Jesús (1): El futuro se fue

Dime cuánto, dime cuánto, dime cuánto / Cuánto aguanta un niño / Dime cuánto / Cuánto aguanta un niño / Dime cuánto / Cuánto aguanta un niño / Mirarse / Mirarse al espejo / Mirarse / Ya está hecho de piedra / Insensible, olvidado, abandonado por mí mismo / Yo soy mi propia madre / Yo soy mi propio padre / Y me abuso de mi ignorancia / El egoísmo, brutalidad, ambición / Abandonado y rodeado de pensamientos / La culpa, la culpa, la culpa / Fue nuestra culpa.

"Cuánto aguanta un niño", Jorge González (El futuro se fue, 1994).

Las tres cartografías que componen las entregas más inspeccionadas de Fernando Guzzoni se robustecen sobre una base de crudeza y hostilidad. Son tres cuerpos que han sido azotados por torbellinos demoledores, que se constituyen de psiques fracturadas y que, si fueran un territorio geográfico, estarían definidos por ser paisajes inhóspitos y empantanados. Más que elaboraciones de desazón, son cautiverios que no se distancian de la turbulencia. La colorina Stella Díaz Varín vomitaba su rabia en la poesía y abrazaba el alcohol a modo de protesta. Alejandro, de Carne de perro (2012), habita una esfera furibunda en la que ni siquiera es capaz de enmudecer convulsiones y demonios en sus “intentos de perdón” silentes. Jesús, el niño Jesús -identidad homónima al título de su recién estrenada obra de 2016-, es el hijo, el amigo, el vecino, al que no le interesa la formación académica, sino que el ocio social mientras se inunda en su adolescencia. Que el sistema escolar sea invisible ante sus ojos también le brinda la oportunidad de no pensar en la imagen cálida de una madre recibiéndolo con un plato de comida luego de completar una jornada en la sala de clases, porque no hay madre. Ya es una grieta develándose y que quiebra también una ingenuidad. Son tres cuerpos que aunque parezcan apartados generacionalmente, no logran ajustarse y comprender un sinfín de códigos sistematizados. Son tres bastardos que no definen sus deslizamientos dentro de una estricta penumbra bohemia. Eso sí, la fuerza vomitiva en ese territorio la desbordaba la colorina Stella.

El furor y la violencia son movimientos que se incrustan en un hecho consumado, y la incidencia del crimen de Daniel Zamudio Vera resiente más allá del desenlace de la corporalidad inerte en Jesús, la última cinta. Aquí ya no hay antecedentes de cuan pura o vapuleada fue la existencia de la víctima, sino que se aglutinan los de sus victimarios. Es cuando Jesús paga por sus pecados y por los nuestros, que en su caso no son tantos por su breve vida. Ni siquiera comprende mucho de sí mismo. Más sabe de batallas de baile, del K-Pop, como los chicos de su edad que pululan por la Comi-Con en Las plantas (2015), de Roberto Doveris. Más sabe de evasiones, de consumo, de inconsistencia. Jesús se conjuga con los hijos de Harmony Korine, esos localizados en los márgenes de Kids (1995) y de Gummo (1997), y con los otros ángeles y demonios de Larry Clark de Another Day in Paradise (1998) y de Bully (2001). Todos juegan en patios cercanos, maltratados y que expelen cierto olor nauseabundo. Si en un patio circula un Daniel, en el otro deambula un Matthew Shepard.

El territorio, el patio en el que se acumula la basura, se encarga de “resguardar” a su manera a la juventud bastarda, de estampa ridícula y desdeñada, ante aquellos que de alguna forma han sabido blindarse o que aceptaron la subyugación para no terminar siendo apuntados. El patio es el centro de Santiago que se determina por la sobreinformación. Y los ojos sin experiencia por la escasa edad son los que le sacan mayor partido. Todavía se sienten los pálpitos de las tribus urbanas que se impusieron antes de 2010: esas que dentro de sus confusiones y ambigüedades recorrían el Eurocentro, los parques clave de la ciudad, y que enaltecieron a figuras de la música por su estética y el modelo de hilvanar la indefinición y los desajustes de la existencia en sus composiciones.

