Belfast: El pasado es cine

Y por eso también Belfast puede, paradójicamente, ser más cine que vida, y en esta película eso está bien, no hay problema ya que todo es verdadero. Qué podría ser mentira en Belfast.  

Buddy (Jude Hill) es un niño que con sus 9 años habita la capital de Irlanda del norte, Belfast, manteniéndose como es propio a su edad, en perpetuo movimiento. Comparte el hogar con un hermano ya adolescente, su madre (Caitriona Balfe), una figura fuerte que ha corrido con buena parte de la crianza de ambos, y el padre (Jamie Dornan) siempre presente, a pesar de estar situado en un entrar y salir de escena, ya que trabaja gran parte del tiempo como ensamblador en faenas de construcción en Londres. Los dos abuelos paternos completan el cuadro principal en un sentido afectuoso, entrañable, siendo amigos de un niño que los ve y escucha todo el tiempo. Las calles, afuera, representan una especie de patio extendido, ya que tanto a Buddy como a los otros niños, todos los conocen desde antes de nacer, en igual medida en que todos se conocen desde niños. Esta Belfast de los 60 imaginada por Kenneth Branagh es una ciudad convulsionada por la violencia entre protestantes que simpatizan, o al menos se resignan a la presencia inglesa, y católicos republicanos, en minoría, que se resisten a esa vieja realidad. Los primeros simplemente quieren expulsar a los segundos de un espacio público que resulta a la vez abstracto en su puesta en escena, en cuanto a que está construido a escala humana, vecinal, y a la vez simboliza un horizonte cívico que abarca desde algunas calles y pantallas de televisión a la ciudad completa, y por extensión, al confín del mundo conocido. Más allá solo pareciera estar el presente (nuestro mundo presente en colores). Hay guerra civil, todos se conocen y a veces la cámara los envuelve, va con ellos, los muestra muy cerca o complementados por anónimos y seguramente conocidos vecinos de fondo, laterales a la acción, desde arriba o desde abajo. A un plano fijo fotografiado oblicuamente al interior del hogar, lo sigue un movedizo travelling que cruza la esquina del barrio. Belfast todo el tiempo nos indica descaradamente que esto es cine y al mismo tiempo nos dice, no a gritos, sino con ese tono de voz de una conversación de sobremesa, que estas cosas suceden allá afuera. A pesar de lo pensado de los encuadres, no hay secretos en Belfast.    

En los filmes-ciudad, sea cual sea su temática, se puede rastrear hasta qué punto el nombre de dichas ciudades y el aura que provoca se mantienen como evocación de algo más pequeño y local: la acera, el murallón, una luz de neón, el barrio, y cómo desde este escenario se ejerce tensión con ese monstruo mucho más abstracto llamado ciudad. En algunos casos, como Amores perros, las vidas parecen tan espectaculares, en su tragedia, como lo macroscópico del escenario visual y simbólico del DF mexicano. Todo allí es macroscópico. Otras películas como Roma, en cambio, son una historia de personajes que no comprenden, no pueden hacerlo, que están en el pasado, sometidos a lo rotundo de un destino trazado. Y la ciudad y el barrio de Roma solo subyacen para recordarnos a los espectadores esa especie de paradoja. No pueden escapar ni de esos muros y calles residenciales (dicho sea, no lo buscan ni parecen desearlo) mientras que en Belfast todo está hecho para irse, no solo geográfica sino también temporalmente en un dialogo entre creador y personaje autobiográfico, pasado y presente, del que hablaré más adelante, y por ende vivir es rebelarse pero también una fuga. Roma sienta las bases de su propio realismo social, Belfast constituye su propia historia oficial de Irlanda del norte, o mejor dicho, de los irlandeses del norte. 

