La Mirada de los Comunes (18): El arte profético del presente

El cine, en tanto arte del presente, puede ser leído como la colección de gestos más grande que tenemos a disposición. Los gestos, que están inscritos en cuerpos, nos muestran que todo filme puede ser leído como la pequeña historia de un cuerpo. En SANFIC 16 dos filmes nos exhibieron ese problema: To the Ends of the Earth de Kiyoshi Kurosawa y This is not a Burial, It’s a Resurrection de Lemohang Jeremiah Mosese.

Se le atribuye a los inventores del cinematógrafo, los hermanos Lumière, la famosa frase «el cine es un invento sin futuro». Gran parte de quienes se han aventurado a interpretar esta profecía toman en consideración toda la historia del cine posterior a esa frase y se ríen: los hermanos no tuvieron el ojo ni la esperanza para ver que su invento sí tuvo futuro. Simplemente reírse de esa frase, sin embargo, no permite comprenderla en su profundidad profética, entendiendo que en la profecía no habla quien pronuncia las palabras, sino que las palabras mismas son la manifestación de algo superior: no se trata de un dios que trasciende este mundo, sino de un entramado en que el futuro mismo aparece desde el pasado activando un presente.

Fue Jean-Luc Godard quien, en su Histoire(s) du cinéma (1989-1999), logra leer la profecía como tal: por una parte, los hermanos Lumière no están hablando de su propio invento, sino de aquello a lo que el cinematógrafo abre paso, que es un arte muy particular de las imágenes, del movimiento y del tiempo. Por otra parte, que el invento no tenga futuro, nos remite a una doble reflexión: primero, que el cine no puede ver ni proyectar su propio futuro y, segundo, que el cine -esto es el punto más importante para Godard- sólo puede dar cuenta de su presente. Por eso, con fundamentos proféticos, Godard puede afirmar que ese arte tan particular es un arte en presente. Como consigue argumentar el académico Pablo Corro en un ensayo sobre esta idea de Godard: «Al final, cuando hemos pensado todo el tiempo que aquella frase significa, en esta película barroca, ruidosa, fragmentaria y dispersiva, la muerte del cine, Godard hace una precisión y desc bre con ella su verdadero alcance teórico, ontológico y salvador: “el cine es una invención sin futuro… un arte en presente”».

La falta de futuro en el cine lo arroja a ser un arte, no sólo estructurado en presente como afirmaría Godard, sino, en un sentido más radical, a ser un arte del presente. Que sea un arte del presente significa que ya no depende de la historia y tradición de las artes visuales, sino que fundamentalmente es un juego de colecciones que da lugar a la política: la política entendida como el arte de producción de “nuestro presente” coincidiría con la función de este arte sin futuro, que es el arte del presente.

El cine, como arte del presente, otorga a las imágenes y la manera en que ellas se relacionan un estatus especial respecto de nuestro presente. El cine, sin futuro, no es un arte del decir, del relato, del contar historias o uno que sirva como recuerdo de un tiempo que ya no podrá ser, sino todo lo contrario: el cine nos muestra lo que somos, en la medida en que podemos leerlo. Esa potencia del cine para exhibir lo que somos en la medida en que lo leemos se expresa en la crítica, comprendida como el arte de producir colecciones, contraria a una concepción de la crítica como juicio, donde predomina la función catalogadora y jerarquizadora de los dispositivos que producen los discursos hegemónicos. La crítica, en aquel sentido contrario al juicio, es el arte que activa al cine en su dimensión política, como arte del presente.

De esta manera, el cine puede mucho más de lo que cree. Por ejemplo, los festivales de cine, entendidos como una instancia de juicio y premiación industrial, también pueden ser entendidos como un espacio en que el cine exhibe su dimensión política y expresa, aún, su potencial profético del presente: por mucho que intentemos darle un orden específico a las imágenes, el cine siempre sorprende con asociaciones y colecciones inesperadas que no hacen más que desafiar nuestra capacidad de leer el mundo. Un caso particular de esto apareció en la decimosexta versión del festival internacional de cine de Santiago de Chile, SANFIC. Azotados por la pandemia, los cines han cerrados sus salas y llenado de polvo sus butacas, lo que ha producido un efecto doble: el cine, o bien ya no está, o bien se remite a la particularidad de los dispositivos tecnológicos del hogar. En ambos casos, una especie de silencio rodea al cine durante una pandemia, un silencio que, en todo caso, nos exhibe el mundo en que vivimos: en la individualidad del hogar no logra aparecer, sino de manera negativa, el presente. El cine, nos ha mostrado la pandemia, contiene una característica compartida con las asambleas: la necesidad de los cuerpos reunidos.

