La riqueza del mundo: La versión de los perdedores

La película expresamente busca negar la trascendencia. Una vez más: la historia es una pesadilla de la que es imposible despertar. En la periferia del conflicto bélico no hay respaldo ético, la sobrevivencia es la única moneda para comprar un día más. Toda la riqueza del mundo es una falacia, al igual que la copia feliz del edén. A modo personal, me gustaría que pasaran esta película los 18 de septiembre en función doble con el Húsar.

 

“Un poco de formalismo aleja de la historia; mucho, acerca”

Roland Barthes

 

“Un fracaso fotográfico de país”

Pablo Corro

 

“Pido permiso primero,

pido permiso primero,

para contar esta historia,

pues refrescar la memoria

es la misión del trovero,

mientras pulso mi madero

para hacer un canto sentido

que nos viene a recordar

lo que ha querido callar el silencio del olvido”

Jorge Castro, de la banda sonora de la película

 

Un amigo salió una vez con una intuición brillante, en el cine chileno, al final de las películas, los protagonistas muchas veces terminan escapando, huyen, parten o simplemente se van. Al contrario de muchos happy endings del cine hollywoodense, donde hay un reencuentro familiar o un regreso al hogar, en el cine chileno hay algo que se quiere dejar sin mirar atrás. Por ejemplo, Julito luego de descubrir a su padre al final de Julio comienza en Julio (Silvio Caiozzi, 1979); el sociópata interpretado por Alfredo Castro en Tony Manero (Pablo Larraín 2008) que sigue al ganador del concurso, o Daniel SS partiendo hacia ninguna parte en El pejesapo (José Luis Sepúlveda, 2007). A contracorriente de esa predilección, los dos protagonistas de La riqueza del mundo quieren regresar a casa a toda costa, aunque están absolutamente perdidos, aunque uno sea ciego y el otro sordo.

Sin conocer la sinopsis tal vez sea algo difícil contextualizar la anécdota de la película, primera incursión en largo del director y guionista Simón Farriol. Sin unas coordenadas mínimas, para un espectador extranjero puede resultar muy ajeno el relato. La película es pariente de otras obras que toman la representación histórica dejando de lado un acercamiento épico, como las argentinas Jauja (Lisandro Alonso, 2014) o Zama (Lucrecia Martel, 2017). Es 1814 y un soldado raso de la guerra de la independencia despierta en medio de cadáveres después de una batalla. Se da cuenta que está sordo e inicia, sin saber dónde está, un viaje a pie de vuelta a casa. Tratando de evitar encontrarse con los ejércitos independista y realista, se topa primero con otro soldado herido: un zambo que ha perdido una pierna, que lo acompañará no mucho tiempo, para luego encontrar a un oficial que ha perdido la vista. El trayecto alucinado, lleno de problemas (partiendo por la comunicación y los medios de viaje), los lleva a internarse en el territorio, e intuimos que en vez de acercarse se van perdiendo, mientras encuentran en el camino a extraños caracteres y la naturaleza se va volviendo más y más irremontable.

La anécdota es mínima y cae en algunos esquematismos, sin embargo, no tiene una fuerte narrativa episódica pese a su espíritu road movie. Mediante sustracciones de cualquier noción grandilocuente típicas del cine de acción histórico: hay pocos diálogos y los personajes se resignan, para su pesar, a no entenderse; pese a unos encuentros que podían ser tremebundos se esquiva la representación de acciones violentas; el tono del vagabundeo no busca generar simpatías o identificación emocional con los personajes; finalmente parece no haber resolución ni riqueza a conseguir, solo la sobrevivencia, seguir a toda costa.

Ese tratamiento poco a poco va arrojando pistas sobre la noción historicista de la película. El soldado sordo es un campesino que se queja constantemente contra la guerra, contra la ausencia de dios, solo quiere volver a su campo. De él nos enteramos de que, en tanto soldado raso, se le llama “Huacho”. Las resonancias de esa designación son antropológicas y míticas, apelan a la identidad de nuestra nación. Un momento clave ocurre bien pronto, es el encuentro frontal con el cojo, el zambo que le convida agua. Él se vio enfrascado en una guerra que no es suya. Así como tantos soldados en la historia chilena, la carne de cañón no ha sido criolla y ha sido eminentemente popular. El suyo es un rol tristemente absurdo. El oficial ciego es quien declama unas breves y repetitivas consignas que develan su extracción social y el lugar vacío al que apelan: en cierto momento se identifica como “libertad”. En su desvarío se considera a sí mismo como un héroe caído en desgracia. De entre otros personajes, sobresalen una cabra y una oveja que llevan a rastras de la carreta que encontraron. El que tal vez sea el plano más irónico de la película, durante la pelea, el montaje escoge quedarse con la cabeza de uno de los animales mientras los humanos buscan matarse. Esa mirada crítica las pasiones, la cultura y la historia apaciblemente. En la tierra de nadie, en el paisaje natural que se eterniza y donde el conflicto del que se escapa va quedando lejos no hay más regreso al espacio habitable, socializado, como una casa, un establo o una capilla. El mar apenas se ve en la primera imagen, la cordillera no aparece en vertical, el ascenso es leve. Parece que fueran personajes encontrados durante unos tiempos muertos e invernales de La recta provincia de Raúl Ruiz, el valle central chileno es el infierno. Sin embargo, no estamos lejos de la frontera, es extraño que no se cruce algún mapuche.

