La mirada de los comunes. Albert Serra: Antes de la historia

Según el propio Serra, en sus filmes revisita dichos momentos reducidos a polvo de la Historia para dar cuenta de esa pulsión tan europea en la que cualquier forma de pensamiento crítico trae consigo el germen de su destrucción instantánea. Aquel motivo se traduce en la realización de filmes que son una expresión calculada de un respeto a la tradición y una actitud iconoclasta. Combinación heterodoxa que persigue capturar la belleza aterradora de ese improbable punto medio entre conservación y destrucción. Al efecto, Serra apuesta por una operación de contraste: ofrece una lectura de un evento que participa de la cultura occidental, situando la atención en el instante inmediatamente anterior.

En el ocaso, en medio del bosque, vemos el perfil de una mujer cuyo cuerpo desaparece posado en una carretilla de madera. Vemos frente a ella el perfil de un hombre hincado, con sus brazos descansando en el borde de la misma carretilla. Él está levemente inclinado hacia ella, como si quisiera ejercer fuerza con su mirada. Ella tiene el mentón subido en dirección a él, como si lo atrajese una fuerza exterior, sutil e irresistible. Escuchamos el canto envolvente de los grillos anunciando la caída de la noche. Vemos a otro hombre que observa absorto, frontal y sostenidamente detrás de un árbol que apenas alcanza a cubrir su robusta silueta. Vemos de nuevo a la pareja que habla con un tono ceremonioso, a la altura de las pelucas y vestidos dieciochescos que lucen con comodidad. La blancura de sus pelos contrasta con la perversión de las palabras que profieren, volviéndose cómplices del contorno negro y borroso de la vegetación que decora el cuadro.

– Sécate las lágrimas –le dice a ella–. Permíteme describir una escena… eso sería lo más delicioso para mí. El Conde me ayudará a ejecutarlo pronto. Traerá un animal. Un ternero joven. Le meteré el pico en la nariz. Muy profundamente. El animal se volverá loco. Lamerá mis bolas… ¿Te imaginas la escena? ¿Sí?
– Sí –le responde ella–.
– ¿Y qué papel tendrás en ello?
– Mantendré la cabeza del animal firme mientras se la metes. Y, con la otra mano, sostendré su gran… miembro bien dispuesto.
– Mmm…Tienes una imaginación muy débil. Pobre chica. Pero está bien, si eso es lo que deseas.

Las palabras con las que se relacionan aquel par fluyen al ritmo de sus cuerpos dispuestos al límite del inmovilismo. El deseo se va activando a medida que son pronunciadas sin indicio alguno de espectacularidad. La fuerza de la incorrección experimentada con naturalidad abre un campo exploratorio tan exento de juicios como lo es cualquier juego de infantes. Y es, en efecto, esta escena crepuscular la que anuncia una colección de encuentros nocturnos disolutos que Albert Serra reúne bajo el rótulo Libertè (2019). Un filme que inicia echando mano a uno de los más notables rescates de archivo que el siglo pasado nos donara: el testimonio del oficial Bouton sobre el cruel castigo al que fuera sometido un tal Damiens, a vista del pueblo, por haber intentado asesinar a Luis XV. Con todo, la cita sirve para poner en escena una de las sugerencias menos bulladas de aquel libro de Michel Foucault, esto es, la incómoda insinuación de que habría un momento previo al establecimiento del moderno poder de juzgar, cuya potencia liberatoria ha sido paradójicamente ocultada en nombre de la libertad.

Así las cosas, la pregunta central de Libertè es idéntica a la del libro referido. Ambos reflexionan acerca de la posición que ocupa el cuerpo en las relaciones que establecemos. Sin embargo, el punto de partida de Foucault es el tránsito de un sistema penal a otro. O, dicho más precisamente, el reemplazo del espectáculo de los suplicios que opera sobre los cuerpos por la formalización de un proceso en el que el castigo es relegado a la penumbra de lo que está entre cuatro paredes. “El castigo ha pasado de un arte de las sensaciones insoportables a una economía de los derechos suspendidos”, afirma provocadoramente Foucault. En cambio, el punto de partida de Serra se identifica con la puesta en pausa de dicha transición para fijar el foco en el instante anterior al despliegue del sistema de sujeción de los cuerpos a las relaciones de poder que interroga Foucault. Así, Serra se hace de aquel arte que desde sus orígenes mantiene un vínculo tormentoso con el espectáculo para forzarnos a mirar algunos momentos de tensión que la historia oficial pretende borrar en favor del absolutismo de la Revolución. Para ello, nos muestra a un grupo de personas libertinas que aprovechan la impunidad de la noche para realizar lo que les es prohibido por la Corte del rey: uno a uno, con la lentitud de quien se deja llevar por el flujo de un río de bajo caudal, efectúan todos los actos de significación sexual de los que su imaginación es capaz, sin otro motivo aparente que darle rienda suelta a un deseo que no discrimina. 

