La Mirada de los Comunes (22): La cordillera de los sueños, una denuncia que conserva

En el último filme que cierra la trilogía más reciente, La cordillera de los sueños, se radicaliza esta aproximación a la realidad. Según declara la voz en off que coincidiría con la del autor que se mantiene fuera de campo, con él persigue entender el Chile de hoy en el que tras el exilio nunca volvió a vivir, y en el que se siente “un extraterrestre”. La vía para hacerlo es prestarle atención a esa cordillera que nunca fue debidamente observada por las y los ocupados jóvenes revolucionarios, pero que claramente encarnaría el paso del tiempo, y por ende sería una suerte de testigo privilegiado de la historia de Chile.

Desde que publicó su célebre declaración de Minnesota titulada Verdad y hecho en el cine documental. Lecciones de oscuridad (1999), Werner Herzog ha emprendido una enconada lucha contra las y los representantes del así llamado cinéma vérité. Según sus propias palabras, estos afirman que el documentalista debe ser “como una mosca en la pared”, esto es descubrir la supuesta verdad que se esconde tras los hechos por medio de una cámara que, pasivamente, los captura. A este modo de comprender la verdad se opone Herzog reclamando con cierta ironía que las y los cineastas no deben actuar como si fueran una cámara de seguridad, sino que deben ser como un “avispón que pica”. Lo que quiere decir que no hay tal cosa como una verdad que espera a ser descubierta, sino que sólo una verdad que se produce cuando se embetuna de realidad.

En uno de sus filmes más recientes, Nomad, in the footstepst of Bruce Chatwin (2019), Herzog ilustra prístinamente la idea formulada hace veinte años en dicha declaración: “La Madre naturaleza no llama, no te habla”. Es así como en el filme va tras los pasos de su ya fallecido amigo Bruce Chatwin, célebre escritor de libros de viajes que, según se sostiene en el propio filme, tomaba un hecho y a partir de ahí construía su narración escribiendo, entonces, “una verdad y media”. Este exceso de verdad que se produce en cada acto de creación se identifica con la que se podría decir que es la máxima que constituye la propia filmografía de Herzog, toda vez que en ella muestra que la realidad no porta un sentido que deba ser descubierto. Antes bien, el cine sería un modo de hacer hablar a esa naturaleza sin fin, atribuyéndole un sentido en su propia presentación.

A esta comprensión del cine en su relación con la verdad se opone Patricio Guzmán con una precisión quirúrgica. Sus trilogías La batalla de Chile (1975-1979) y la formada por Nostalgia de la luz (2010), El botón de nácar (2015) y La cordillera de los sueños (2019) comparten la misma disposición ante la realidad que las y los representantes del cinéma vérité. En ambas trilogías lo que se pretende es registrar una realidad que se perseguiría ocultar: en la primera la de la destrucción de un pueblo “ocupado de hacer la revolución”; y en la segunda la de los y las chilenas que padecen el trauma de aquella destrucción. Lo que las distanciaría sería la posición que asume la cámara: si en el primer caso ella hace las veces de archivo que evita que ese trozo de verdad se borre de la historia, en el segundo caso permite establecer un lazo metafórico entre el patrimonio natural de Chile y esa verdad que todavía se pretende ocultar. Sin embargo, dicha diferencia es aparente en la medida en que en Guzmán son dos modalidades de la denuncia: tanto en una como en otra es la supuesta pasividad de la cámara la que haría emerger una verdad objetiva que se opondría a ese discurso que la pretende negar.

En el último filme que cierra la trilogía más reciente, La cordillera de los sueños, se radicaliza esta aproximación a la realidad. Según declara la voz en off que coincidiría con la del autor que se mantiene fuera de campo, con él persigue entender el Chile de hoy en el que tras el exilio nunca volvió a vivir, y en el que se siente “un extraterrestre”. La vía para hacerlo es prestarle atención a esa cordillera que nunca fue debidamente observada por las y los ocupados jóvenes revolucionarios, pero que claramente encarnaría el paso del tiempo, y por ende sería una suerte de testigo privilegiado de la historia de Chile. Anudando las declaraciones de dos escultores, de un historiador, de una cantante, de un geólogo sobre su comprensión de la Cordillera con imágenes de las marchas de los últimos años, va construyendo un relato que exuda nostalgia por aquello que habría destruido la Dictadura cívico-militar. El testimonio que, sin embargo, funciona como línea vertebral del filme no es el de las imágenes de la propia cordillera, sino que el del cineasta Pablo Salas que desde 1985 hasta ahora no ha parado de registrar lo que sucede en las calles de Santiago. La importancia del muro natural que nos aísla del mundo a la vez que nos distingue identitariamente cede, entonces, ante la potencia de las imágenes de archivo que Pablo conserva celosamente con la esperanza que puedan servir para que “ese pasado no pase”. El gesto de situar en el centro del filme la actividad de Pablo puede ser leído como la recuperación de la figura del cineasta como aquel encargado de mostrar la realidad tal cual es, evitando cualquier manipulación que se distancie de la verdad que es descubierta mediante su registro.

Esa disposición nostálgica que reduce la historia a la realidad de un pasado que se pretendería ocultar pero que vive en las actuales prácticas neoliberales, no logra sin embargo separarse de la visión conservadora según la cual no habría más que la realidad tal como está dada. Mientras los neoliberales se encargan de administrarla de manera tal de proteger al individuo frente a los demás, algunos nostálgicos se encargan de denunciar las consecuencias de dicha administración revistiendo de objetividad su aproximación individual. En ese sentido, la potencia transformadora que hay en la frase que pronuncia la voz en off  “no dejaron de tocar la misma música”, aludiendo a la que ha acompañado la parada militar desde sus orígenes, pierde todo rendimiento al ser incluida en la lógica de la denuncia. Y es que, en último término, el acto de denuncia que supone que hay una verdad que “está detrás de la Cordillera” esperando a ser descubierta, termina por moralizar aquello que debería ser politizado.