Raw: Justine y la caperucita feroz

Cuando Justine (Garance Marillier) se da cuenta, ya era demasiado tarde. El dolor y la angustia toman posesión de la sangre y la carne. “¿Por qué a mí?”, “¡haz que pare!”. Justine se tapa con la sábana y llora. Grita. “¿Qué le pasa a mi cuerpo?”. Pero ya es demasiado tarde. El sabor a carne fresca está en sus labios, pidiendo más. Pidiendo más carne humana.

Sí, Raw (2016) de Julia Ducournau es una película que narra el descenso al canibalismo de una vegetariana y burguesa estudiante de veterinaria y muchos querrán quedarse hasta ahí, porque comernos entre nosotros es uno de los tabúes sociales más macabros. Destruye toda posibilidad de orden social y nos despoja de la iluminación racional de la que tanto nos enorgullecemos, dando rienda suelta al salvajismo durmiente que nos convierte en presa y cazador. Pero qué pérdida sería no avanzar de la premisa y perdernos este relato desde el lado oscuro de la feminidad.

Con toda la intención de epatar, la directora francesa Julia Ducournau golpeó la puerta de la industria con su primer largometraje, dueño de una belleza perturbadora y de gran habilidad para desgarrar lugares comunes, haciendo retroceder las zonas de confort en un cuento que hace recordar al de “La Caperucita Roja”, aunque esta vez, el lobo y la niña son el mismo personaje. Y la inclusión del relato de Charles Perrault no es baladí, pero volveremos a esto luego. Por ahora vayamos a Canadá y retrocedamos a las postrimerías del siglo XX.

La “nueva carne” es una estética provocadora, visceral y sucia que David Cronenberg llevó al cine en los 70s y 80s para exorcizar sus grandes angustias: la degradación y descomposición corporal producto de la ciencia y tecnología; el duelo entre lo orgánico y lo mecánico.  Algo así como la somatización extrema de los miedos contemporáneos. Dos ejemplos de ello son las muy vigentes Videodrome (1983), en la que los medios de comunicación y su permanente violencia virtual nos infectan el cuerpo trastornando nuestra percepción de realidad, y Rabid (1977), donde una paciente recibe un tratamiento que termina generando un brote infeccioso en el hospital y que tiene que ver más con las enfermedades de transmisión sexual y la histeria colectiva.

Casi 40 años después de esta icónica etapa del llamado horror corporal (body horror), llega la parisina Ducournau, quien a partir de ese lenguaje crea su propia poética para hablar sobre el despertar sexual, la feminidad en crisis, el inevitable peso de la herencia y hasta de la ensimismada burguesía millennial. Una danza entre el cuerpo y el entorno, entre la piel y la sociedad, con sensibilidad de género.

Pero volvamos con nuestra depredadora ilustrada. Una de las secuencias más reveladoras de las intenciones de la cineasta se encuentra a la hora de metraje: tras devorar su culpa y probar su primer pedazo de carne humana, a Justine se le dispara el líbido por su compañero de cuarto pese a que dice ser homosexual. Dispuesta a abrazar su nuevo ser, con necesidades carnales y todo, toma el vestido de fiesta de Alexia (Ella Rumpf), su hermana mayor -la experimentada, la feroz, todo lo que nuestra heroína no es- y comienza a bailar al ritmo de una sugerente canción sobre sexo y violencia, como aceptando que ya no es tan niña ni blanca como creía ser, sino con pulsiones sexuales reprimidas. Justine, a quien hemos seguido todo el tiempo, por fin se apodera de la cámara, coqueteándole de forma cada vez más desinhibida y lasciva, en trance con esta nueva parte de sí misma.

Y es que Julia Ducournau no se hace problemas a la hora de hacer su punto, es tan directa y brutal como un mordisco. Lo que simplemente podría haber sido una película “coming of age”, estas sobre crecer, aceptarse a uno mismo y encontrar tu lugar en el mundo, la convierte en un grito no de auxilio, sino de liberación. “¿Por qué he de sentir culpa o temor de experimentar con mi sexualidad?”. “Soy mujer y me reconozco como tal”. Esas parecen ser las reflexiones que rondaban en su cabeza a la hora de escribir el guión de la película. Mención aparte para la fraternidad entre las hermanas, la única mano amiga en los ritos de iniciación de índole gastronómico canibalesco y otros más cotidianos, pero igual de animales como depilarse y asistir a la primera fiesta universitaria.

Siempre con las alegorías de los cambios hormonales y psicológicos inherentes a la pubertad en el centro del relato y con talento para evadir el festival gore de anatomía repartida por la pantalla, en Raw el paso a la adultez de la trágica Carrie (nuevamente el sucio lobo que se junta con la caperuza) se mezcla con el nuevo extremismo francés de Ils (2006), Inside (2007) y Martyrs (2008) para darle vida a una especie de Teatro de la Crueldad de Artaud pero con enfoque de reivindicación feminista.

Al igual que Justine, abandonarnos hacia terrenos desconocidos nos hace cuestionarnos sobre los pilares que sostienen lo que creemos que somos y, pasado el impacto inicial, sólo nos queda ensanchar nuestros límites; abrirnos a nuevas experiencias y desafiarnos para entendernos mejor. Y es eso lo que te pide, o exige, esta ópera prima del despertar caníbal como reflexión subversiva sobre el cuerpo y el sexo femenino: Que dejemos atrás las preconcepciones de los géneros para encontrarnos con esa parte de nosotros más salvaje, prohibida y cruda.  

Nota: 7/10

Título original: Grave. Dirección: Julia Ducournau. Guión: Julia Ducournau. Música: Jim Williams. Fotografía: Ruben Impens. Reparto: Garance Marillier, Ella Rumpf,  Rabah Nait Oufella,  Laurent Lucas,  Bouli Lanners, Joana Preiss,  Marion Vernoux.