¿Qué vemos cuando miramos al cielo?: El amor elástico

Se trata de una película luminosa, un cuento de hadas en donde las hadas son desagües, cámaras de vigilancia y pelotas de fútbol naufragando en un río sucio; por lo mismo, la luminosidad no está dada por algo así como una esencia en los elementos, sino que la cámara, el ojo del georgiano Alexandre Koberidze, los designa luminosos. 

La siguiente es o no es una historia de amor. O lo es y no lo es. O lo es, pero no. Lo que sí es seguro es que parte con la promesa de un romance que muy temprano es interrumpido por una maldición de cuento de hadas. Giorgi y Lisa se conocen como en el primero de los clichés románticos, un choque y un libro caído, alguno de los dos lo recoge, luego la torpeza los hace repetir la escena y en algún momento en este pequeño baile de la fortuna y la ridiculez ocurre el flechazo, se gustan y en un siguiente encuentro accidental quedan de verse en cierto café a cierta hora. La primera cita. Lástima que están los malintencionados o los amargos que no permitirán el encuentro: una particular tétrada de amigos le advertirán a Lisa que alguien, un misterioso observador, les ha lanzado una maldición. Al otro día, la maldición se cumple, y tanto Lisa como Giorgi amanecen en otros cuerpos. Desde ahí comienza el resto de la película, donde ambos se la pasan siendo otros, medio buscándose, medio resignados a una nueva vida sin la posibilidad del ansiado encuentro.

El segundo largometraje del georgiano Alexandre Koberidze (Let The Summer Never Come Again, 2017) usa esta premisa de fantasía para abordar tanto la elasticada historia de amor entre Lisa y Giorgi como también a todo lo que se encuentra en sus bordes, aquello que constituye su alrededor: la ciudad de Kutaisi, sus viejos, sus niños, sus perros. Imágenes cotidianas de una ciudad enriquecidas con algo de Schubert y unas cuantas narraciones esporádicas que les darán una segunda capa de vida. Así nos enteramos, por ejemplo, que un perro que camina por la ciudad lo hace ya no por la inercia de la vida, el hambre o el sueño, sino porque es fanático del fútbol (de la liga inglesa en particular, ¡se llama Vardy!) y, ya que estamos en pleno Mundial, va en camino a alguno de los bares o cafés a ver un partido. 

Por aquí se encuentra la gran diferencia entre esta película y su ópera prima, que si bien ya marcaba un precedente (allí también se encuentran muchas de las ideas de estructura y forma que la sostienen a ¿Qué vemos cuando miramos al cielo?), la historia y los personajes —y también los recursos, grabada con celulares de baja resolución— de la primera están atravesados por algo así como un realismo oscuro, acaso involuntario. ¿Qué vemos cuando miramos al cielo?en cambio, es el opuesto. Se trata de una película luminosa, un cuento de hadas en donde las hadas son desagües, cámaras de vigilancia y pelotas de fútbol naufragando en un río sucio; por lo mismo, la luminosidad no está dada por algo así como una esencia en los elementos, sino que la cámara, el ojo de Koberidze, los designa luminosos. 

La luminosidad se sugiere desde el título. El cielo. Refiere, además, a un iluminado que cada vez que anota un gol mira y apunta al cielo. Messi es un protagonista invisible de una película llena de fútbol. Los niños se pintan su nombre en la espalda, de fondo Argentina es el equipo que todos quieren que gane el Mundial (sabremos que no solo estamos en una ficción sino que decididamente en una realidad paralela debido al resultado del Mundial). Cabe decir que Giorgi es un futbolista amateur fanático de Messi y Argentina que, luego de la maldición y el cambio de cuerpos, no puede volver a jugar; así como Lisa también pierde su habilidad más destacada: sus conocimientos médicos. Pero el título, en palabras de su autor, tiene además otra intención: abarcar lo suficiente en una película de temas diversos y dispersos. A fin de cuentas, nada abarca más que el cielo, y ¿Qué vemos cuando miramos al cielo? lo necesita.

