Z, la ciudad perdida: Perdido y encontrado

Contada en un lapso de veinte años (1906-1926), esta es la historia del explorador y mayor británico Percy Fawcett (Charlie Hunnam), quien en base a la insistencia  de que ha descubierto los vestigios de una ciudad indígena previa a la llegada colonizadora, fue tachado de loco o iluso. En el epílogo, previo a los créditos finales, nos enteramos que recientes hallazgos arqueológicos han demostrado el carácter visionario de sus obsesiones por hallar esa ciudad perdida. Fawcett, para diferenciarla de El Dorado (la utopía que llevó a la perdición a miles de conquistadores europeos), la llamó Z, el omega que daría sentido a una búsqueda que se daba por sentada como una fantasía sin asidero.

Algunos han hablado de que Z, la ciudad perdida es la historia de la transformación de Percy Fawcett. Un explorador con una misión clara y específica, delinear los límites cartográficos de la frontera de Bolivia y Brasil para evitar una inminente guerra por el caucho, que se transfigura en el obseso buscador de un lugar inexistente. Una suerte de conversión iluminada por una intuición persistente y algo delirante. La verdad es que Z, la ciudad perdida, en detrimento de obturar su costado más exótico y aventurero, vibra de mejor manera si se mira como una delicada observación sobre la muerte como camino que da sentido una vida. O cómo la pérdida de la vida bien puede valer la pena cuando existe fidelidad absoluta a una idea. Ese intento, esa percepción, son expuestas ya en las dos primeras escenas de este filme.

La primera es un anticipo breve (¿una suerte de in extrema res?) de lo que le ocurrirá a Fawcett en el último viaje que emprenderá al Amazonas: la oscuridad de la selva nocturna iluminada por las antorchas de los aborígenes. La segunda escena es un preludio simbólico: en una caza de animales en Irlanda, previa a la misión que le encomienda el imperio británico, Fawcett logra el premio de matar a un alce. En el momento de la celebración dice “Por la muerte, fuente de la vida”. Solo al final de la película podemos entender esa circularidad tanática que abre y cierra a Z, la ciudad perdida. Para no develar sorpresas, nada más podemos decir. Pero es innegable esta intuición sombría, escenas que revelan indicios que recorren toda la película, como una corriente subterránea que acompaña la odisea de Fawcett. Una odisea que no se alimenta de la transformación sino de una obstinación hacia esa meta casi metafísica de descubrir la virginidad perdida en medio de la selva americana.

Prueba de esta personalidad plenamente asimilada a su empresa utópica, es la relación que desde un principio Fawcett tiene con esposa Nina (Sienna Miller), mujer plenamente consciente de su papel de compañera y sostén moral de Fawcett. Su propia lucidez la hace sensible a las amenazas que conllevan las obsesiones de su marido. Aún así, ya en el primer tercio de la película, durante viaje que Fawcett emprende para fijar las fronteras de Bolivia y Brasil, Nina envía una carta que es una suerte de poética que inspirará a Fawcett el resto de su vida. Una carta que incluye un texto de Kipling: “Una voz, tan mala como la conciencia, anunció cambios interminables con un susurro eterno… algo oculto, ve y encuéntralo. Busca detrás de las cordilleras. Algo perdido detrás de ellas. Perdido y aguardándote. Ve”.

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Existe una serena y sólida complicidad entre Fawcett y Nina, una especie de reserva moral que conduce y acompaña su aventura, como si ella entendiera que más allá de sus aprehensiones subsistiera algún tipo de dignidad en el peligro, una grandeza estoica sostenida en la lejanía. Una mirada romántica en parte desmentida en la distancia e indiferencia que tiene Fawcett hacia su familia, como si fueran un estorbo para sus proyectos. Fawcett se muestra incómodo en esos breves encuentros familiares, desatento, suspendido entre la nostalgia de un paraíso perdido y la esperanza desesperada del descubrimiento que resuelva una inquietud nunca resuelta.

No extraña que así sea. El cine de James Gray tiene entre sus marcas autorales esas fricciones que desgarran a la persona, entre el deber por los afectos hacia el clan y la búsqueda de cierto refugio ante la indiferencia de un mundo en transformación. En We Own the Night (2007) y Two Lovers (2008) era la crisis de la identidad bajo el peso de la sangre, ambas resueltas en una abdicación ambigua a favor de la familia. En The Immigrant (2013), el peso de una tradición, las injusticias y los prejuicios marcan las cartas de una mujer que solo busca un poco de paz. En Z, la ciudad perdida vuelven a surgir las desavenencias familiares, los testimonios personales que desafían el sistema que ampara a los individuos, las luchas con los demonios interiores, todo envuelto en un estilo dramático atenuado, elegante, introspectivo, cuidado y algo nostálgico.

James Gray es plenamente consciente de que pertenece a una tradición de directores en retirada, que poco a poco desaparece o se encuentra en entredicho por los avatares de una industria cada vez más cruel con los riesgos artísticos. Directores que supieron conjugar la atracción de cierto público cautivo que gustaba de dramas sofisticados y serios, con una mirada personal que valoraba las escenas de acción en función de un drama mayor, con desenlaces inciertos, abiertos, incómodos. Es el cine de, por ejemplo, Frankenheimer, Friedkin, Scorsese, Rafelson, Cimino, el primer Malick. James Gray se sabe de ese linaje, y con Z, la ciudad perdida, tal vez su película más optimista y reconciliadora hasta la fecha, da la lucha para que ese cine no desaparezca.

 

Nota comentarista: 7/10

Título original: The Lost City of Z. Dirección: James Gray. Guión: James Gray. Fotografía: Darius Khondji. Música: Christopher Spelman. Reparto: Charlie Hunnam, Sienna Miller, Tom Holland, Robert Pattinson, Angus Macfadyen, Bobby Smalldridge, Edward Ashley, Tom Mulheron, Aleksandar Jovanovic, Siennah Buck, Stacy Shane, Bethan Coomber, Ian McDiarmid. País: Estados Unidos. Año: 2017. Duración: 140 min.