En el sentido anterior, el cine, en tanto arte del presente, puede ser leído como la colección de gestos más grande que tenemos a disposición. Los gestos, que están inscritos en cuerpos, nos muestran que todo filme puede ser leído como la pequeña historia de un cuerpo. En SANFIC 16 dos filmes nos exhibieron ese problema: Tabi no Owari Sekai no Hajimari [To the Ends of the Earth] (Kiyoshi Kurosawa, 2019) y This is not a Burial, It’s a Resurrection (Lemohang Jeremiah Mosese, 2019). El filme de este Kurosawa no hace más que poner frente a la cámara el frágil cuerpo de Yoko, siempre como un cuerpo completo al centro de la imagen, que emprende una compleja aventura en el marco de la grabación de un capítulo de un programa de viajes que estelariza. Yoko, la reportera japonesa en Uzbekistán, no sólo es el cuerpo frágil de una mujer extranjera de ojos rasgados en una sociedad peligrosa, sino que es también el experimento que nos permite leer el cine como un documental infinito sobre los cuerpos, o lo que Godard llamaba el eterno registro de los cuerpos: Yoko es golpeada, acosada, sacudida, mandada, dirigida, tironeada y mojada, como si de un muñeco de trapo se tratara, y todo eso es registrado por una cámara insensible. Suponiendo que hay una persona actuando detrás de Yoko, ¿no es, acaso, irrelevante la distinción entre personajes y actriz cuando entendemos que el cine registra el presente? ¿No es que el cine es, en una dimensión, siempre una máquina que captura y esclaviza los cuerpos?

Lo interesante del filme de Kurosawa, a propósito de estas preguntas, es que parece advertirlas y presentarnos una falsa respuesta: tal como hizo el sádico de Lars von Trier con Björk en Dancer in the Dark (2000), Yoko alcanza su libertad a través del canto. El filme de Kurosawa termina con un primer plano de Yoko alcanzando su emancipación a través del canto libre. Sin embargo, esta emancipación es tan falsa como el resto de las torturas que padeció Yoko. Tan falso o tan real, es irrelevante: que la emancipación del cuerpo oprimido esté mediada por las propias condiciones que lo oprimen es un engaño. Eso es lo más atractivo del filme: nos muestra nuestro presente, en la medida en que sitúa, precisamente en el medio, al cuerpo oprimido y lo “libera” mediante la opresión máxima.

Atendiendo al mismo problema, pero en un sentido más profundo, se ubica en diálogo con el de Kurosawa el filme de Mosese. En This is not a Burial, It’s a Resurrection se trasponen muchas imágenes encima de cada imagen: es la historia de una viuda que pierde a su último hijo; es la historia de un pueblo azotado por el falso progreso del capital; es la historia de una comunidad que no valora sus tradiciones; es la historia de un territorio; es la historia de un cuerpo que muere en pantalla; es la historia de una emancipación; es la historia, finalmente, de los oprimidos puesta en escena como si fuera la historia de las vencedoras. Mantoa, la viuda interpretada por la actriz fallecida durante la pandemia, Mary Twala, es la última defensora de las tradiciones de su comunidad: mientras el gobierno de Lesoto advierte que convertirá las tierras de la comunidad en una represa, inundando a sus muertos, Mantoa defiende enterrar a su hijo en la misma tierra en que está enterrado su marido y sus ancestros. Mantoa defiende que la comunidad no está solamente integrada por los vivos, sino también y especialmente por sus muertos.

En una versión moderna de Antígona, Mantoa opone a las leyes humanas su propio cuerpo, encarnación de una palabra ancestral, incapaz de ser explicada por la razón. Por eso, ante el argumento jurídico que dice que las tierras de su comunidad son un simple préstamo a 90 años que alguna vez hizo el rey de Lesoto, Mantoa opone su voz, en forma de canto irregular, en forma de ruido gutural que se comunica con esa comunidad de los muertos. Finalmente, el progreso logra su cometido y la comunidad emigra de sus tierras, dejando los cuerpos de sus muertos expuestos. Mientras el pueblo marcha, abandonando su tierra, Mantoa deja de rogarles por resistencia, se quita su vestuario de luto, se desnuda y expone su cuerpo ante la policía que protegía el avance del progreso. En ese momento, el filme abandona a Mantoa y se fija en una niña cuya mirada no se desprende de aquella que marcha en el sentido inverso a su comunidad: se trata de la mirada de La Hija de Nadie, que en ese acto de muerte vio, al fin, la vida. Que la hija de nadie, la huacha del pueblo, la de filiación desconocida, vea vida en el acto sacrificial de Mantoa, nos devuelve la pregunta por la comunidad: ¿comunidad es un conjunto de cuerpos individualizados, o más bien es el riesgo que asumen aquellos que niegan su propia individualidad? ¿Los muertos son los que ya dejaron de formar parte de nuestra comunidad, o bien son aquellos que, precisamente, le otorgan un sentido al vivir juntos? La muerte de Mantoa le da vida a esa comunidad de muertos que el progreso y la falsa comunidad intentan dejar en el olvido: Mantoa opone la memoria al olvido, la vida a la muerte y la libertad a la opresión.

Tanto Mantoa como Yoko comparten algo: sus cuerpos, expuestos ante la cámara, buscan su emancipación. Y, en definitiva, con ello nos muestran la lectura según la cual el cine es un arte profético del presente: toda emancipación pasa por la lectura que alguien, cualquiera, haga de ella. Esa es la razón por la que el cine pone a reposar su fuerza sobre la rama de la crítica, entendida como el arte de leer aquello que se escapa a la vista, como un arte que hace del presente la profecía que muestra en las imágenes. Es en este sentido que el sin-futuro del cine sea, más que una salvación, su eterna condena: no podemos adivinar el futuro, porque estamos condenados a leer nuestro presente, cuando “leer” significa producirlo de manera colectiva