12 años de esclavitud (Steve McQueen, 2013)

En un chiste la actriz y comediante Amy Poehler decía que “después que vi la película nunca volví a ver la esclavitud de la misma manera”, a mi entender el objeto de la broma apuntaba a lo que en Estados Unidos llaman la “culpa liberal blanca” y que es una de las constantes satirizadas en su serie Parks and Recreation. Algo parecido podría decirse, eso sí eliminando cualquier ironía, sobre El Mayordomo de la Casa Blanca, (The Butler, Lee Daniels, 2013), donde el tópico del racismo se expone en un melodrama familiar como metonimia del recorrido histórico de posiciones políticas que chocan hasta acabar en la síntesis que borra las diferencias representadas: el presidente Barack Obama. Pero también se avanza en ese sentido al incluir en el reparto a la multifacética Oprah Winfrey. Con seguridad acá opera un prejuicio extranjero, por más que las dos personalidades sean conocidas por todo el mundo (junto con otras que reconstruye la película), precisamente por no ser estadounidenses los espectadores globales mantenemos una sospecha respecto de la empatía que los espectadores compatriotas seguramente sienten (o no) por ellos. Lo complejo es que al presentar esos personajes con autoridad “étnica” en un relato de recorrido histórico sobre el racismo la película tenga que sostenerse en una actuación ambigua, una que implica miradas, gestos, maneras y ocultamientos que son parte del repertorio performático jerárquico entre amo y sirviente. Es sabido que para mantener el status quo el poder absorbe las luchas legítimas y las eclipsa. En el caso de El Mayordomo se reproduce en la visión de la servidumbre obnubilada que no cuestiona, que más bien asume con displicencia y se ampara bajo esa autoridad, donde también participan personalidades que en el pasado pudieron ser problemáticas, incluso revolucionarias, pero que están ahora culturalmente asimilados y dotados del poder (de facto o simbólico). El problema de ese síndrome de la representación histórica en el cine, que bien ejemplifica Forrest Gump, es que deshistoriza al momento de rememorar, dando cuenta de un consenso de cosa pasada, de soberbia ética ante lo que todo el mundo sabe que está mal, y deja las conciencias de los espectadores descansar en paz. En definitiva, no hay moraleja, apenas una moral de “feeling good movie”.

 

Con 12 Años de Esclavitud su director, Steve McQueen, da pistas de su labor en función de un cine más clásico que lo aparentado en sus trabajos anteriores (Hunger, Shame). Partiendo por un texto homónimo, un relato de memoria del género literario “narrativa del esclavo”, la película se interesa menos por la reconstrucción de la memoria de su narrador que por su calidad de testigo y protagonismo, su experiencia de esclavo. Para algunos teóricos de la literatura de esclavos la conciencia del tiempo, su prospecto lineal y subjetivo era atributo de los amos, de su conexión blanca y occidental. Mientras, el siervo, prisionero del espacio, cosificado y explotado, es decir, por no alcanzar el estatuto de sujeto (en el sentido de llegar a ser “un Proust”) era incapaz de acceder al registro del tiempo. La película juega con esa idea de otra manera. Aunque la narración empiece in media res, ya el título delimita el tiempo experimentado por Solomon Northup, doce años de esclavo enmarcados en un antes y después cuando gozó de libertad y derechos. El abrupto cambio en la situación del personaje lo pone en una condición tipo “la vida es sueño (o pesadilla)” que se condice a lo largo del relato mediante las continuas elipsis que ayudan a indeterminar el paso del tiempo, pese a existir consistencia de causa y efecto en los cambios de locaciones (es decir, de dueños del esclavo). Esa partida, en libertad, y esa caída, en la esclavitud, con la cual Solomon es sustituido de sujeto a mercancía, por parte del relato marca la inflexión que permite identificarnos con él. Así mismo, su cambio de nombre (Platt) aparejado en la sustitución, esa denegación impuesta de la propia identidad va en el mismo sentido. En cuanto hombre libre, músico y hombre de familia, no interesaba más que en su función de potencial desequilibrio, lo realmente importante es que sea esclavo. O, mejor dicho, que haya sido esclavo. La restitución de su nombre, derechos, libertad y familia, escenificada con particular pathos y extrañeza, trabaja de la misma forma. Pareciera que no hay compensación posible, solo impotencia y de ahí un sentimiento de culpa porque la experiencia de esclavitud no es algo que se pueda traspasar; se le puede demostrar, inteligir o contar. Puede existir un tiempo narrativo de esclavitud solo a posteriori, por tanto se puede narrar lo pasado, el recuerdo; vivir la esclavitud en cambio es experimentar su vacío, la inexistencia de ese tiempo. Para cuando el esclavo recuerda la memoria funciona como un envase no como un cuerpo. Aunque la película no presenta esa instancia podemos suponerla como fantasmagoría del relato.

