Yo, Tonya (2): Una artista del hambre

Si hay algo admirable en el cine americano es que, desde sus inicios, ha tenido la suficiente conciencia para asumirse como un vehículo de masas con una clara percepción de los poderes expresivos de la imagen en movimiento. Nadie como ellos han sabido elaborar una poética de la imagen en donde han podido aunar la ética individualista que los caracteriza con la necesidad congénita de unirlo a un discurso de la nación y el amor propio. En sus costados épicos, el cine americano es la historia de una vida que deviene en imagen, símbolo, alegoría social, el deseo del héroe que lucha con sus demonios y deseos, todo con tal de alcanzar sus objetivos. Lo singular es que de esa mirada autoconsciente pueden salir reflejos opuestos, aunque no del todo discordantes: como si entre la aparente candidez de Forrest Gump (Robert Zemeckis, 1994) y la completa mala fe de El lobo de Wall Street (Martin Scorsese, 2013), pasando por la épica imaginada del torpe Rocky Balboa, hubiera una corriente subterránea en donde el americano demandara el sueño cotidiano de transgredir el orden social para, al final del camino, terminar buscando el cobijo en el arraigo de un sentido. Caída, recuperación, anhelo, victoria, caída… todo con tal de expresar la potencia febril e incansable por alcanzar una meta, sea cual sea.

Yo, Tonya participa en el costado más paródico de esa tradición: la historia del sueño americano y su reverso, la experiencia exacerbada y total de un cuerpo disciplinado para conseguir un objetivo, para después ser maltratado por fuerzas superiores que impiden alcanzar ese sueño. Es la historia verídica de Tonya Harding (Margot Robbie), una expatinadora artística acusada de atentar contra una compañera en plena preparación para los Juegos Olímpicos. La película utiliza la técnica de los talking heads, digresiones de personajes que hablan a la pantalla, alternando con escenas que buscan retratar la vida de Tonya como quien pretende armar un rompecabezas averiado e insólito: la niñez de un padre ausente y una madre despiadada y sádica (Allison Janney), las primeras incursiones en la pista de patinaje, las reticencias iniciales para entrenar a una joven tan grosera como talentosa. Observamos en su adolescencia los indicios de una personalidad única y autosuficiente, aislada, en movimiento paranoico como modo de supervivencia. Su noviazgo con Jeff (Sebastian Stan) y la violencia física de la que es víctima asoman como un paso natural dentro de una vida hecha a golpes y maltratos. Y uno se pregunta si no hay una nube negra que acompaña a Tonya, o si su madre la acompaña como una sombra maléfica que le recuerda una infancia dañada, irrecuperable, o si la propia Tonya tal vez sea su peor enemiga.

TONYA

Sin embargo, Craig Gillespie filma a Tonya con una premeditada contradicción: como si fuera una bala perdida, un pararrayos que atrae los desastres, arrogante y obscena; pero también como una personalidad insólita que cuestiona la sensatez del sentido común y que no logra encajar en ningún tiempo y lugar. Entre los comentarios que apoyan las escenas, los personajes intentan aportar algo de luz al enigma de “Tonya”. Ofreciendo visos de realidad, puntos y contrapuntos, opiniones que a veces se contradicen o complementan, poco a poco nos damos cuenta que Yo, Tonya trata menos de dilucidar el caso criminal en el que se ve envuelta, como en alternar distintas visiones que apenas rozan la naturaleza desatada y rotunda de Tonya, con toda la riqueza de contradicciones, arbitrariedades y equivocaciones que lleva a cuestas. En ese sentido, Gillespie se acerca a The Fighter (David O. Russell, 2010) en su mirada frenética, excitante, cómica y, en cierto modo, compasiva con que delinea a sus personajes. Por aquí abunda la estupidez, una cierta ironía agobiante y un humor torvo, que infunde de cierto brillo psicopático a la desesperación, la arrogancia y el exilio social del que es víctima la patinadora. Por allá, lejos en la cumbre, se asoma Scorsese con sus movimientos de cámara y la música que se releva una detrás de otra para desmentir o confirmar ciertas escenas, a modo de contrapunto paródico. También toma de él la atracción incandescente por la violencia, exhibida como una disolución de los límites de la cordura. Como es perpetrada en su mayoría por voluntades delirantes y estúpidas resulta ser insubordinada e incoherente, una violencia que se devora a sí misma.

Al final, Tonya aparece como el héroe americano, con su singularidad irreductible, poniendo en cuestión los efectos recesivos de una sociedad que la amarra y la castiga por su incapacidad de encontrar la aprobación social. Como representación del caos, Tonya Harding (la Tonya que nos ofrece Gillespie) bien puede arrogarse el derecho de estar al lado del Jake LaMotta de Raging Bull (Martin Scorsese, 1980). Sujetos imbuidos de una energía expansiva, indefinible y destructiva, que ante la desesperación necesitan del movimiento como forma de supervivencia. Un movimiento perpetuo, doloroso y placentero a la vez; una huida hacia adelante, una experiencia desbordada que tal vez encubre le necesidad de encontrar un cobijo. Por supuesto, un lugar imposible.

 

Nota comentarista: 8/10

Título original: I, Tonya. Dirección: Craig Gillespie. Guión: Steven Rogers. Fotografía: Nicolas Karakatsanis. Reparto: Margot Robbie, Sebastian Stan, Allison Janney, Caitlin Carver, Julianne Nicholson, Bobby Cannavale. País: Estados Unidos. Año: 2017. Duración: 120 min.