De repente, el paraíso (2): Mudo estoicismo

En la misma medida, las decisiones de puesta en cámara tienden también a la contención. Como en sus filmes anteriores Suleiman procede sin demasiados énfasis visuales y registra las situaciones priorizando la cámara fija y las simetrías visuales, un equilibrio formal que fortalece la aparente desconexión emocional con la que el protagonista se enfrenta a cada una de las situaciones que la película enlaza.

Una década después de la estupenda El Tiempo que Queda (2009), el palestino Elia Suleiman realiza esta comedia visual en la que retrata sus hipotéticas vivencias durante un viaje a Francia y luego a Estados Unidos, buscando coproducción para su nuevo proyecto que podría ser este mismo filme.

Es una motivación tenue que sirve como pretexto para que el director, que se interpreta a sí mismo, organice su película como una sucesión de experiencias extrañas, tensas y a veces violentas con las que se topa en el deambular cotidiano por su país y también fuera de él: disputas en un bar, agresiones físicas callejeras, burocracias administrativas, ineficiencia policial y, en general, la sensación de un estado de agresividad latente que se ha desplazado desde la superestuctura política hasta la intimidad de la vida cotidiana.

El sitio que Suleiman elige para describir cada situación es el de la observación accidental y su respuesta ante ellas es una actitud impertérrita y un silencio que atraviesa casi toda la película (el personaje no emite más que dos o tres palabras en todo el metraje), una mirada perpleja que es también una posición ética disconforme e irónica.

En ese estoicismo mudo con que las observa -en parte por respeto, en parte también por el grado de absurdo con que se presentan- De Repente, El Paraíso, pareciera acercarse a la lógica física del cine mudo y establece un contrapunto -como en los filmes de Buster Keaton-, entre la irracionalidad de algunas de las situaciones y el relajo y parsimonia en la actitud contemplativa del director.

En la misma medida, las decisiones de puesta en cámara tienden también a la contención. Como en sus filmes anteriores Suleiman procede sin demasiados énfasis visuales y registra las situaciones priorizando la cámara fija y las simetrías visuales, un equilibrio formal que fortalece la aparente desconexión emocional con la que el protagonista se enfrenta a cada una de las situaciones que la película enlaza.

Esa distancia expresiva entre la dimensión corporal de su director/protagonista y los hechos que atestigua ciertamente contribuye a una suerte de objetivación de la mirada. Suleiman está inmerso, pero, a la vez, ajeno a las situaciones que describe y desconectado de cualquiera causalidad que lo vincule con ellas.

En esa operación el personaje se vuelve en gran medida un narrador omnisciente, una suerte de guía que oficia de testigo privilegiado de los aspectos mágicos y abyectos de la cultura contemporánea que la película presenta por azar y, por eso mismo, procede hacerlas extensibles al resto de la sociedad. En este sentido, no parece haber demasiadas diferencias en las situaciones que ocurren en Nazareth de aquellas que suceden en el impersonal y casi fantasmal Paris que celebra otro aniversario del 14 de julio, o de la enajenada efervescencia en las callejuelas de Nueva York.

En el corazón de cada una de estas experiencias existe una zona de tensión permanente que acerca cada episodio a la violencia, cuando menos como una posibilidad. Muchas de esas situaciones se mantienen en estado latente o definitivamente ocurren en off a partir de un montaje amplio y elíptico. La decisión de elipsar esta violencia posible o de sumergirla en un estado de normalización por la vía del humor o del absurdo -como ocurre en el cine de Chaplin y en los anteriores largometrajes de su autor-, no recubre en ningún caso la irracionalidad evidente de los hechos que narra

. Siguiendo a la ironía de su título original (It must be heaven), la aparente inexpresividad de Suleiman no es sinónimo de falta de perplejidad, del mismo modo en que la sobriedad y el equilibrio en la composición no implican ambigüedad ideológica, la narración distanciada no deviene en falta de ironía y el tono de comedia no aplaca el retrato feroz que la película construye sobre las relaciones entre oriente y occidente, relaciones que el realizador registra lucidamente no a partir de sus diferencias, sino más bien evidenciando sus irremediables similitudes

 

Título original: It Must Be Heaven. Dirección: Elia Suleiman. Guión: Elia Suleiman. Reparto: Elia Suleiman, Ali Suliman, Gael García Bernal, Grégoire Colin, François Girard, Alain Dahan. Fotografía: Sofian El Fani. Montaje: Véronique Lange. País: Francia, Alemania, Canadá, Turquía, Catar. Año: 2019. Duración: 97 min.