Tal vez porque la película se sitúa entre el mito y la contra historia ni siquiera hay comparecencia indígena. Es un relato que, al expulsar la épica expulsa a los próceres, el heroísmo, la blancura y tergiversación históricas. Lejos de cualquier fundación, acá lo telúrico y frío se adueña de la trama con imágenes de algo circular, sin sentido. Así como no hay brújula, no hay bitácora del viaje. El mismo protagonismo se desdibuja: el huacho da paso al oficial. Ambos se necesitan para salir de apuros, pero son incomprensibles el uno del otro. El huacho quiere paz, el oficial se reconoce burgués y ofrece recompensas en propiedad privada a quien lo ayude. El sordo no lo puede oír, el ciego no sirve de guía. Se hace imposible no pensar en el conflicto de clases y en un antagonismo histórico que se llega hasta hoy, a días del referendo por una nueva constitución. El líder liberal se habla a sí mismo evocando la tríada de los derechos del hombre sin discurrir sobre sus palabras, son conceptos repetidos, como quien repite un eslogan para definirse, pero no tiene idea de su significado. Una identificación vacía. El huacho sordo inevitablemente hace pensar en un anverso del “huacho pelao”, el niño de El húsar de la muerte (Pedro Sienna, 1925), acá adulto, gigante y solipsista, deprimido por un estado de cosas que le hacen tomar conciencia del absurdo y la finitud. No hay guerra honorable y a tipos como él tocó pagar los platos rotos. Desde su perspectiva la historia es algo que no se atisba, es uno de los incontables a los que se tragó la historia, a los que la culpabilidad histórica busca representar en monumentos como el Soldado desconocido o el Roto. Al sujeto popular, positivo, compañero ingenioso del héroe de la película muda cede este sujeto perplejo que siente que vive sin tiempo, como un fantasma.

El huacho pregunta al oficial si está o no muerto. Da lo mismo la respuesta, ambos son muertos-vivos, el limbo que recorren está más cerca del infierno que del cielo. La película expresamente busca negar la trascendencia. Una vez más: la historia es una pesadilla de la que es imposible despertar. En la periferia del conflicto bélico no hay respaldo ético, la sobrevivencia es la única moneda para comprar un día más. Toda la riqueza del mundo es una falacia, al igual que la copia feliz del edén. A modo personal, me gustaría que pasaran esta película los 18 de septiembre en función doble con el Húsar.

Aunque me hubiera gustado que la película complejizara más la relación entre el huacho y el oficial, en vez del esquematismo en que cae -lo que hubiera significado imponer diálogos en un relato que busca reducirlos, es decir, que contravendría la propuesta minimalista- hace evidente la bancarrota ideológica del relato épico -del cine, del estado- en nuestros tiempos. A la “historia obediente” del cine chileno le cuesta sacudirse algunas servidumbres críticas que, si bien revisan los prejuicios y omisiones de los relatos oficiales, levantan otras tesis en su postura “de poner bajo sospecha” aquel intento institucional que fácilmente, por simplificación, pueden volverse una nueva postura consensual sobre la historia. Aunque es difícil que un relato desmitificador se convierta en hegemónico ante una instancia que se busca positiva, como es el mito fundador de una nación, no hay que dar por cerrada nunca la interpretación de la historia. Ahí está la importancia temática de La riqueza del mundo en el panorama del cine chileno, junto a otros trabajos como Rey (Nilles Atallah, 2017), Blanco en blanco (Théo Court, 2019) y otros que retroceden 100 años o más atrás en nuestra historia.

Pero, más que nada, la coherencia de la propuesta contra histórica de Simón Farriol se encuentra en unos recursos que dispone, con herramientas del modernismo cinematográfico extrañado, un versión entre lisérgica y alucinada del paisaje centro-sur con especial atención al sonido, con una indeterminación de fuentes sonoras del on y el off, en las modulaciones de las voces y el uso de música. En particular es importante para la estructuración del relato y su alcance simbólico el uso del Canto a lo poeta, composiciones con voz y guitarra de Jorge Castro. Esa dimensión creadora, propia de una cosmovisión rural y un régimen estético popular, se acopla perfectamente a las imágenes y narración, generando su propia columna en la película, ya que le otorga una dimensión que comenta y releva la acción. Una irrupción “musical” que encuentra en este quehacer entre estético y social una autoridad que pone en jaque el juego histórico de la representación. Este otro tipo de relato, con su propia noción formal de poesía y sonido, destraba la noción intelectual que a veces adquiere el costado mítico de la película y la devuelve a la tierra. Lejos de toda espectacularidad, la pone en dirección apuntando a la historia, precisamente no a la oficial, sino a una que funde lo cotidiano y lo trascendente, lo humano y lo supra natural, lo visible y lo invisible.

 

Título original: La riqueza del mundo. Dirección: Simón Farriol. Guion: Simón Farriol. Reparto: Daniel Candia, Diego Acuña, Eduardo Reyes, Harold Quiñones, Francisco González, Irina Gallardo, Rocío Hormazábal. Casa productora: Infractor Films: Keep Digging Production. Naira Films. Fotografía: Ignacio Martínez, Montaje: Valeria Hernández. Música: Eleonora Coloma, Jorge Castro. País: Chile. Año: 2021. Duración: 85 min.