Judas y el mesías negro: Lo fugaz se torna más y más sólido

La película no duda en que hay justicia de un lado, los espectadores tampoco dudamos, Daniel Kaluuya en la piel de Fred Hampton es persuasivo, todos los demás lo son también, ¿era fácil ser un pantera negra? Tal vez no hubo camino más difícil y, más allá de la sensatez, justo. Judas, el asaltante de autos Bill O’Neill, sueña finalmente con haber formado parte realmente de aquello de lo que está siendo parte activa y comprometida, su corazón se ha decantado por una realidad, esta existe al menos. Cuando se le pregunta, a fines de los ochenta, acerca de qué le diría a su hijo, responde evasivo aún en un teatro: formé parte de la lucha, estuve ahí afuera. Ese puede ser el destino más patético del traidor frente al héroe, un actor que se va diluyendo cuando esa realidad que se ha entrevisto como existente en este mundo subsiste más que nada en su memoria. 

Corre el año 1969 en los Estados Unidos, es Chicago y se está acabando la década cuando un hombre negro afroamericano ingresa a un bar portando una placa de policía. Es joven, bien vestido y al parecer, como más tarde sabremos, es poco y nada lo que le importa lo que ha sucedido a su alrededor con su propia gente, Luther King, Malcolm X, la gran marcha, los derechos civiles. En aquella época teníamos pocos ejemplos, modelos de personas, afirma el mismo personaje veinte años más tarde, en una entrevista en la que de algún modo intenta justificar una traición que considera injustificable a la vez que confesarse consigo mismo, y a los nombres ya citados agrega a Muhammed Ali para completar la escueta lista. Entre el material documental o aquel, que como este último, lo simula, la película velozmente aterriza sobre los tonos y colores de la ficción, y como además esta es una historia basada en sucesos históricos, cabe el preguntarse casi desde el inicio cuál será su enfoque político, o mejor dicho, cuál será su ética, su centro y su ética. 

Judas y el Mesías Negro ya desde su título desafía eso de personas de color, sea porque narra eventos de otra época, o porque solo sabe navegar desde la energía. Este último es un camino que casi todas las reconstrucciones históricas intentan, pero no tantas logran, y más allá de lo depurado o no del lenguaje fílmico y su sintaxis narrativa, descansa en último término más en la ética y el coraje empleados, así como en el equilibrio entre ambigüedad y punto de vista político. Se sabe desde el título de que en esta historia hay un traidor y un héroe, y siempre seduce la idea no solo de averiguar qué tan traidor y qué tan héroe resultan, sino de involucrarse como juez y parte interesada, empatizar más de la cuenta con uno u otro, aun arbitrariamente, en un juego donde el carisma y las circunstancias de cada personaje lo avalan, porque es política, pero por encima es cine. Y he aquí a los legendarios Panteras Negras, surgidos en un mundo, un país y un tiempo donde se estaban inventando las formas de ser y poder para muchos: los jóvenes, los afroamericanos, las minorías, la mujer. Sabido es que el partido de los Panteras Negras, influenciados por las ideas de Malcolm X en la autodeterminación y autodefensa, propugnaron tanto la organización y solidaridad de base como la educación en la normativa legal y constitucional a la hora de enfrentarse con la policía y en primer y último término la tenencia de armas a fin de defenderse de los mismos abusos policiales, y porque el horizonte era tan revolucionario como el de otras agrupaciones politizadas del periodo que iban más allá de la lucha por los derechos civiles dentro de un esquema de vida capitalista, con un destino que terminaría casi irreversiblemente llevando a matar o morir por ello; el siglo veinte a fin de cuentas. 

En esta historia hay un Mesías, muy joven, al que todos llaman presidente. El líder político del partido en Chicago, Fred Hampton, de 21 años, un líder natural, un comprometido que cree en la disciplina y las armas, y practica con igual naturalidad algo tan escaso como la honestidad. Hay también un centro significativo: la violencia, su posibilidad legítima y la certeza de su rotundidad, y un pilar ético que ronda y enfrenta cada acto: la honestidad, y también su posibilidad aún en un traidor. Y hay una dialéctica a veces no muy fina en el relato, en la sintaxis del montaje que hace corresponder ordenadamente una acción a un efecto, sin giros bruscos, sin grandes sorpresas, sin quiebres de sentido. Queda entonces el preguntarse por la fuerza expresiva de cada escena, de los gestos, del amor real o maqueteado entre estos seres arrojados al sacrificio si es necesario de una lucha común, por el bien común. Porque no hay círculo de la violencia aquí, la violencia es propiedad privada, el Estado que vemos es blanco y opera como una corporación secreta cuyo logo y edificio todos conocen, cerdos les llaman, y así se comportan. Los Panteras Negras en cambio son una sociedad abierta, sus discursos incluso los más incendiarios, aquellos que apelan al uso de armas y al desprecio por todo el establishment, son dichos a viva voz, y como en un cuento conocido, sería una tentación fácil llamarlos ingenuos al verlos tratando de no naufragar dentro del constitucionalismo que se pretende derribar. Y sería fácil porque lo que queda y entusiasma es el fervor y la conciencia de que no se puede partir sino del pragmatismo, la voluntad de destino inevitable cuando se tiene convicciones complejas y una pistola para enfrentarse a los abusos particulares sin límites, el peor de todos, el miedo. 