En Jesús, la figura de la paternidad se ubica en un espacio deslegitimado: si la madre no está, el padre debería asumir ambos papeles ante una esfera social. Incluso siendo acogidos por él, es sancionado por empujar involuntariamente al hijo hacia el estigma. Y se instala la dinámica de la agresión. En este mapa el símbolo adquiere predominancia: Jesús intenta ampararse en la omnipotencia para legalizarse, para quizás arrancar de su condición de lacerado. Aunque la traición no lo permite.

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La carne se amolda en el arrebato, en la utilización, en la vía hacia el exorcismo que no alcanza el objetivo de calificar la integridad. Es carne de la inconsciencia que vive oscilante. Esta carne sin saber de política, politiza la resonancia de los desgarros que persiguen un camuflaje. El carpe diem seduce e intenta no quedar confinado en el cotidiano. Si se hace referencia también hacia un plano de seducción, los registros de violencia no tan cercanos a un consumo compulsivo se instalan como una prueba de la “causa y el efecto”, como el ejercicio meticuloso realizado por Michael Haneke en Benny’s Video (1992).

La atmósfera visual se constituye por destellos que ocasionalmente se encumbran, aunque terminan siendo engullidos por la opacidad que no se desvanece en la ciudad acelerada. La fotografía de Bárbara Álvarez es otro refuerzo del estado anímico, del clima que conduce a crucificar a Jesús. Asimismo, el agua se convierte en un elemento al que se recurre para obtener un grado de limpieza frente al fuego culposo que aniquila. El agua que intentaba extinguir también el fuego que envolvía a Alejandro en Carne de perro, incapaz de lidiar con la culpa por su pasado de torturador.

Guzzoni en su habilidad de multiplicar capas tiene la capacidad de no caer en maltratar su ejercicio, si se reconoce este retrato como un hemisferio de excesos de la “generación inconsciente”. La grafía certera se distancia de la caricatura que la pudo haber capturado, como ocurre en Zoológico (2011), de Rodrigo Marín, que desde una vereda aparentemente “incorruptible”, afianzada por la comodidad social de sus tres lozanos pilares observados, “navega” en los modos de extravío y búsqueda de la intimidad en una dimensión coral establecida por el mutismo.

Los efectos del asesinato de Matthew Shepard, que enlutó no sólo a una comunidad homosexual de Estados Unidos en 1998, no se alinearon únicamente en pos de legislar sobre medidas de antidiscriminación y debatir sobre las penas tras cometer delitos activados por odio. Además, y como era de esperarse, proliferaron investigaciones y productos televisivos. 14 años más tarde, el crimen de Daniel Zamudio transitó por la misma ruta. La publicación de Solos en la noche, del periodista Rodrigo Fluxá, y la serie Zamudio, emitida por TVN, no hurgaron de manera exclusiva en su suerte, sino que dividieron las aguas al esbozar a la víctima como un individuo que se aproximó a la responsabilidad de su final. Desde el cine, Nunca vas a estar solo (2016), de Álex Anwandter, fue otra la perspectiva que trazó la magnitud de un ataque homofóbico. No hay escapatoria: imposible extirpar la “causa y el efecto”. Frente a esta fórmula, es indudable la pulsión de Guzzoni por erigir aspereza y desde la misma se alzan ramificaciones brutales. Es la intransigencia por filmar un porvenir que tiene como destino la fatalidad o que a duras penas logra aferrarse a una salvación.

Jesús se atreve a derribar una puerta para preguntarse cuán víctima puede llegar a ser un asesino y cuánto estamos fallando en el ensamblaje de un sistema social armónico, que no tiene que escribirse estrictamente desde la construcción de la “familia nuclear” que evitaría “articular seres destrozados”. De igual forma, seguirá, para muchos, haciendo sentido con persistencia ante esta cartografía fisurada el título que Héctor Soto determinó para escribir sobre Navidad (2009), de Sebastián Lelio, y que acogí durante este año para enlazarlo al universo fílmico de Xavier Dolan: simplemente resultar “Damnificados del desorden de las familias”.

 

Nota comentarista: 8/10

Título original: Jesús. Dirección: Fernando Guzzoni. Guión: Fernando Guzzoni. Fotografía: Bárbara Álvarez. Montaje: Andrea Chignoli. Actuaciones: Nicolás Durán, Alejandro Goic, Sebastián Ayala, Esteban González, Gastón Salgado, Constanza Moreno. Sonido: Carlo Sánchez, Roberto Espinoza, Jean-Guy Véran. País: Chile, Francia, Alemania, Colombia, Grecia. Año: 2016. Duración: 86 minutos.