a todas las personas que hacen estos viajes y tratan de aproximarse a lo extraño y a lo desconocido. Por lo mismo en un inicio pensé en que podía tratarse de una historia de colonialismo, considerando todas las referencias al extranjero, las costumbres que le parecen ajenas y sobre todo, al “cameo” de Jimmy Button.

R: Es verdad: el Conde ahí emerge como una suerte de primo del capitán Cook, de Humboldt o de Darwin. Todos trotamundos empeñados en recorrer, abarcar, sistematizar y —en último término— atrapar el mundo. Ya hemos dicho que Ruiz es un cineasta de siglo XVIII, alguien que se entiende y se explica a sí mismo más en clave enciclopédica que como un hombre de la posmodernidad. El problema, sin embargo, es que Viaje de una mano es el concentrado del concentrado de esos intereses. Más que un cortometraje, parece el trailer alargado de una película que debería existir en la filmografía de Ruiz, pero que no somos capaces de rastrear por ningún lado. Un film que alcanzó a estrenar, pero en un universo paralelo, el que le financiaba esta clase de ocurrencias.

P: El tema de las sistematizaciones me parece que también es recurrente en el cine de Ruiz. No sé si en su vida personal habrá buscado ponerle nombre a todo (me parece que no), pero hay en esta obsesión por cartografiar todo lo que se le cruza en el camino que ya habíamos visto antes. Es como una forma de aprehender el mundo a través de su ubicación, entender que suelo estamos pisando. Sin embargo, cuando vemos los lugares que señala en el globo terráqueo, nunca conseguimos leer bien a qué países se refiere, todo está dado por un imaginario iconográfico: en los fondos retroproyectados del corto vemos techos curvos como de países asiáticos, lugares fríos y con mucha nieve que pueden ser lugares cerca del polo, y así. Recurre a esa imaginería casi teatral y de bajo presupuesto, porque creo que es más importante hacer que los espectadores se acerquen de esa forma. Los lugares y sus nombres son un secreto bien guardado que Ruiz guarda para sí.

Q: A mí me parece que Ruiz no leyó a Potocki, que apenas lo usó de excusa para otra cosa. De hecho, aparece en los Viajes una gran admiración por el mundo árabe, un tema por el que Ruiz recién se interesaría posteriormente. Pero, además, hay en la película otras dos capas de sentido. Una se relaciona con el colonialismo y el mundo negro, que parte de las estatuas y termina con una voz en off diciendo “Anoche soñé que era un negro”. Entre todas sus condensaciones, Ruiz mete a Jean Rouch, a Michel Leiris, a todo lo que tenga algo que ver con la negritud. La otra capa es esa obsesión que Ruiz tiene en esa época con las enfermedades, las mutilaciones, las heridas y hasta el comer con las manos, ese costado escatológico-gore; es un aspecto de su cine que ha ido creciendo durante los años 80, pero no termino de ver con qué se conecta.

R: Me pregunto qué habría hecho Ruiz en esta era del “body horror cinema” o si acaso le interesaron alguna vez las mutaciones de Cronenberg, Carpenter o las del cyberpunk japonés. Pero, más allá de la especulación de rigor, es notoria la forma en que a nuestro hombre le interesan los males corporales, la enfermedad, la posibilidad de que el miembro amputado continúe ligado de alguna forma al cuerpo al que una vez perteneció. Hay algo atávico y algo esotérico, ahí (la idea del amuleto, a la que aludimos más arriba); pero incorpora un costado manifiestamente escabroso y además desquiciante. La imagen rectora de la película —el Conde colocando su mano amputada encima de un plato de comida, como si esta fuese un elemento decorativo o un alimento más a devorar— es particularmente ambigua en este sentido. Por un lado, busca provocar repulsa en quien la está viendo. Por otro, apuesta por ser un gesto que sea tomado con total naturalidad, como lo que nos ocurre cuando nos sirven en la mesa algo tan estándar como un pollo frito con papas. De inmediato nos lanzamos sobre la comida, igual que los personajes del corto, que continúan metiendo los dedos al plato sin reparar en la presencia de la mano cortada. Es un efecto parecido al que aludía Burroughs en El almuerzo desnudo: rara vez nos detenemos a considerar el horror de lo que tenemos trinchado con nuestro tenedor. Hacerlo justo antes de echarnos la comida a la boca sería algo insoportable.

Q: Creo que esta etapa de la filmografía de Ruiz está signada por una especie de horror a la posibilidad de que el cine tranquilice al espectador, ya sea a través de sus historias o de sus imágenes. Ruiz parece estar convencido de que la función del cine es producir inquietud y malestar en quien mira, aunque también pueda hacer reír o conectarse con todo tipo de referencias externas.

P: Eso también forma parte de estas experimentaciones, con sus acercamientos al cuerpo y cómo mostrarlo en pantalla. Siempre hemos dicho que Ruiz no tiene ninguna contemplación con sus personajes, y es perfectamente capaz de hacerlos pasar por torturas y dolores. No hay nada de misantropía aquí. Así como el director está siempre comprobando los límites de la imagen, también quiere revisar los límites del cuerpo. 

R: Fue en esta misma época, cuando el género fantástico abrasaba la imaginación de Ruiz, que Spielberg hizo lo propio con su serie de TV Amazing Stories. En el programa, la mayoría de los episodios figuraban basados en “una idea de Steven Spielberg”, como si se tratara de ocurrencias que el tipo alguna vez pensó convertir en películas, pero sin animarse a botarlas al tacho. Al final, se convirtieron en engendros menores. Se me ocurre que Viaje de una mano cumple una función similar en la filmografía de Ruiz: sirve para desocupar la cabeza y así poder llenarla otra vez con cosas nuevas. Pero claro, a nuestro director la comparación con Spielberg le provocaría pesadillas.