De repente, el paraíso: Un palestino en Nazaret, París y Nueva York

La paranoia ante la identidad se cuelga de tal manera en las imágenes de la película tan pronto como secuencias similares se suceden en la tríada de ciudades. La insistencia de situaciones relativas a la identidad, a los prejuicios y bajo la mirada que va marcando el director-protagonista termina de asociar en unilateralmente el mundo como una sucesiva repetición de lo mismo, solo cambia el lugar, que se torna finalmente clautrofóbico.

Objeto fílmico complejo, De repente, el paraíso parece estar diciendo muchas cosas que están ahí evidentes en la película sin por eso ser complicada. Tal vez se siente algo elusiva por venir desde tan lejos, Palestina, un lugar de implicancias políticas e históricas que asustan. También porque deja casi todo a manos de una narración elíptica, de anécdota episódica, centrada en un personaje único que más encima es el mismo director-guionista, pero casi sin diálogos, abandonada a la mirada de este señor y su deambular por tres ciudades de tres naciones. También porque es una comedia extraña, que en su aproximación segmentada, aunque ligada por un continuum (personaje y mirada), trae a la memoria a Tati y Keaton. Partamos por esto último el comentario de la película de Elia Suleiman.

La comparación con Keaton no avanza mucho ya que la impasividad del cómico mudo se aleja de la mirada impávida de Suleiman, quien igual deja transmitir con más transparencia (si se puede llegar a decir) mediante su gestualidad mínima. Por supuesto que en ayuda viene el tipo de puesta en escena adoptada por la película, pero la gestualidad del palestino no es neutra como la de Keaton (que a todo esto tampoco lo es, pero las situaciones a las que se somete el estadounidense llegaban a ser claramente antinaturales en el sentido de romper leyes gravitacionales, físicas, termodinámicas y de costumbres sociales manteniendo el rictus, desde cuyo fondo podemos capturar las emociones que deberían estar presentes si se tratara de un rostro expresivo). Suleiman por lo general está extrañado o asustado o sorprendido, y un par de veces enojado, pero el rostro pasmado se mantiene, como si se condensara el cuerpo, la cara y las emociones de Suleiman en un fotograma único, presionando para que no surjan esas impresiones, algo que, en definitiva, daría forma a un pozo negro donde se oculta la misantropía (tan propia de los cómicos).

Sobre la comparación con Tati, se puede decir se diferencia de Hulot ya que el personaje francés aparece dentro de la escena no como testigo sino como participante. Suleiman mantiene la distancia social (eso hace bastante sentido ahora en este filme pre-pandémico) y es depositario pasivo de lo que Hulot pronto podía adoptar activamente y así ser conductor del cortocircuito, para después, de ser el caso, salirse y observar. Por otro lado, Hulot podrá ser Tati pero es un “don nadie”, arquetipo hecho en un trazo y así inmediatamente reconocible, como por ejemplo, Chaplin y su vagabundo. En De repente, el paraíso se identifica personaje con el intérprete, claro que por su condición cuasi muda e impávida es tan opaco que no podemos encasillarlo en la sobreexposición y sobreidentificación de un Woody Allen. Tampoco he visto sus otras películas como para decir más.

En un momento, mediando la película, Suleiman se entrevista con un productor francés, este rechaza participar en la producción de su próximo film, sobre el conflicto palestino, si bien le parece que no es un proyecto “didáctico o exótico”, ya que no encuentra que la película sea “lo suficientemente Palestina”. Entonces, De repente, el paraíso se lanza como pase a la audiencia, para que salgamos jugando con una serie de preguntas sobre lo que estamos viendo, si es que ya no las veníamos haciendo. Acá se hace explícita la interrogación por la identidad, la extrañeza, la incomodidad, la vigilancia y la violencia, acaba resultando inescapable. Las viñetas de la película no solo son comentarios sobre semejanzas y diferencias, peculiaridades e idiosincrasias -en último nivel, abstracciones-, sobre Palestina, Francia y Estados Unidos, Occidente y Medio Oriente, ni la comedia humana en su conjunto global, sino que pensar en eso ya significa un proceso objetivante con todos sus pliegues, caminos sin salida y rutas de doble vía: clasificar, disponer, segregar, identificar siempre terminan por reducir y esencializar.