Volvamos a la historia de amor. Dice el narrador: «Lisa y Giorgi se veían diariamente y, sin embargo, pasaban los días buscándose». Luego de la transformación de sus cuerpos, solo les queda el desencuentro. ¿Cómo puede haber amor donde no hay encuentro? Koberidze se las arregla y su fórmula es la diseminación. La película está estructurada en constantes desvíos hacia aquello que está alrededor de los protagonistas, y así nos topamos con largas escenas musicalizadas de niños jugando a la pelota en cámara lenta, viejos viendo partidos de fútbol como estatuas que Koberidze también se tomará el tiempo de filmar, el seguimiento narrado a una cineasta y su equipo que busca 50 parejas para sacarles fotos y luego, de entre todas, elegir a seis para su película. A ratos pareciera que se tratara de una película desprovista de elipsis. Todos los entremedios los vemos. Los bordes y los márgenes y el fondo. La comunidad. No es así, es un efecto del film. Casi todo se muestra porque casi todo vale la pena mostrarlo. Pero Koberidze nunca está mostrándolo todo, cada escena es muy controlada y el realismo es una ilusión, pero es fácil creer que sí, que nos está mostrando todo lo que hay para mostrar, aún cuando muchos de sus planos sean deliberadamente parciales, cortes de un imaginario plano mayor. 

Insiste: apuntará la belleza en las interacciones cotidianas y hasta en los pequeños fallos: una niña llamando la atención de su abuelo en un parque, una proyección a plena luz de un lluvioso día, apenas visible y con gotas encima (al dueño de la proyección jamás se le ocurrió que iba a ser imposible mostrar un partido sin un techo que protegiera de la luz y de la lluvia), la pena de un asistente de fotografía que ha expuesto su rollo al sol, arruinando la sesión del día. La historia de amor de Lisa y Giorgi está también diseminada a lo largo de todos esos otros protagonistas, en la vida ajena y anónima, un amor elástico que alcanza a cubrir toda una ciudad. Al contrario de acabarse con la maldición, el amor ha engordado, la ternura no ha dejado de fluir entre los dispersos elementos de Kutaisi.

De cualquier manera, sería injusto con los desvíos de la película llamarles solo así: desvíos. Es una película tan llena de estos que poner exclusivamente a los casi-amantes en el centro sería ir en contra de las intenciones del film. La primera gran pista se encuentra en la primera escena: niños y adolescentes saliendo de su colegio o jardín, encontrándose entre ellos y con sus padres. Esto se sostiene por unos minutos. Cerca de ese lugar es donde ocurrirá el primer encuentro entre Lisa y Giorgi. La película comienza sin ellos, o más bien allí donde ellos se mueven cotidianamente, pero aún sin ellos. Lo que hace Koberidze es ubicar porfiadamente en el centro aquello que por lo general se encuentra en los márgenes, en el fuera de campo, en el fondo; centraliza la periferia y así llena de vida a una historia de amor que se nutre de su entorno. Y a su entorno, en nuestros ojos.

Una hipótesis para sus intenciones: la historia íntima, para que alcance a ser historia, también debe ser comunitaria. Una historia de amor no se entiende sin su contexto ni aquellos (ni aquello: un oficio, un deseo, un evento) que justifican, explican, o acaso solo permiten el movimiento de los enamorados. Me obligo aquí a hacer un pequeño borrón a las dudas del comienzo de este texto: ¿Qué vemos cuando miramos al cielo? es definitivamente una historia de amor: amor por su ciudad, su gente, sus animales, su río y estatuas, el fútbol y Messi, Lisa y Giorgi, y la ternura y el cariño dentro y entremedio de todos sus elementos. Una luminosa película tierna. 

 

Título original: Ras vkhedavt, rodesac cas vukurebt? / What Do We See When We Look at the Sky? Dirección: Alexandre Koberidze. Guion: Alexandre Koberidze. Fotografía: Faraz Fesharaki. Reparto: Ani Karseladze, Giorgi Bochorishvili, Oliko Barbakadze, Giorgi Ambroladze, Vakhtang Panchulidze, Irina Chelidze. País: Georgia. Año: 2021. Duración: 150 min.