Madre: Semilla del diablo

Haciendo gala de que todo cine basura puede ser cine de autor si se somete bajo ciertos parámetros como el uso reiterativo de códigos estilísticos, formas de narrar, temáticas recurrentes, afiliaciones genéricas y dominio de los modos de producción y difusión, la productora Sobras y su figura principal, Nicolás López, han dejado como legado una serie de películas que se valen de la categoría de popular, en un amplio sentido de la palabra, como parámetro de validez. Esto ha promovido la separación de aguas tanto entre la continuidad de la productora y la aceptación de otros realizadores como de la recepción de la crítica. A la larga las producciones de Sobras, y de otros casos de cine orientado a la masividad, como las comedias que llevan al cine personajes de la televisión,  participan de un apresuramiento enjuiciador que ha tergiversado un acercamiento crítico más receptivo, con algunas excepciones.

Hasta el momento no es posible determinar el alcance de Sobras más allá de tickets en salas y ventas para exhibición en otros formatos (como su alianza con Netflix). ¿Será Sobras un semillero de futuros talentos que lleguen a denominarse como “autores vulgares” (vulgar auterism), incluyendo (y por fuera de) a López? Si hay algo en que se debe hacer hincapié frente a la posición autoral de tal o cual nombre es en despejar la incógnita de la política en la política de autores fundada a mediados del siglo pasado. La muerte del autor como individalidad, herencia del genio, que hace del primerizo una entidad autoconsciente, olvidando que detrás de la postulación de un corpus autoral hay un posicionamiento ante el canon, la historia, la tradición, provista de ligazones y rupturas, ya sean instintivas, tentativas o programáticas: una política estética.

Ese grado de problematización de lo cinematográfico es lo que separaría a, digamos, Antonioni de Ed Wood, por más que, a medio camino, Tim Burton haya querido de buena fe equipararlos. Sin duda hay ahí un campo fascinante y al que deberíamos volver cada cierto tiempo para enriquecer la discusión, bajándole las ínfulas al cine festivalero y proponiendo posibilidades de lectura al desprestigiado cine comercial. Ahora bien, a Sobras le faltarían batallas retrospectivas, que no tiene por qué darlas en todo caso, ya que su vocación es la ganancia futura (aunque no prospectiva), su estrategia es la de la ganancia actual para la realización del proyecto fílmico que vendrá a continuación. La impronta empresarial actual es generar ganancias no contenidos.

Su última propuesta es Madre, del estadounidense afincado en Chile para Sobras, Aaron Burns. Diana es una madre ABC1 que se las tiene que ver con la crianza de su hijo autista, "enfermo" según su padre, hombre de negocios que mayormente se la pasa viajando a Japón. Cuando ya no da más, Diana conoce a una mujer filipina, Aida, y se la lleva a vivir como nana para que lo cuide. Milagrosamente él va mejorando, pero la mamá, sospecha y descubre que bajo los cuidados intenta apropiarse del niño, con la ayuda de David el hijo de la empleada. Por supuesto, nadie, ni el esposo ni su amiga le creen a Diana. Ella va enajenándose cada vez más, a la vez que el propósito de Aida, más allá de querer practicar un tipo de vudú, nunca queda claro. Hasta puede ser que a su maléfico entender le este haciendo un bien al niño, vía educación curandera, salvándole de una madre que en el fondo lo rechaza, cansada de la durísima crianza.

Armada como un contingente alusivo pero no explícitamente referencial a la inversión siniestra del tópico del ángel del hogar maternal, su puesta en escena, actuaciones, servilismo musical y grotesco guignolesco perfectamente hubieran funcionado como parodia extemporánea de El bebé de Rosemary mezclado con La nana. La película sin embargo asume con transparencia el género terror y resulta postiza. Del personaje ojeroso de la madre y el hijo autista que más parece guagua de 2 años con rabieta permanente en cuerpo de 10 no parece haber más lazo que una histeria que jamás explota con la grandilocuencia de una Mommie Dearest (que presentaba una inversión aberrante en la conducta adulta e infantil de sus protagonistas) quedando en una tensión obvia.

De pronto la película toma un giro para encaminarse hacia su final. Es la confirmación de que no se trata únicamente de un síndrome de paranoia vía suspenso (con la protagonista sabemos que hay un complot de parte de la empleada filipina asistida por su hijo contra la madre) sino la definición de una tesis contra el personaje que lo delataría en su clasismo y su despecho maternal. Cuando Daniel se las canta claritas a la madre se produce un cambio en su actitud y ella empieza a contraatacar desde su privilegio patronal, que con soberbia no ve que sin servidumbre su hogar y su poder son inútiles.

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El problema es que la tesis se cae ante la evidencia de la inoperancia de la película por lograr un protagonista empático al espectador al mismo tiempo que no existe identificación con los otros personajes. Debajo se aprecia el funcionamiento de clichés misántropos: misoginia, maltrato infantil, clasismo, hipocresía, xenofobia, sin contrapartes. No se trata de exigir moralismo, sino de una ausencia de índole estética (ya que se trata de una película), el nihilismo contenido no funciona si se trata burdamente. Cuando es parte del terror la gradación de la incertidumbre entre personajes y espectadores llega hasta el exceso que lleva a poner a prueba la comparecencia y tolerancia de la psiquis y el cuerpo. Por eso es tan importante que si no se logra el enrarecimiento atmosférico al menos haya potencia de la exageración. En otras palabras, si falla la imagen, salvará la actuación, el efecto desmedido. Si, al contrario, hay pocos recursos las imágenes y banda de sonido sostendrán el dispositivo. Cuando falla todo se expone la simulación, el carácter malamente teatral que acontece cuando se quiebra el verosímil, y si se intenta “asustar” este se devuelve como ridículo.

Entonces, Madre aparece como una desaliñada intención de producir una alegoría del miedo al otro bajo la representación de lo exótico teniendo en cuenta su actualización en la figura del inmigrante que trabajando como servidumbre se vuelve contra su patrón en su propio hogar. Al no haber juego retórico que dote de identificación (propia de un cine que busca la masividad) y, mucho menos, de distanciamiento crítico (no hay desmantelamiento de códigos de género o temáticos), en virtud de la poca destreza fílmica, se genera la posición imposible para el espectador: es tan burdo lo que pasa, a la vez que no se puede estar de parte de uno y otro bando, que dan ganas que se consuman entre ellos, que venza la destrucción. Pero tampoco hay amoralidad. Entre la contención y la pobreza de recursos se intuye que se quiso dar una vuelta de tuerca, que quedó girando en banda, a la dinámica de la regla del juego social que se genera en el vaivén del poder, entre el afuera y el adentro, el arraigo y el foráneo, entre la cordura y el enfermo, polos que bien pueden invertirse al necesitarse mutuamente. Así como en otros intentos de hacer género de terror en Chile, como Babyshower, otro caso fallido del temor a la maternidad no queda más opción que reír, pasar el rato y tal vez esperar que con el tiempo encuentre un público que la redima como cinta de culto.

Nota comentarista: 2/10

Título original: Madre. Dirección: Aaron Burns. Guión: Aaron Burns. Fotografía: Antonio Quercia. Montaje: Diego Macho Gómez. Reparto: Daniela Ramírez, Matías Bassi, Aida Jabolin, Cristóbal Tapia-Montt, Ignacia Allamand, Nicolás Durán. País: Chile. Año: 2017. Duración: 94 min.