La Mirada de los Comunes: Lo que, en nombre de la libertad, no queremos ver

Libre nos muestra que existe algo fundamental que las series comparten con el derecho: ambos son productos de actividades humanas que se desempeñan en el lenguaje. Para decirlo en breve, en una de sus dimensiones más relevantes, los procesos penales son productores de historias y, en ese sentido, hacen uso de operaciones literarias. Ahora bien, yendo un paso más allá, lo que explica que Libre sea precisamente una serie antes que un libro o un reportaje periodístico es que revela los mecanismos por medio de los cuales se producen las narraciones en juicio, adoptando ella misma la forma de una serie documental-testimonial. Con ello nos muestra que la realidad con la que nos embetunamos, tanto en un juicio como en un documental, no es algo dado, externo, fijo tal que la podamos conocer con independencia del modo en el que es presentada.

Hay, ya desde su título, cierta osadía en la serie Libre que está transmitiendo, todos los jueves desde el pasado 12 de agosto, Televisión Nacional: toma en préstamo la palabra madre, intocable, sagrada de cualquier comprensión liberal-civilizatoria del mundo para –con algo de ironía– poner a prueba su desempeño en zonas fronterizas que, contrario a lo que nos gustaría pensar, son todo menos excepcionales. Ahí se halla una primera muestra de su originalidad: la serie no es una denuncia de las condiciones de “vida” al interior de las cárceles en Chile; tampoco es una crítica al modo en el que se juzga en el contexto del sistema penal chileno; y, menos es una explicación de la excesiva violencia que se despliega en los barrios más marginales del país. Esta serie es una interrogación de aquel no-lugar al que se relega a quien deja (o puede optar a dejar) la cárcel. Libre lo hace fragmentariamente, es decir, seleccionando ocho casos que se distribuyen uno por capítulo, que tienen lugar en diferentes regiones a lo largo del país, y que cubren las modalidades admitidas en el arco que va desde quien encontrándose en prisión preventiva se declara su inocencia, hasta quien ha cumplido una porción importante de su condena pudiendo acceder a la libertad condicional.

No es antojadizo que este uso de la palabra “libre” como no-lugar se despliegue en la forma de una serie antes que en la de un libro o en la de un reportaje periodístico, cuestión que, sin embargo, no se explica asépticamente por el estado del arte en el que el formato de la serie parece gobernar. Aquel estado ha sido puesto en cuestión por voces disidentes alineadas bajo la consigna de que las series implican un retroceso en el lenguaje audiovisual, al hacer uso de narrativas conservadoras que se sostienen casi exclusivamente en diálogos cuya única función es informar. La objeción profunda es que la construcción del relato serial se juega fundamentalmente en el uso de la palabra en vez de la potencia de las imágenes, enfocándose más en lo que los personajes dicen antes que en cómo las palabras que dicen los afectan en su relación con las cosas. Según esta posición las series eliminarían la complejidad narrativa-audiovisual con la que hasta ahora había experimentado el cine en abierta polémica con la novela, volviendo a someterse a la lógica secuencial de la causa y el efecto en la que todas las acciones son funcionales a una trama. A pesar de ello, no hay que descartar que sea posible utilizar críticamente dichas limitaciones del formato de la serie para comprender cómo operan nuestras prácticas más anquilosadas que es, precisamente, lo que hace Libre en relación con la práctica del castigo de privación de libertad y sus efectos sensibles tras la aparente liberación.

En ese sentido, Libre nos muestra que existe algo fundamental que las series comparten con el derecho: ambos son productos de actividades humanas que se desempeñan en el lenguaje. En el caso del derecho, dicho simple y rápidamente, lo anterior se manifiesta de manera ejemplar en que el material con el que trabajan los jueces y las juezas son textos que expresan normas y, como las normas son formuladas en palabras, todas ellas son resultado de un acto de lenguaje. Segundo, lo que hacen los jueces y las juezas al resolver un conflicto no es más que interpretar aquellos textos para formular la norma que es aplicable al caso que tiene enfrente. Y, por último, el caso que tienen enfrente es, a la vez, el resultado de una operación que no es muy distinta a la operación que utilizan las y los novelistas: sobre todo en sede penal, como se presenta en todos los capítulos de la serie, los jueces y las juezas seleccionan hechos a los que dan sentido insertándolos en una narrativa mayor que configura “el caso”, cuyo acaecimiento es condición de aplicación de una pena.