En los créditos iniciales, Kenneth Branagh nos muestra una secuencia de panorámicas contemporáneas de la ciudad, del puerto, de las hileras de hogares, ríos y galpones industriales, en imágenes a color, con un realismo de postal a escala monumental. Uno se pregunta inmediatamente cómo el cineasta nos llevará de la mano al blanco y negro anunciado y lo que va a suceder cuando la cámara se eleve desde un mural para mostrarnos lo que hay del otro lado. No será un cambio solo de filtro, sino de estética completa; pasamos del documento genérico sobre un pueblo al sueño genérico de todo un pueblo. Cada plano de ahí en más será cuidado y pensado hasta el cansancio, y sin embargo, en su condición de sentido homenaje al cine y a la vida en partes iguales, el lenguaje de Branagh no va a resultar ni empalagoso ni artificial. ¿Por qué? esa es la pregunta de Belfast, porque los materiales en los que transita no son demasiado originales, está presente lo que se espera esté para un filme nostálgico, nacional, y entendido desde el punto de vista de un niño: ser irlandés es irse, la mitad se va, la otra mitad se queda para ponerse sentimental…por eso hay tabernas en todas partes, le responde una mujer a Ma cuando esta da cuenta de sus miedos de abandonar, tal vez para siempre, su amada ciudad natal. El modo de manejar a una mujer es amándola, le dice, cantando y bailando dulcemente Pop (Ciaran Hinds) el abuelo a Buddy, dándole una breve lección de vida. Belfast es un filme de presentaciones lógicas, correctas, y emotivas.

¿Qué ha hecho Kenneth Branagh para que todo esto emocione, sea honesto y querible? Puede que sea el orden de los elementos, la disposición de escena tras escena, y en cada una de ellas, algunas más o menos felices en esto, un equilibrio secreto entre sueño e historia, entre encuadre singular e interpretación sentida, sencilla, entre cine contemporáneo y clásico, porque he ahí una clave de Belfast: lo viejo y lo nuevo, lo sencillo y lo sofisticado, en síntesis, lo posmoderno y la certeza que, tal como decía un memorable personaje de la cinta de Clint Eastwood, Cartas de Iwo Jima: los valores personales y los valores de su país ¿no son los mismos? El filme se aleja de cualquier distancia de superioridad moral entre creador y sus personajes. No hay esa gelatinosa frontera difuminada entre comedia y drama o entre tomar en serio y burlarse, en un mismo movimiento, de los seres que allí habitan, y eso en tiempos como los nuestros puede resultar no tan común. En particular, en algo como Belfast que no rehúye de su condición de documento de orgullo nacional al servicio de las palabras que tengan que decir y decirse entre sí unos pocos (millones de testigos a la distancia, en realidad), ya que en Belfast no hay banderas, ni escudos patrios sino sentimientos compartidos, y doblemente arraigados en sus personajes gracias al mismo cine. Porque también, y ante todo, estos personajes son seres del cine. Y por eso el himno nacional es la música de Van Morrison.

Todo es minucioso en la composición visual de Belfast, y la visión del niño, alter ego de aquel que fue Kenneth Branagh, enfrenta al proyecto autoral de un adulto que regularmente no ha sido considerado nunca como tal en el mundo del cine. Si el homenaje al cine se lo entrega el director adulto al niño del recuerdo, es comprensible que la materia vivencial, lo latente del sentimiento de entender el pasado personal en términos cinematográficos, logre equilibrar artificio y memoria para que el contenido, muy sencillo pero preciso, no se torne superficial, vago, o disgregado, porque esta es una película básicamente concentrada, en el sentido de estar con la mente concentrada en algo. Y por eso también Belfast puede, paradójicamente, ser más cine que vida, y en esta película eso está bien, no hay problema ya que todo es verdadero. Qué podría ser mentira en Belfast.  

 

Título: Belfast. Dirección: Kenneth Branagh. Guión: Kenneth Branagh. Fotografía: Haris Zambarloukos. Reparto: Caitriona Balfe, Judi Dench, Jamie Dornan, Ciarán Hinds, Colin Morgan. País: Reino Unido, Irlanda del Norte, Estados Unidos. Año: 2021. Duración: 98 min.