La guerra silenciosa: Cosas que no se nombran

Son 1100 obreros de una fábrica en Francia. Les han prometido que no perderán sus trabajos pese a los ajustes económicos que se llevan a cabo y por lo tanto, para apoyar esta medida, ellos han decidido trabajar sin cobrar todas sus horas y renunciar a sus bonos. Dos años después, la fábrica anuncia su cierre definitivo. Los trabajadores comienzan una serie de negociaciones que cada vez va provocando mayores decepciones.

La guerra silenciosa nos sitúa de golpe en una de estas rondas de conversación, donde Laurent (Vincent Lindon) junto a sus compañeros se encuentra guiando una de estas negociaciones. La cámara toma un respetuoso lugar dentro de esta mesa, muy cercana a lo que conocemos en el documental. Esta cámara y varias otras serán claves en la manera que Stéphane Brizé decide exponer su historia, haciendo que el lenguaje que utiliza nos haga comprender toda la cinta como un ejercicio para aproximarse a una realidad cercana, pero de la que no se habla de manera habitual.

Brizé se vale de distintos formatos (el noticiero, el documental, las “stories” de instagram) para contar un relato lleno de detalles que podemos considerar públicos, pero que aun así intentan exhibir el estado emocional por el que atraviesan nuestros protagonistas. Pasamos constantemente de lo micro a lo macro; la impotencia en el rostro de los trabajadores resulta ser un hecho que antecede a los desmanes de la calle. Los afectados son expuestos como un cuerpo atomizado en busca de muchos fines, mientras que por el otro lado, el poder del empresariado se muestra como una sola criatura, donde los discursos son los mismos y cada uno de los representantes opera una parte de una misma cosa. Un monstruo de siete cabezas coordinado a la perfección.

El director sigue la lógica narrativa del documental insertando imágenes de televisión y otras filmadas supuestamente en terreno. Ambas formas de mostrar la realidad conversan una con la otra y son capaces de ir hilando la historia desde distintos puntos de vista. Sin embargo, esta relación se quiebra luego de la exhibición del ataque al representante directo de la empresa alemana, un momento en que la cámara logra tomar distancia y relatar de manera despersonalizada. De hecho, la forma en la que Brizé decide abordar ese hecho demuestra la fisura que quiere generar. Lo que vemos está reforzado por la voz en off, que relata exactamente lo que vemos en pantalla, como si quisiera asegurarse de que entendemos lo que estamos viendo. En esa reiteración surge una arista de crítica sobre los medios de comunicación, en una actitud que también vemos en nuestro país sobre temas que se insiste en explotar desde el poder, mientras otros (en este caso, la lucha de los trabajadores y todo lo que eso significa para ellos) quedan silenciados.

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Asistimos a una lucha de la que no se habla, que se repite hasta el cansancio en todos los lugares del mundo. Resulta conmovedor y trágico ver la reacción de los trabajadores cada vez que sienten que sus demandas pueden ser escuchadas, pero también observamos la inestabilidad del proceso, y al cual Brizé pone como contraparte de otros momentos igualmente frágiles, sobre todo los relacionados con la intimidad de Laurent

Más allá del interés del director por exhibir los procesos sociales a los que estamos asistiendo a diario, también está la posibilidad para el espectador de reconocer cuales son nuestros niveles de acercamiento con la realidad. La cámara despersonalizada del noticiero, la cámara intima que persigue las conversaciones de los obreros, la cámara que manejamos cada uno de nosotros en nuestros teléfonos se plantean como distintas ventanas para conocer los acontecimientos. ¿Cuál es el filtro que cada uno de nosotros utiliza? Básicamente, ¿a quién le creemos, desde dónde nos paramos cuando queremos creer en algo?

La interpelación en La guerra silenciosa es permanente, sin llegar al maltrato del espectador. El mismo Brizé ha dicho que “interesa mucho más la idea de crear una imagen que puedas sentir como real, que captar la realidad misma”. En esa recreación, el director logra instalar una forma personal de abordar contextos que llevan a la pregunta y al cuestionamiento personal. Stéphane Brizé se va convirtiendo de a poco, con una carrera corta , en un autor que nos pone en aprietos; una mirada que nos permite revisar más allá de lo obvio y que en tiempos como los nuestros, se agradecen.

 

Nota comentarista: 8/10

Título original: En guerre. Dirección: Stéphane Brizé. Guion: Stéphane Brizé, Olivier Gorce. Fotografía: Eric Dumont. Edición: Anne Klotz. Música: Bertrand Blessing. Intérpretes: Vincent Lindon, Mélanie Rover, Jacques Borderie, Sévrine Charrié. País: Francia. Año: 2018. Duración: 113 minutos.