Detroit. Zona de conflicto: El dolor que no cesa

Durante las protestas por los derechos civiles que protagonizó parte de la población negra en las calles de Detroit durante el largo y caluroso julio de 1967, Larry Reed (Algee Smiths), cantante del grupo The Dramatics, se esconde junto a un amigo de la banda en el motel Algiers donde conocen a dos chicas blancas (Hannah Murray y Kaitlyn Dever). Ahí mismo, otro grupo de afroamericanos se mete con la policía liderados por Carl (Jason Mitchell), entregando la excusa perfecta para que un grupo de uniformados racistas desate el infierno en el pasillo del hostal.

Esta es una de las historias que cuenta Kathryn Bigelow en Detroit: Zona de Conflicto, película que nos lleva por el verano de fines de la década del 60 en la que las tensiones interraciales estallaron, poniendo en jaque todos los tibios atisbos de reconciliación. Basando su relato en hechos reales, incluso intercalando con sutileza imágenes de prensa de la época con la ficción, la directora retrata los episodios de revueltas que cobraron la vida de 23 personas apelando más a la emoción visceral que a un guion sólidamente estructurado, al juicio por sobre la reflexión y la indignación como boleto de entrada.

Dura, intensa y dueña una tensión que por momentos se vuelve insoportable, la realizadora busca enfadar y que te invadan las ganas de tomar una piedra y sumarte a las movilizaciones, o al menos gritarle a la pantalla. Y mediante una agobiante violencia física sin duda lo logra, aunque en el proceso sacrifique la complejidad psicológica de unos personajes presentados a penas con un par trazos, aunque estos bastan para sacarle la foto a cada uno de ellos y conseguir que sean convincentes.

De la misma forma que en En Tierra Hostil (The Hurt Locker, 2008) y La Noche Más Oscura (Zero Dark Thirty, 2012), Bigelow se las ingenia para arrojarnos al epicentro de la rebelión y que la vivamos como si estuviésemos ahí mismo gracias a una cámara en constante movimiento que nos trasmite el nerviosismo, angustia y adrenalina que sienten los protagonistas de este oscuro episodio de la historia estadounidense.

Sin embargo, a diferencia de las dos películas mencionadas, que son una especie de testimonio cinematográfico de la directora sobre las intromisiones bélicas en las que EE.UU. ha estado envuelto en el siglo XXI y a las que su calidad de espectadora presente le ha permitido insuflarles complejidades e iluminar sus partes más sombrías, Detroit carece de esa densidad narrativa y de conflicto moral que acostumbra. Y esto se puede deber a dos motivos, o mejor dicho una mezcla de ambos.

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Por una parte, la intención de la directora por confrontar a la sociedad con las monstruosidades que acaecían a mediados del 1900 parece haberle ganado a su mirada rigurosa y crítica, y por otra, tomar esas historias para convertirlas en un espejo de lo que aún sucede en el EE.UU. post Obama, como lo es el fortalecimiento de los supremacistas blancos en Charlottesville este 2017, la brutalidad policial en Charlotte o la masacre en la iglesia de Charleston en 2016 y 2015, respectivamente.

Volvamos un momento a la película. Otros personajes a los que se debe prestar atención son Dismukes (John Boyega) -un guardia de seguridad correcto, precavido y temeroso que presencia la violencia policial desde la vereda de enfrente sin realmente involucrarse- y los tres salvajes oficiales de Detroit, especialmente el que hace de líder: Krauss (Will Poulter), racista, bruto y, en últimas, cobarde.

El problema de presentar la causa de las agresiones hacia los ciudadanos negros como fruto de las mentes desequilibradas de personajes irredimibles y del todo malos es que anecdotiza y le resta responsabilidad a las décadas de abuso sistematizado, las que responden más a una cosmovisión de superioridad blanca que se remonta a los campos de algodón y la esclavitud del siglo XVIII. Se termina, así, caricaturizando una violencia y discriminación racial que es estructural a ciertos sectores del Estados Unidos de ayer y de hoy. Toda una contradicción entre lo que la obra pretende ser y lo que termina siendo.

Con todo, Detroit se enmarca en el grupo que conforman películas nada despreciables, cuyo valor está en poner a los espectadores en la piel de las víctimas de la opresión. Unas con el objetivo de remecer y concientizar, como Fruitvale Station (2013) de Ryan Coogler y Selma (2014) de Ava DuVernay. En tanto que la crítica más ácida y menos condescendiente queda relegada a obras de género o de menor presupuesto como Huye (Get out, 2016) de Jordan Peele o la comedia Dear White People (2014) de Justin Simien.

Pese a su exceso de discurso, es difícil no apreciar la existencia de esta nueva cinta de Bigelow en momentos en los que el racismo vuelve a tener una posición privilegiada en la agenda y los líderes del país estadounidense no parecen muy preocupados al respecto, permitiendo que la llama del odio se encienda ante la menor chispa. Al menos la directora tiene la suficiente destreza para manejar los hilos del cine y conseguir que el dolor que sufrieron los protagonistas no te abandone cuando se prendan las luces de la sala y dejes la butaca. Eso ya es algo.
Nota comentarista: 6/10

Título original: Detroit. Dirección: Kathryn Bigelow. Guión: Mark Boal. Música: James Newton Howard. Fotografía: Barry Ackroyd. Reparto: John Boyega,  Algee Smith,  Will Poulter,  Jack Reynor,  Ben O'Toole,  Hannah Murray, Anthony Mackie,  Jacob Latimore.