Leviathan (Andréi Zviáguintsev, 2014)

Koyla está sentado sobre un acantilado. El sol de la tarde dibuja naranjo el borde de su cara mientras las gaviotas graznan sobre su cabeza y el mar murmulla al frente. Lleno de una tristeza infinita, Koyla empina una botella de vodka en un último gran trago y con una lágrima rodando por su mejilla izquierda se pregunta en voz alta: “¿Por qué?” y uno entiende. Koyla lo ha perdido todo: acaba de perder su casa frente a un alcalde corrupto, acaba de perder a su esposa, quien además le había sido infiel con su abogado y amigo.

Koyla se emborracha constantemente en una evasión sin fin. Incluso antes de las peores noticias, la botella es siempre compañera: para celebrar, para olvidar, para pasar el rato. Pasa gran parte de la película borracho, pero ni la cámara ni el montaje dan cuenta, nunca empatizan. Y si ni la cámara ni el montaje empatizan, ¿quién lo hace?

Quizás es preciso confesar que no vi Leviathan proyectada en el cine, sino apresada en los márgenes del televisor. ¿Hay algo en el tamaño de la pantalla que se me haya perdido?, ¿algo que quizás solo esté presente en la experiencia envolvente del sonido, en la oscuridad y la colectividad de la sala de cine?, ¿algún gesto, movimiento, inflexión decisiva que no vi o no escuché?, ¿alguna palabra no traducida que pudiera dar cuenta de que a alguien le importa alguien en esta historia?

El argumento de Leviathan se podría resumir en pocas palabras: una familia, todas las tragedias del mundo. O podríamos ahondar un poco más y decir que es la historia de un hombre condenado, sometido al poder, a la corrupción. De su mujer, ahogada con una vida que no la emociona; de su hijo que no tiene apego alguno. Pero para hacer esa lectura aún hace falta intención de mostrar y penetrar en los personajes más allá de la tragedia misma, más allá del hecho. Entendemos porque la película quiere que entendamos, porque es transparente, y no oculta nada; muestra lo que quiere mostrar y sigue con lo siguiente. No hay nada que descubrir en realidad. Tal como en la escena descrita arriba, la película dice tristeza, el personaje verbaliza tristeza pero la tristeza se queda ahí, no atraviesa la pantalla, es estéril.

En algún momento tras enterarse de la muerte de su esposa, Koyla revisa en su celular imágenes felices de ella riendo y corriendo. La nostalgia ruega hacerse presente pero le es imposible. ¿Qué añora Koyla si nunca lo vimos siquiera feliz? ¿Por qué se apega tanto a ese pedazo de tierra, a ese lugar, a esa vida por la que nunca mostró afecto? ¿Qué tan absoluta puede ser una tragedia cuando no hay nada en realidad a que aferrarse? Todas las tragedias del mundo no necesariamente emocionan.

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Ya cerca del final, la casa por la que Koyla tan obsesivamente luchó es demolida. La cámara está adentro, las paredes se derrumban en pedazos, pero no hay fantasmas. Parece que nadie hubiera habitado ahí nunca. De esa casa ahora en ruinas no brota nada porque nunca albergó nada. No hay ni una pizca de humor ni una gota de ternura que redima a nadie. Y si nadie siente, ni ríe ni llora de verdad; si nadie añora algo o desea con una pizca de cariño, ¿por qué habría de hacerlo quien mira?

 

Nota comentarista: 4/10. Promedio del blog: 7.5/10. Título original: Leviathan. Dirección: Andréi Zviáguintsev. Guión: Oleg Negin, Andréi Zviáguintsev. Fotografía: Mikhail Krichman. Reparto: Vladimir Vdovichenkov, Elena Lyadova, Aleksey Serebryakov, Anna Ukolova, Roman Madyanov, Lesya Kudryashova. País: Rusia. Año: 2014. Duración: 141 min.