Poesía sin fin: Estatuas de sal

Gabriel García Márquez inicia su autobiografía con la siguiente declaración: “La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla”. La frase funciona como coraza protectora para todo quien dude sobre la veracidad de ciertos hechos, o ponga en tela de juicio motivos, imágenes y relatos. Bien podría ser el punto de partida de todo texto autobiográfico, pero más aún con los que juegan con los límites de lo verosímil y dan media vuelta hacia el pasado con un ánimo fantástico y poético. Es el caso del realizador chileno Alejandro Jodorowsky, quien revisita cinematográficamente su juventud, mediante un prisma libre de toda atadura racional, desembocando en el desbordado despliegue de su imaginación.

En La danza de la realidad (2013), el autor retrató su infancia en la lejana Tocopilla, entre las presiones de su padre abusivo, los temores de la adolescencia y el ocre color del desierto. En Poesía sin fin, el joven Alejandro llega a un Santiago igual de atemorizante, pero el descubrimiento de su vocación por las letras lo hará no solo madurar, sino también acercarse al mundo de los artistas, plagado de bohemia, amor y locura. Al igual que en la primera entrega de esta serie, Jodorowsky abunda en hipérboles y metáforas para llevar a la pantalla sus años mozos, sus relaciones con Stella Díaz, Nicanor Parra y Enrique Lihn, el angustioso peso que la figura paterna impone sobre sus hombros y la búsqueda por el sentido de la vida en medio del caos. Si en La danza de la realidad el tema tenía más que ver con la constricción de un niño en un paraje hostil, ahora el foco está más bien puesto en la apertura y el escape de un joven que empieza a encontrar su rumbo por el mundo.

Como era de esperarse, la dimensión visual de la obra destaca con luz propia, tanto en factura como en escala. El diseño de producción se enfrenta creativamente desde el inicio con todo lo que implica la ambientación de época. Un actual barrio Matucana se disfraza con gigantes lienzos, los que reemplazan las fachadas en decadencia por imágenes en blanco y negro de su antiguo estado hace más de cincuenta años. Este gesto da pie a un sinnúmero de recursos de puesta en escena, teatrales en muchos casos, que definen la coherencia plástica del film. La grandilocuencia de algunas escenas las transforma en verdaderos carnavales de color, siempre primando un simbolismo muy propio del autor, con recurrentes referencias a la muerte, el dolor y la fruición de la carne.

Ahora, si bien la frase de García Márquez puede servirnos para dar contexto a este tipo de texto, también recae en ella un riesgo que es necesario de atender. Al constatar que se trata de la vida del autor puesta en imagen tal como él la recuerda y que, por tanto, obedece a sus propios designios narrativos y lineamientos estéticos, podemos caer en un doble facilismo: admitirlo todo dentro de ese marco de acción, o negarlo todo viéndolo como lejano y obtuso. En otras palabras, “es su visión de su vida, así que sí”, o “es su visión de su vida, así que no”.  Intentando esquivar este análisis acotado, un camino posible que podemos tomar -entre muchos otros- tiene que ver con la calidad de los discursos y su capacidad para evocar, ya sean emociones o reflexiones.

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Ya hemos dicho que visualmente, la película presenta un universo llamativo e interesante. En la misma vereda podemos situar el trabajo con el cuerpo. No es novedad que para Jodorowsky es materia de acción y creación, particularmente con los defectos y afectos de la materia corpórea. Su fascinación por enanos, mancos y cuchepos da cuenta de una inmersión particularmente perturbadora, que no deja de ser reflejo de cómo la sociedad en general se enfrenta al cuerpo mancillado, más aun si se trabaja desde el erotismo. La incomodidad que pueden producir ciertas escenas en este sentido no es más que un eco de tabúes y restricciones manejadas por una escala valórica tan añeja como contemporánea. La escatología, tanto en su sentido sacro como en su acepción residual, obtienen un rendimiento destacado a lo largo del film, más allá de que a ratos parezca redundar como mera formalidad.

En términos dramáticos, si bien no se persigue una estructura tradicional, con giros tan nítidos ni desenlaces tan medidos, la progresión del relato sí sigue una lógica de causa-efecto. En este sentido, la cinta se hace larga para sus mismos parámetros, en tanto que determinadas secuencias parecen innecesarias, ya que poco suman desde lo puramente cinematográfico, y escaso aporte hacen a la historia que se cuenta. Por otra parte, el tratamiento de la figura del artista resulta bastante limitada, con la idea mítica de la inspiración divina, y el exceso como único motor creativo. Si bien el tono del relato lo inclina más hacia el reino de las musas que al del trabajo metódico, parece de suyo reducida la idea de que la obra sea solo resultado de una estridencia, una regurgitación o un puñetazo. Puede que se deba a un espíritu de época, la visualización de una generación que tuvo que peleárselas para surgir en el Santiago de mediados de siglo, pero su tratamiento no parece lo suficientemente afinado como para entenderlo así a cabalidad.

En definitiva, ante una propuesta visual contundente, pareciera que los elementos exclusivamente narrativos terminan por estorbar al armado en su conjunto. Pero al tratarse de una autobiografía, da la sensación de que hay cosas que simplemente no pueden dejar de decirse, y ahí aparece el desequilibrio, irremediablemente vinculado con la figura de Jodorowsky. Pues su relato sobre sí mismo no solo resulta unívoco y complaciente, dándole la razón absolutamente en todo, sino que limita la potencia de determinados rasgos cinematográficos a favor de capítulos que pudiendo ser significativos para el autor, no se perciben como tales para la película. No deja de llamar la atención un paralelo que se puede establecer con la obra reciente de Patricio Guzmán, donde ambos realizadores, cada uno con sus códigos particulares, vuelven a Chile para contarlo desde la centralidad y grandilocuencia de sus experiencias personales.

Siempre que miramos al pasado corremos el riesgo de transformarnos en estatuas de sal. Y el riesgo aumenta cuando el objetivo es solamente la autoafirmación y el vanaglorio. A Poesía sin fin le falta precisamente poesía, la que es reducida a la improvisación de cuatro versos de madrugada o bien desaparece por largos pasajes de la acción. Alejandro Jodorowsky se ha constituido como un artista de renombre y un líder espiritual, y que siga produciendo a gran escala no deja de ser admirable. En este horizonte, puede que sus más fervientes seguidores reconozcan la potencia en ver cómo recuerda su propia juventud, y está bien, no todas las películas deben responder a todos los públicos, pero no deja de sorprender el exceso de egolatría en el magno proyecto cinematográfico que está realizando. El resultado termina por ser muy cerrado sobre sí mismo, dedicado al exorcismo de antiguos demonios, del que se rescata poco más que la luminosidad aclamada por su propio creador.

 

José Parra

 

Nota del comentarista: 6/10

 

Título: Poesía sin fin. Dirección: Alejandro Jodorowsky. Guión: Alejandro Jodorowsky. Fotografía: Christopher Doyle. Montaje: Maryline Monthieux. Música: Adan Jodorowsky. Reparto: Adan Jodorowsky, Pamela Flores, Brontis Jodorowsky, Jeremías Herskovits, Carolyn Carlson, Adonis, Leandro Taub, Bastián Bodenhöffer, Alejandro Jodorowsky. País: Chile-Japón-Francia. Año: 2016. Duración: 130 min.