Para decirlo en breve, en una de sus dimensiones más relevantes, los procesos penales son productores de historias y, en ese sentido, hacen uso de operaciones literarias. Por ello no es de extrañar que el cine haya recurrido tantas veces a los procesos penales, ya sea tratándolos como material en bruto de una película o una serie, ya sea mostrándolos como uno de los muchos intentos de darle forma a una realidad que es siempre compleja. El director de la serie ha confesado que no tuvieron que escudriñar demasiado en los testimonios para encontrar elementos dramáticos que, en muchos casos, bordeaban el cliché. Por ejemplo, en el capítulo 5 el comerciante –preventivamente encarcelado por matar a un hombre mientras decía que se estaba defendiendo de un saqueo a su tienda– cuenta que en su primera noche de reclusión escucha de uno de los hombres que estaba en la celda de enfrente que es el asesino de su padre. Así, el lugar común de que “la realidad supera a la ficción” no es más que una expresión que revela lo que pretende ocultar: que frente a la imposibilidad de experimentar directamente los hechos (que se hallan siempre en el pasado), lo único que nos queda es producir alguna narración que le dé sentido en tanto que hechos. Este modo de conocer es, justamente, lo que comparte el discurso judicial con cualquier otro que pretenda trabajar con hechos, que es típicamente el configurado por quien escribe tanto “literatura realista” como historia.

Ahora bien, yendo un paso más allá, lo que explica que Libre sea precisamente una serie antes que un libro o un reportaje periodístico es que revela los mecanismos por medio de los cuales se producen las narraciones en juicio, adoptando ella misma la forma de una serie documental-testimonial. Con ello nos muestra que la realidad con la que nos embetunamos, tanto en un juicio como en un documental, no es algo dado, externo, fijo tal que la podamos conocer con independencia del modo en el que es presentada. Uno de los fragmentos de la serie en lo que esto se trata explícitamente es aquel que protagoniza el defensor público de Jesenia, mujer a cuyo caso se dedica el capítulo 2, que es una joven que mata a su pareja alegando que actuó en defensa de un maltrato sistemático en su contra. La escena en la que éste dice “…tenemos que lograr que el tribunal vea nuestra película, no el corto que le quiere mostrar el fiscal” muestra que como defensor público no hace algo demasiado diferente a lo que hace el propio director de la serie en cada uno de sus capítulos. Lo que permite sostener que en los procesos penales nos enfrentamos a la misma tensión entre realidad y ficción que en el cine, aunque con la diferencia que en el primero hay un compromiso ordenador más evidente con la noción de verdad que es expresado, entre otras, en la existencia de reglas o estándares probatorios.

Con todo, esta suerte de serie testimonial hace uso de la narrativa procesal penal para enfatizar en los efectos que produce una vez que cesa la privación de libertad. De este modo, la serie se centra en presentar aquel no-lugar al que son relegadas las personas que fueron condenadas a habitar la cárcel tras el acto que ordena su salida. Esta decisión se expresa, primero, en la distancia que asume la cámara en los pasajes dedicados a relatar el delito, al mostrar los lugares literalmente desde arriba, esto es, desde una perspectiva casi imposible de adoptar para el ojo humano. Un punto de vista aparentemente objetivo que es, empero, tensionado por los testimonios que hacen hablar no solo a las locaciones vistas desde lo alto, sino que a los materiales de archivo que se suceden frente a la cámara. Lo cual viene a reforzar la idea según la cual los hechos son presentados en la voz de las y los personajes que desbordan la escena, haciéndolos carne en sus expresiones y sus gestos y, entonces, trayéndolos al presente como resultado de la interpretación de alguien. Y, segundo, dicha decisión se exhibe sobre todo en los finales de los capítulos que hacen que esta serie se distinga radicalmente del modelo hollywoodense: incluso en el dedicado al caso del lonko Alberto que, desde el punto de vista narrativo, se asemeja a un happy ending, su final está lejos de ser esperanzador o, peor, aleccionador. Casi todos los capítulos terminan abruptamente, perdiéndole la pista a la o al protagonista en libertad, ya sea porque se fugó, cayó nuevamente preso o presa o simplemente se presume que dejó de interesarse en seguir narrando su historia. O bien, en aquellos casos en los que se sustituye la medida cautelar por arresto domiciliario, el capítulo se termina en una suerte de suspensión sin suspense. Este término abrupto del relato, sin moraleja alguna, se corresponde con la noción de “no-lugar”, atreviéndose a develar aquello ante lo cual el proceso penal es ciego.