Como sabemos, el cine no es nada ajeno a todo eso, y en la película queda claro en su mismo dispositivo. La película hace una elección férrea por los planos simétricos (los que aman Kubrick o Wes Anderson), donde se dispone las locaciones y las cosas (objetos, personas, naturaleza, arquitectura) para ser captados con longitud horizontal, izquierda y derecha perfectamente divididos al centro, lo suficiente para hacer evidente qué hay de distinto en un lado y en el otro. A tal disposición se le suma el uso del contraplano para hacer una nueva división entre lo visto y el que mira. Al medio siempre está Suleiman, con su rostro que describimos arriba. De esta forma se complementan plano y contraplano como efecto de mirada extrañada, distanciada: la mirada de personaje acerca, hace foco en una situación; y la extensión de la imagen aleja, pone una separación que va a afectar a Suleiman y va a comprometer (dentro de ese distanciamiento, que podríamos calificar de distancia irónica) al espectador. De pronto la situación puede sugerir, evidenciar miedo (el metro), perplejidad (el vecino), deseo (las mujeres en la calle-pasarela parisina), amenaza (los hermanos en el bar), etc. 

Las situaciones desde un principio se colocan en un grado de intensidad que funden la abstracción formal de la imagen con el absurdo que se desprenden de las situaciones. París puede llegar a ser una serie de vistas monumentales vacías de gente, para que circulen perseguidos y perseguidores o marchen maquinarias de guerra en perpetua parada militar (por un lado entendemos que es 14 de Julio, por otro se ridiculiza un poderío militar francés bastante relativo si pensamos en sus incursiones militares luego de la Primera Guerra Mundial). Nueva York puede sorprender porque todos -incluso niños- llevan armas de gran calibre a todos lados (haciendo que uno se pregunte si no serán las armas las que cargan a las personas) o porque la policía persigue a una mujer disfrazada de ángel con el pecho pintado de la bandera palestina. Así como la sustracción opera en tanto abstracción y comicidad (como en ese París vacío), también el “hacer demasiado para tan poco” se impone como uno de los elementos estructurales. Por poner un ejemplo: la policía recurre a lentes largavistas para no encontrar delitos que se cometen ante sus narices en Nazaret, mientras que en el metro parisino disponen de un contingente muy superior para vigilar a una anciana cargada de bolsas, y para atrapar al ángel del Central Park debe recurrir a toda su rapidez para perseguir a quien se les acabará escapando de las manos.

La paranoia ante la identidad se cuelga de tal manera en las imágenes de la película tan pronto como secuencias similares se suceden en la tríada de ciudades, como las recién descritas. La insistencia de situaciones relativas a la identidad, a los prejuicios y bajo la mirada que va marcando el director-protagonista termina de asociar en unilateralmente el mundo como una sucesiva repetición de lo mismo, solo cambia el lugar, que se torna finalmente claustrofóbico. Si en principio parece que Suleiman deja su país para tomar algo de aire respecto a su entorno, en parte por la violencia y porque al interior se siente ajeno y bajo escrutinio, lo que encuentra en el extrajero es lo mismo, siendo él literalmente un extranjero, al que más encima le encuentran mayor o menor exotismo (el conductor de taxi neoyorkino, el productor francés). Finalmente parece que la identidad entendida negativamente también se aplica a la pretensión de la no-identificación, al querer ser “ciudadano del mundo”. En última instancia parece ser que interior y exterior están confundidos, algo que se percibe desde la imaginería de “no-lugar” que asume la película para retratar sus locaciones. Bien puede ser el patio de la casa, cuyo limonero es regado, podado y usufructuado por el vecino (Palestina como una no-nación o una nación en vías de desaparecer); los lugares turísticos de París vueltos precisamente fachada de publicidad viajera ahistórica; o el carnaval de Halloween puede colarse a una ponencia universitaria. En esta disolución identitaria, que a la vez busca reafirmar la identidad (aunque sea para identificarse con disfraz de animal) paranoicamente, termina por recaer en la mirada del director, ¿tan perdida, ridícula, temerosa y amenazante ve a la humanidad?

Al final parece que la última palabra (imagen) la tiene el conformarse con lo que hay. Con que el cielo puede estar en el club más cercano, una noche cualquiera, en disfrutar de la música distraídamente. Hacía falta salir para limar las neurosis, pero ¿quién dice que no volverán pronto, tal vez a la mañana siguiente, al despertar con resaca y recordar la noche pasada? ¿O al salir a la calle y encontrarse de nuevo con un otro que se podrá a mirar y hablar?

"Everyone is trying to get to the bar
The name of the bar, the bar is called Heaven
The band in Heaven, they play my favorite song
They play it once again, they play it all night long"

- Talking Heads, Heaven.

 

Título original: It Must Be Heaven. Dirección: Elia Suleiman. Guión: Elia Suleiman. Reparto: Elia Suleiman, Ali Suliman, Gael García Bernal, Grégoire Colin, François Girard, Alain Dahan. Fotografía: Sofian El Fani. Montaje: Véronique Lange. País: Francia, Alemania, Canadá, Turquía, Catar. Año: 2019. Duración: 97 min.