Vicio propio (3): La lógica del film de nostalgia

Con cierta incredulidad recibimos la noticia de esta película para finalmente decepcionarnos, llevar una novela de Thomas Pynchon a la pantalla puede ser un despropósito dado su alto potencial literario, su enrevesado estilo de tramas del complot, su contingente explicito e implícito de referentes y el prestigio del escritor (con premios y fama literaria, pero recluso de una privacidad exasperante, contradicción digna de sus novelas). Empero, como hizo notar en un estudio el teórico Fredric Jameson, su obra se encuentra diseminada ampliamente en el ámbito del inconsciente político de la cultura estadounidense contemporánea. Libros, películas, series de televisión, entre otros, llevan la impronta del relato paranoico, apocalíptico y conspirativo que el autor practica en sus “grandes novelas americanas” desde los años sesenta.

El mérito de PT Anderson  resulta en una transposición bastante cercana a los sucesos narrados de una de las últimas novelas de Pynchon, Inherent vice -una novela negra tal vez menos lograda y más acotada que otras suyas- que jamás pierde el hilo narrativo y sustenta una atmósfera ambigua, propia de un mal sueño o de las fantasías de la droga, evitando caer en confusiones propias del género. Si bien el director ha sabido reelaborar en su cine gran parte del trabajo del Nuevo Hollywood setentero (de Robert Altman a Brian de Palma), en este caso la prescripción corre de parte de las relecturas que en esa década se dio del género policial, que va de Night moves (Arthur Penn, 1975), pasando por la ineludible Chinatown (Roman Polanski, 1974), hasta Cutter’s way (Ivan Passer, ya en 1981), por poner algunos ejemplos.

Acá se da el caso de la contextualización de un lugar y una época que ya son mito, California a principio de los años setenta. La decadencia del hipismo, la onda new age y la antipsiquiatría, la tóxica administración Nixon, el horror de los crímenes de la Familia Manson, el abierto reconocimiento de la violación de los derechos civiles por parte de la policía y el FBI, y los negocios sucios que las movidas capitalistas y neoconservadoras desde las sombras empiezan a movilizar hacen  del año 1970 en la costa oeste un presagio de lo que se vendría el resto de la década para Estados Unidos. En medio de todo aquello, por supuesto, el detective, el dinero, las drogas y el sexo. Doc Sportello pasa los días recuperándose del fin de su relación con Shasta, la chica que lo introducirá en la intriga. A partir de la investigación del paradero del actual amante de su ex, un millonario dedicado a los bienes raíces que se deschavetó por el consumo de drogas, Doc inicia la investigación que lo llevará a atestiguar el corrupto estilo de vida californiano y a conocer algunos de sus pintorescos animadores. Dos de ellos establecen un paralelo con Sportello. Por un lado está el saxofonista Coy, también desaparecido, ex junkie caído en desgracia que desde la clandestinidad trabaja como una especie de doble agente, pero que en el fondo es un chico bueno preocupado por su esposa e hijo. Con él se bosqueja para Doc una alternativa al mundo decadente gracias a la redención de una segunda oportunidad: una deseable vida familiar común y corriente que ambos no pueden tener. Más importante es el paralelo con el jefe de policía Bigfoot, su doble opuesto, un reaccionario que sin embargo bajo toda su dureza, cinismo y malas prácticas también es víctima del trato sucio que encadena ley, negocios y política.

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Como ya de alguna manera anticipamos Vicio propio se interesa menos por la solución del caso policial que por establecer una determinada atmósfera de lo que se mueve entre los personajes y las situaciones, como todos esos films de los setenta a los que aludíamos. La coherencia del tono noir a pleno sol, con unas modulaciones entre sobriedad, barroquismo, cinismo frío y humor, y el sentido de fatalidad que sugieren las imágenes, tanto al implicar la estructura social como al denotar las relaciones humanas y románticas de los personajes, demuestra lo buen director que es Anderson. Y eso no es ninguna novedad, todas sus películas, incluyendo esta demuestran que piensa en imágenes. Véase por ejemplo la escena del muelle en brumas y compárese con la del dentista interpretado por Martin Short o el montaje del inicio y el del flashback, dos fragmentos que resumen por completo la relación entre Sportello y Shasta. A pesar de todos sus méritos por momentos me pareció estar viendo una película de hace 40 años pero completamente descontextualizada: el mecanismo básico del cine narrativo remedado para una estética más sofisticada, o mejor dicho, neoclasicismo. El problema es que el pasado es un tiempo -y un lugar- que ya no puede volver y que la experiencia estética vicaria, aquella que el mismo Jameson definió como una forma del pastiche posmoderno: “los films de la nostalgia”, es lo único que parece ofrecer una película como esta.

En resumen el diagnóstico cultural de Jameson dice así: nuestra época se define por la pérdida del sentido histórico sintomatizado en un tiempo presente experienciado como mera acumulación de significantes pasados, dado que ya es imposible comprender la realidad en su totalidad. De ahí que la cultura y el arte den la preferencia a los relatos conspirativos, ellos serían la única forma de acceder a un conocimiento global que se nos escapa y que jamás podremos inteligir. En Vicio propio ese pasado es los 70 o ciertos rasgos del sentido consensuado de lo que se entiende por esos años, por su estética (cine, música, etc), su aspecto (la vestimenta, la arquitectura, modismos, etc) y su historicismo (la elaboración de un relato social, cultural, político, etc, determinado como valedero).

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Contra tal suspicacia mía la película de Anderson no pudo sino decepcionarme salvo las particularidades formales (mea culpa: reconozco mi esnobismo). Antes ya había visitado el pasado pero mediante la representación de mundos cerrados, por amplios o acotados que fuesen, en los que precisamente el sentido histórico era lo que quedaba más o menos fuera de campo aunque no dejaba de ejercer su determinante pregnancia: la sociedad normativizada entre los 70 y 80 en Boogie nights, la historia del capitalismo salvaje en EEUU de principios del siglo XX en There will be blood, el nihilismo posterior a la segunda guerra mundial en The master. Además presentaban caracteres fuertes en sus protagonistas, algo que no es tan evidente en esta ocasión. Tal vez anclado demasiado explícitamente en un género como el policial, por un lado; y por otro al recrear una época, aunque solo superficialmente, Vicio propio cede con diligente servidumbre ante las fuerzas que el mito setentero y la matriz ahistórica del género cinematográfico le imponen.