En su célebre, y tantas veces citado, Vigilar y castigar, el funado Foucault repara en que el término del espectáculo punitivo -en donde la aplicación de la pena era concebida como una ceremonia cuyo objeto era mostrar al público el cuerpo del delincuente soportando el suplicio- trajo consigo un modo de administrar el castigo en el que se “aplica la ley menos a un cuerpo real, capaz de dolor, que a un sujeto jurídico, poseedor, entre otros derechos, del de existir. La guillotina debía tener la abstracción de la propia ley”. En esa línea, Libre muestra cómo la narrativa del proceso penal actúa abstrayéndose de la condición de cuerpo real, viviente, de quien es juzgado o juzgada, pero ya no sólo en el contexto de su juzgamiento y la administración de su castigo, sino, aún peor, en el contexto de una declaración de libertad que parece llevársela en acto el viento. Así, la serie se explica en la necesidad de volver a mostrar a esos cuerpos padecientes para develar la farsa que esconde su liberación. Dicho de otro modo, en la serie se visibiliza al condenado y a la condenada que el sistema pretende olvidar ocultándolos forzadamente en prisión, y se les da voz para exhibir los efectos de la administración de dicho castigo y de la subsecuente liberación que se revelan, así, como dos caras de la misma moneda.

Teniendo en vista lo anterior, la potencia de esta serie se halla en la relación que tiene el último capítulo, el dedicado al caso de Luis Carrasco –condenado por violar y degollar a una joven estudiante de un liceo porteño–, con el resto de la serie. Hasta este punto se ha sostenido que Libre le da voz, hace hablar a los y las olvidadas de siempre, identificando ahí una primera subversión: en todos los capítulos la voz de las presas y de los presos, por primera vez, no es sustituida por la abstracción con la que opera el tribunal, salvo en el último de ellos. Ahí Luis Carrasco no aparece nunca dando su testimonio, es decir, los hechos no son nunca relatados en primera persona. Las únicas veces que lo vemos en pantalla es sobre un escenario ubicado al interior del recinto penal y, además, asumen el aspecto de registros de eventos acontecidos varios años atrás.

Con esta operación, Libre nos muestra el sesgo que significa rehabilitar la distinción tajante entre realidad y ficción cuando relegamos a Luis Carrasco al catálogo de esos monstruos que solo existirían en las películas de terror, esos que aparecen ante las cámaras actuando como si no fueran ellos mismos. En efecto, el cuerpo de Carrasco aparece solamente en pequeños cortos dentro de la serie, que son fragmentos de sus stands up en la cárcel o de su participación en obras de radioteatro transmitidas también desde el recinto penitenciario. De este modo, la serie llama finalmente nuestra atención ya no solo en la ironía de la declaración de libertad en el contexto de nuestro proceso penal, sino en el modo en el que se anula el derecho a existir del condenado o condenada, pero por la vía de cubrir con un manto de indecibilidad al sufrimiento de quien padece esta condición. Este gesto, que es resultado de una variación sutil pero potente respecto de la estructura de los demás capítulos, es lo que, al fin de cuentas, hace que tenga sentido que esta lectura de la realidad de las presas y de los presos en el país sea desplegada en el formato de una serie, pues es en el lenguaje audiovisual en el que se puede mostrar aquello que no puede ser simplemente dicho y, menos, por un tribunal.