A propósito de cuerpos, en el cine de McQueen tienen preponderancia. Burdamente podemos distinguir dos polos que interactúan en sus tres películas: el físico y el psíquico. Hunger explicitaba el primero como soporte del segundo, por razones obvias (se trata de la historia de una huelga de hambre); en cambio en Shame ya queda claro la inseparabilidad entre cuerpo y mente, los tortuosos recovecos traumáticos de los personajes se exteriorizan en actos físicos desesperados (mediante actos sexuales o mutilación). En 12 Años hay una búsqueda por transparentar eso, de ahí que, más que sustentar realismo, la necesidad de exponer cuerpos flagelados y rostros expresivos sea la forma (por más obvio y convencional que parezca) de dar cuenta de la experiencia subjetiva y corpórea de la esclavitud. En ese sentido se puede entender que más que un relato denunciando la esclavitud lo que a McQueen le interesa es exponer el cuerpo y la mente de sujetos al límite de lo tolerable, rozar la muerte dotando de un aura de extrañeza, fugacidad y pérdida a la presencia vital plena y saludable.

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Para eso se arma de un compendio de primeros planos de rostros dejando el fondo fuera de foco y de planos generales con amplia profundidad de campo donde entran y salen figuras por el fondo. En los primeros la expresión, muchas veces silenciosa, dice todo lo que hay que decir; esto es, deja al espectador la tarea de significar. Mientras en el caso del plano general las presencias que se asoman surgen como mudos testigos, implicados a la distancia de lo que pasa en primer plano, a veces cómplices pasivos, otras casi remedo de una mirada tipo panóptico. También destacan los encuadres sobre las espaldas, plagadas de llagas, expuestas al castigo, o sangrando destrozadas luego de los azotes, como la muestra más degradada y degradante del poder inscrito sobre la mercancía. Un breve diálogo sobre el dominio de la propiedad por parte del esclavista redunda en una secuencia casi insoportable. Digo “casi” porque hacía tiempo no veía algo que, en cuanto espectador, me hiciera sentir tan literalmente sadomasoquista (dolor y compasión al mismo tiempo, con el añadido de intentar reconocer mi límite para soportarlo). Para contrarrestar eso, parte de mi real interés, más allá de la suerte del protagonista, fue por el lado de las configuraciones de los personajes secundarios y su colocación en el mapa de la esclavitud. Entonces se puede apreciar variadas diferencias entre la idealizada libertad civil y privada del norte con la dominación pública sureña. La película esboza distintos caracteres por donde transita y afecta el poder ya sea para esclavos, mujeres, empleados blancos y, por supuesto, los patrones. Así tenemos personajes dobles: las ventajas y desventajas de ser mujer bella negra, ya sea madre o soltera; la pasividad y agresividad de la esposa blanca del dueño, el patrón con culpa religiosa y el que goza pecando, el hombre blanco delator y el honorable, el capataz explícitamente racista y el que solo cumple su labor. Pero la que más me gustó fue la escena del encuentro entre negros e indígenas, como recordando que la historia de Estados Unidos no solo se hizo con la máxima explotación de una fuerza de trabajo foránea que pasó a incorporar lengua y costumbres de los explotadores, también que estos mismos fueron usurpadores y genocidas en el momento previo de conquista. En esa mirada de extrañeza ante los indios se cuela, sin querer, lo real y la (otra) historia.

Retomando las primeras líneas, en 12 Años de Esclavitud está todo servido para no acomplejar a nadie con el asunto esclavista, tan solo recordar que existió. Tal vez eso tenga mayor densidad significativa en Estados Unidos, lugar de los hechos, y sea algo lejano en un sitio como el nuestro, nación tercermundista (ajenos a los hechos directos, pero indirectamente apelados en tanto lugar de otro tipo de explotaciones). Me cuesta no pensar (admito mi vicio cinéfilo) en otras pelis, como el pop “hipopero” de Django Unchained y sobretodo la didáctica y “antiamericana” Manderlay como acercamientos más llamativos y perecederos sobre la esclavitud en el cine reciente, menos pendientes de lo políticamente correcto y la culpa liberal gringa (y no quiero invocar los orígenes culturales de McQueen).

Álvaro García