De la historia grande queda el enfrentamiento de dos tipos de violencia que aun cuando a ratos confluyen en una sola se mantienen éticamente separadas, a centímetros ¿o a kilómetros? Por la microhistoria, la privada, se ilustra la lucha y la tragedia del escenario histórico, la derrota de toda una década y en particular el inicio del fin de un colectivo político de amplio rango, no como telón de fondo a la tragedia privada de un hombre, el Judas del cuento, atrapado en la historia y la apatía del individualismo y otro que aceptará el sacrificio y el martirologio, sino como un solo tejido: el camino para Judas siempre fue sencillo en apariencia, seguir al Mesías de corazón y estar dispuesto a morir por él, solo que cuando has partido tan mal y no ves otra salida, el camino que queda será, en el mejor de los casos, jugar un teatro de lo que podría haber sido, lo que hoy parece simple pero espantosamente peligroso. La película no duda en que hay justicia de un lado, los espectadores tampoco dudamos, Daniel Kaluuya en la piel de Fred Hampton es persuasivo, todos los demás lo son también, ¿era fácil ser un pantera negra? Tal vez no hubo camino más difícil y, más allá de la sensatez, justo. Judas, el asaltante de autos Bill O’Neill, sueña finalmente con haber formado parte realmente de aquello de lo que está siendo parte activa y comprometida, su corazón se ha decantado por una realidad, esta existe al menos. Cuando se le pregunta, a fines de los ochenta, acerca de qué le diría a su hijo, responde evasivo aún en un teatro: formé parte de la lucha, estuve ahí afuera. Ese puede ser el destino más patético del traidor frente al héroe, un actor que se va diluyendo cuando esa realidad que se ha entrevisto como existente en este mundo subsiste más que nada en su memoria. 

Lo más profundo en esta película puede estar en la puesta en escena con que se recrea la escena de la ejecución, quirúrgica al principio, penetrante después. La manera en que son retratados los asesinos, el efecto de esta violencia de estado, es rotunda, no admite vacilaciones, los individuos son reducidos a mercancías devorables como cualquier otro objeto de consumo que se pisa o echa a la basura porque se considera defectuoso, o más bien descompuesto, peligroso para la salud del organismo. Como en muchas ejecuciones fascistas en el cine, la velocidad es una clave, puede ser seca, breve o ralentizada hasta el exterminio emocional como en El conformista de Bertolucci. Alguien puede creer estar en esa posición de libertad de arrojar rápidamente la basura al tacho, otro subyace a plena luz del día, pero en la penumbra del poder, intentando articular un mundo que sea real en sus posibilidades. Mientras más se está dispuesto a apretar el gatillo para lograrlo, más breve pueden ser los interludios en los cuales este mundo tiene el derecho no solo a ser sino a considerarse como real, a pesar de su fugacidad. Sin embargo, los discursos y tragedias tanto del traidor como del héroe son públicos, abiertos, respiran. Los otros no, hunden la historia, como si quisieran esconder la cabeza de la historia, en la opacidad. Y si bien desde el plano político se trata de una dialéctica simple, desde la puesta en escena algo queda de valioso y cuantioso en cuanto a la pelea por ser reales, una batalla por la realidad. 

 

Título original: Judas and the Black Messiah. Dirección: Shaka King. Guion: Shaka King, Will Berson. Fotografía: Sean Bobbitt. Edición: Kristan Sprague. Reparto: Daniel Kaluuya, Lakeith Stanfield, Jesse Plemons, Martin Sheen, Ashton Sanders, Lil Rel Howery, Algee Smith, Jermaine Fowler, Robert Longstreet, Terayle Hill, Dominique Fishback, Nick Fink, Darrell Britt-Gibson. País: Estados Unidos. Año: 2021. Duración: 126 min.