Ahora bien, con Libertè no es la primera vez que Serra ambienta uno de sus filmes en esos momentos, paradigmáticamente ubicados en el siglo XVIII, en los que parece agotarse un mundo para dar paso a otro. En Història de la meva mort (2013) nos enfrentamos a un instante del tránsito desde la Ilustración al romanticismo que es modulado en el encuentro del luminoso escritor Giacomo Casanova con el oscuro personaje literario Drácula. Y, en La mort de Louis XIV (2016), observamos lo que sucede en la pomposa habitación del Rey Sol a propósito de aquellas dolencias que cesan al experimentar la inevitabilidad de su muerte. Según el propio Serra, en sus filmes revisita dichos momentos reducidos a polvo de la Historia para dar cuenta de esa pulsión tan europea en la que cualquier forma de pensamiento crítico trae consigo el germen de su destrucción instantánea. Aquel motivo se traduce en la realización de filmes que son una expresión calculada de un respeto a la tradición y una actitud iconoclasta. Combinación heterodoxa que persigue capturar la belleza aterradora de ese improbable punto medio entre conservación y destrucción. Al efecto, Serra apuesta por una operación de contraste: ofrece una lectura de un evento que participa de la cultura occidental, situando la atención en el instante inmediatamente anterior, como si lo que se perdiera en el tránsito de un mundo a otro se jugara en los tres minutos en que vemos a Casanova cagar y oler su mierda mientras no sabemos si ríe o llora, o en los que Luis XIV se queja por no poder acariciar a diario a sus perros o comer delicadas golosinas mientras se arregla su imponente peluca.

Estos tres filmes comparten con el resto de la filmografía de la que participan el hacer referencia a un texto literario, como si Serra quisiera manifestar su pertenencia al grupo de pensadores que conciben que la historia no es más que un producto de la narración. Salvo el primero de ellos, titulado Crespià, the film not the village (2003), en todos los demás Serra recurre al acervo cultural de Occidente dando por supuesta la existencia de ciertos relatos, algunos más canónicos que otros, que están fijados en la memoria del público: la más célebre obra de lengua hispana -Don Quijote de la Mancha- en Honor de cavalleria (2006), que es reforzado por su sugerente making-of  titulado El senyor ha fet en mi meravelles (2011); el pasaje bíblico de la visita de los tres reyes magos a un recién nacido Jesús en El cant dels ocells (2008); la autobiografía de Casanova, Historia de mi vida, junto con la popular novela que dio lugar al arquetipo del vampiro en Història de la meva mort (2012); las Memorias de Saint-Simon junto con las notas de los médicos de cabecera del rey en La mort de Louis XIV (2016). La particularidad es que Serra establece una relación con estas obras literarias para dar cuenta de una impotencia: en cada uno de sus filmes muestra lo que aquellos textos simplemente no pueden decir. 

Para comprender esto último, es útil reparar en que, por ejemplo, la escritura bíblica acentúa los elementos que sirven para construir un mínimo de narración manteniendo en la penumbra lo que rodea a las acciones. Tomando nota de lo anterior, en El cant dels ocells se nos presenta lo que estaría entremedio de la frase evangélica que indica que los reyes magos fueron a Belén siguiendo el curso de una estrella y la frase, inmediatamente posterior, de su arribo con oro, incienso y mirra a ofrendar a Jesús por intermedio de María. Serra nos hace testigos, in medias res, del silencioso y monótono caminar de los reyes que atraviesan indistinguibles montañas de arena, sin discriminar si es de noche o de día, sin alardear de sus titubeos y sin evitar correr pequeños riesgos considerando su avanzada edad o su peso. Es así como se somete la conocida trama a detalles cotidianos coloreados con blanco y negro, dándole chance a los reyes de dormir aunque sea por tierra, de darse un baño en las aguas con las que se encuentran y de charlar en catalán en medio de un bosque acerca de sus sueños. La radicalidad de este filme descansa en la suposición de conocimiento de una historia –que, dicho sea de paso, es elevada a fiesta popular en la tierra natal de Serra en la que se corea la canción, que toca Pau Casals con su violonchelo, que le da nombre al filme–, pero para poner énfasis en el proceso más que en los acontecimientos. El mismo cineasta explica la confusión provocada en Asia ante la exhibición de este filme, sugiriendo que el imaginario del público no contaba con los elementos bíblicos imprescindibles para percibir la profundidad de su operación.

