120 latidos por minuto (2): Amor y colectivo

120 latidos por minuto retrata un momento de la historia de la organización Act Up-París (AIDS Coalition to Unleash Power) a principios de los años 90. En plena era Miterrand, el colectivo que tiene su origen en el Nueva York de Reagan (y hago este alcance porque ambas administraciones han sido señaladas por su desidia frente al tema), se conformó con la necesidad de visibilizar los efectos devastadores de la pandemia del SIDA y el manto de silencio, desconocimiento y discriminación que sufrían las personas VIH positivas, al mismo tiempo que luchaba porque los Estados tomaran acciones concretas en la cura y tratamiento de la enfermedad.

El filme de Robin Campillo pareciera organizarse a partir de dos movimientos: describir las acciones de la organización y narrar la historia de amor y lucha contra el SIDA de su personaje principal, intentando en este ejercicio entretejer historias colectivas y personales. Por una parte, da cuenta del carácter asambleario de Act Up a través del registro de debates que se desarrollaron en sus reuniones, y las acciones que ejecutaron en la calle y contra las farmacéuticas que impulsaban la investigación de tratamientos contra el VIH en la época. De otro lado, toma una fibra más íntima retratando a uno de sus militantes, Sean Dalmazo (Nahuel Pérez Biscayart), quien encarna el activismo mientras lucha agitadamente contra su propio tiempo en contra: es seropositivo y en el transcurso del filme va enfermando, va viviendo la caída paulatina del recuento de sus linfocitos T4.

Imágenes de células se entrecruzan, traslucen entre música, marchas y encuentros sexuales. La vida se despliega y resiste mientras compañeros de lucha mueren esperando tratamientos eficaces y resultados de las últimas investigaciones, mientras el Estado y la industria biomédica tratan con indolencia la falta de tiempo de los protagonistas. 120 latidos por minuto peca de abarcar muchos aspectos en una necesidad ansiosa de mostrar los variados escollos contra los que Act Up se enfrentó: la indolencia, el desconocimiento y el rechazo tanto fuera como dentro de la comunidad LGTBI. El filme no logra articular un ritmo continuo. Alterna largas escenas de discusión en asamblea con bailes de club gay y manifestaciones e intervenciones políticas que estremecen cada cierto tiempo la pantalla. A ratos pareciera que la película corre contra reloj, tal como la vida de sus personajes, en otros momentos toma un tranco tan lento como la conciliación de posiciones divergentes para la acción política conjunta.

En términos estéticos, 120 latidos por minuto no parece estar situada en los años 90. Su ambientación podría ser perfectamente actual, salvo por algunas imágenes de archivo del Act Up original que irrumpen recordando -todavía más- que la historia que se cuenta es cierta, pero sin continuidad ni como un recurso permanente. No hay en el relato un encuadre preciso de las diferencias que pueden observarse con la situación del SIDA hoy en día, sino que más bien se intuyen, y en esto el espectador queda echado un tanto a su suerte. Esto es también una de las deficiencias del filme, que en su ímpetu por mostrarlo todo, diluye las razones de por qué era importante situar la historia en el momento histórico que decide abarcar. No es un reclamo por trazar una genealogía de Act Up-París, sino que más bien un llamado a ordenar la toma de decisiones narrativas y estéticas.

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Una de las cuestiones más interesantes del filme es la opción por salir de posiciones victimizantes sin evitar el dramatismo de la temática. Esto se ve particularmente reflejado en la relación que establecen Sean y Nathan (Arnaud Valois): entre ser compañeros de activismo y amantes logran desarrollar un vínculo que les permite acompañarse en el tiempo de vida que les queda juntos. Su historia se narra a partir del shock que significó conocer los primeros casos mortales de SIDA entre homosexuales, el contagio y el miedo a conectarse amorosa y sexualmente con otros, cuando el temor no solo estaba cruzado por la visibilidad de ser homosexual, sino que también por la posibilidad cierta de infectarse de un virus mortal que, para entonces, se vivía bajo la amenaza de aún mayor segregación y destino mortal.

La historia de amor entre ambos personajes resulta conmovedora y potente. Mezcla lo personal y lo colectivo a través de aspectos que son particularmente rescatables en tiempos de fragmentación social, pues a diferencia del estigma de la promiscuidad que ha recaído sobre las personas que vivencon VIH y la comunidad homosexual, realza la decisión de acompañarse entre una persona seropositiva y un “seronegativo”, sin tampoco establecer con ello un contrato fijo, sino que más bien habla de la decisión de “atarse” a la contingencia, al despliegue “aquí y ahora” de los personajes y lo que les resta de vida. Amarse era parte de la militancia, acompañarse en la enfermedad y la muerte era una manera de aferrarse a la vida, sin que con la muerte terminara el amor ni la lucha. La muerte está entendida como parte y desenlace del contexto en el que los personajes se encuentran. Los actos sexuales son explícitos en forma y fondo: los diálogos y acciones que los animan mezclan intimidad mientras marcan el límite y la necesidad del condón, la amenaza de los fluidos corporales. Incorporan el preservativo a la vez que lo señalan como una barrera perentoria. El sexo es compenetración y evocación de historias de contagio, es responsabilidad compartida por infectar y dejarse infectar. Llama a no cerrar los ojos frente a un virus que se cuela en lo más profundo de las sensaciones y el cuerpo, entre el amor de a dos y las luchas compartidas.

En términos políticos el filme no toma atajos. En las discusiones que se observan en las asambleas y en el tipo de intervenciones que Act Up realiza, pone de manifiesto el carácter contestatario y frontal de la organización que agrupaba y visibilizaba a todas las personas que vivían con el virus de VIH: gays, lesbianas, prostitutas, adictos y presos. Los parias, los estigmatizados, y también aquellos que se contagiaron por la desidia de la salud pública francesa, como es el caso de pacientes hemofílicos que se infectaron a través de sangre contaminada entregada por los servicios de medicina estatal. Se pregunta por el estatuto moral de demandar que los responsables de esta última acción sean encarcelados cuando se sabe que las prisiones son reductos de enfermos de SIDA olvidados. Evidencia los atolladeros propios de las organizaciones asamblearias, la divergencia de opiniones, las discriminaciones y disputas de poder entre sus miembros.

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En tiempos en que el VIH en Chile se dispara y circula la falsa creencia de que es un virus bajo control dado el avance de los tratamientos médicos, 120 latidos por minuto funciona también como un recordatorio de la deuda y urgencia en educación y salud pública. No es posible quitarle ese valor cuando la problemática que aborda es tan urgente y dramática. El filme es necesario en la actualidad no porque se ofrezca como un material informativo o educativo, sino porque retrata a través de una historia de activismo y amor que los derroteros para la lucha contra el VIH no son solo médicos ni estrictamente políticos, comportan también una ética que puede interrogar la manera en que establecemos relaciones íntimas, dando cuenta de una cuestión que a esta altura ya debiera ser sabida: la fragmentación social y la pérdida de horizontes compartidos tiene también un componente biopolítico que se traduce en enfermedades que segregan, fragmentan y disparan el miedo y la sospecha entre nosotros mismos. Todo eso además de, por cierto, tener la capacidad de quitarnos la vida.

 

Nota comentarista: 7/10

Título original: 120 battements par minute. Dirección: Robin Campillo. Guión: Robin Campillo, Philippe Mangeot. Fotografía: Jeanne Lapoirie. Reparto: Nahuel Pérez Biscayart, Adèle Haenel, Yves Heck, Arnaud Valois, Emanuel Ménard, Antoine Reinartz, François Rabette. País: Francia. Año: 2017. Duración: 143 min.