De este modo, Serra se hace del cine no para traducir fílmicamente una descripción literaria, sino para mostrar la potencia significativa de aquel gesto que no puede ser reducido a palabras, ni aún a la palabra mítica. Los gestos del Rey Sol cuando ríe, sufre o se enfada mientras la muerte toca su puerta; los gestos de Sancho cuando escucha y mira, o viste y alimenta al Quijote mientras recorren prados desolados de aventuras; los gestos de Casanova cuando caga, come fruta en abundancia o seduce a cualquiera mientras que la oscuridad va cubriendo lo que lo rodea. Cada uno de los gestos, por sutiles que sean, dan cuenta de una duración que afecta la relación entre las cosas que están dispuestas en escena. Y es que el cine es el único arte que, como acostumbra a decir el propio Serra, permite documentar la erosión del tiempo al producir, primero, una temporalidad distinta del tiempo de quien ve el filme y, segundo, al combinar dos operaciones. La primera es el abandono de cuerpos heterogéneos frente a una cámara que los registra en presente y, en el caso de los filmes de Serra, sin las constricciones características de un guion previamente determinado. Y, la segunda, es el anudamiento por medio del montaje de los fragmentos registrados a tres cámaras para no sólo reforzar la expresividad que ya portan, sino que refrendar un estilo que, recién ahí, los intenciona.

Recogiendo la estela que dejara Foucault cuando advertía que en su obra antes que hacer historia desde el presente persigue hacer una historia del presente, Serra comprende que el cine consiste en la creación de un conjunto de “imágenes de ahora”. Que sean imágenes de ahora quiere decir que, más que servir para resignificar los eventos pretéritos que son referidos en sus filmes, ellas mismas producen una modificación en la percepción de lo que es presentado. De hecho, en varias oportunidades Serra ha acusado a la historia del cine de establecer una relación fetichista y, por ende, estéril con el pasado. Ante lo cual opone una relación compleja que se sintetiza formalmente en lo que se ha llamado efecto de abandono: dispone cuerpos embetunados de otra época que se mueven como si estuvieran arrojados, sin un paradero identificable, por delante física y psicológicamente de cualquier acción orientada a fines. Cuerpos que pululan lentamente frente a una cámara escrutadora de la que, en tanto espectadores, somos cómplices a la espera de que suceda algo entre ellos. Se podría decir que este efecto resulta de lo que algunos han denominado “método Andergraun”, esto es, un modo de hacer filmes que rompe sistemáticamente con la tipicidad de las formas cinematográficas. Lo que, de nuevo, da cuenta del intento de Serra de recrear un punto medio entre conservación y destrucción, ahora en la propia configuración de la historia del cine. Esta suerte de autorreflexividad de su obra se expresa, por ejemplo, cuando establece una relación entre sus filmes al repetir casi los mismos cuerpos aficionados en ellos, cuando sostiene un epistolario fílmico con el cineasta Lisandro Alonso, o cuando elabora por sí mismo o por cuenta de terceros making-of de sus filmes que sirven de clave de lectura de los próximos (Waiting for Sancho, 2008, Mark Peranson).

La posibilidad de romper con la tipicidad es modulada fílmicamente en dos niveles que ya han sido anticipados. Primero, presentando algún momento de tensión que estaría antes de esa gran historia compuesta por acontecimientos que aspiran a petrificarse. Y, segundo, mostrando la gestualidad significativa de cuerpos cuyos movimientos no son dictados más que por una mundana espontaneidad. Con ello, Serra interroga las formas en las que nos relacionamos, por ejemplo, con la intimidad (Libertè), la muerte (La mort de Louis XIV) o el patriotismo (Crespià), forzándonos a pensar, ver o sentir de otro modo: sus filmes remueven los hábitos perceptivos que se corresponden con ciertos límites cuyo establecimiento parece haber sido ocultado por la mano derecha de la historia que se fija en piedra. En ese sentido, la filmografía de Serra pretende disolver al individuo en una experimentación colectiva que es condición de posibilidad para la circulación del deseo, la toma de consciencia de la finitud o el despliegue de la fiesta popular. Y es que estas tres instancias vitales contienen una potencia igualitaria que, sin embargo, da lugar a experiencias procesadas en singular. Cuestión que es particularmente tratada en su último filme, Libertè, en el que, como ya se ha sugerido, se nos presenta una serie de sketchs de significación sexual que incluyen golpes, latigazos, orina, provenientes de cuerpos que son completamente disímiles: hay gordos y flacos, peludos y pelados, con y sin brazos, de tez blanca y morena, con o sin lunares, con penes largos o pequeños, con pezones prominentes o minúsculos, de sirvientes y de amos, pero que comparten la actitud de ofrecer sin miramientos lo que la situación les pida.

Del mismo modo en que Casanova no discrimina ni emite juicio respecto de las personas con las que experimenta sexualmente, las libertinas y los libertinos se disponen a consagrarse por entero a lo que la propia vivencia dicta, unidos sólo por el placer que se genera cada vez que sus cuerpos se encuentran. Así, la individualidad cede en favor de la arbitrariedad del deseo que aparece ahí donde se entabla una relación que está fundada en lo que se entrega antes de lo que se recibe. Cuestión que impide que la reflexión sea formulada en el lenguaje de los derechos liberales para dar lugar a una experiencia sensorial que no admite ser codificada. Todo lo cual es posible gracias a la oscuridad de la noche que, según el mismo Serra, suspende el principio de progresión al que se sujetan los días: una noche acaba y la siguiente empieza desde cero, nos dice. Algo similar nos ocurre en tanto que espectadoras o espectadores, pues ingresar a la sala oscura nos permite atestiguar de las más cruentas escenas con la impunidad de lo que se califica como ficcional. En ese sentido, Serra afirma que efectúa sobre quien ve el filme una suerte de crimen al que puede resistirse sólo abandonando la sala. 

Al igual que lo hiciera Michael Haneke con Funny Games (1997/2007), Serra nos propone juegos cuya meta consiste en llegar hasta el final de los filmes. Pero si soportar el visionado de Funny Games nos obliga a preguntarnos por la violencia desatada que acostumbramos a ver, con Libertè se nos fuerza a medirnos con el deseo contenido que evitamos ver. En otras palabras, nos muestra que vivimos administrando el deseo conforme a ciertas reglas que generan falsas expectativas que nos condenan a habitar permanentemente en el fracaso. Así, mientras avanza el filme, vamos ocupando el lugar de aquellos personajes que vemos que observan las interacciones entre esos cuerpos desnudos, liberados de sus vestidos de época, que no están subordinados ni a fines reproductivos ni a la lógica del amor romántico, y que siempre les devuelven la mirada. Es por ello que el título del filme nada tiene que ver con aquella formulación del derecho con la que hizo gárgaras la revolución dieciochesca, sino a la posibilidad de participar de un orden de lo sensible, experimentando colectivamente sobre todo con lo que nos incomoda.

Dicho en breve, lo que pone sobre la mesa la filmografía de Serra, y que en Libertè lleva al extremo, es la posibilidad de expandir los límites físicos e ideales de lo que somos, pensamos y sentimos, exponiendo momentos de tensión entre la racionalidad de la historia y la irracionalidad de la carne. Lo que, en algún sentido, le exige desmarcarse de la ingenuidad que alimenta la entretención para situar la mirada en aburridos detalles que sitúa en el contexto del caso base de una relación, esto es, la relación de a dos. Sólo cuando Sancho y el Quijote se tienden en el pasto, comen frutos secos al borde del río y acarician a sus animales, se puede experimentar el valor de una relación de lealtad que no persigue más que la compañía incondicionada de quien cuida al otro a su modo. Y es que por más que la obra de Serra esté compuesta también por piezas de teatro, instalaciones o performance, no existe lugar más idóneo que el cine para experimentar el arte de aquellas sensaciones que están antes de la historia.

 

Ivana Peric