Isla de perros (1): Del homenaje hacia delante

Wes Anderson elige volver a la animación con Isla de perros, desde que hace casi diez años hiciera Fantastic Mr. Fox (2009), adaptación de la novela infantil de Roal Dahl. Esta vez el producto creativo y escritural es propio y colaborativo, en conjunto con Jason Schwartzman, Roman Coppola y Kunichi Nomura, y el resultado es probablemente superior al de su anterior stop-motion, lo que de partida ya suena difícil.

El director de The Royal Tenembaums (2001) y Rushmore (1998) arma un Japón ficticio en el que históricamente perros y gatos justifican clanes y guerras. En la actualidad, una gripe perruna divide a la ciudad de Megasaki, y el alcalde Kobayashi decide enviar a todos los perros a Trash Island, una isla que es un gran basural, para evitar la propagación de la enfermedad. Una medida extrema e injusta considerando que se está al filo de conseguir una cura, además del odio de Kobayashi por los perros.

Anderson trabaja con elementos a los que quiere homenajear, desde la cinematografía japonesa hasta los perros. Como suele darse en sus películas, los protagonismos están divididos y seguimos varias historias o píldoras de historias a la vez, unidas por una aventura. Se podría decir que la película comienza cuando Atari Kobayashi, sobrino del alcalde, llega a la isla para intentar recuperar a su perro Spots. Un clan de perros se le une en la búsqueda y recorren la isla sucia. Todo ocurre, de más está decirlo, en el marco wesandersoniano de encuadres perfectos, colores y movimientos de cámara repentinos y lúdicos. Lo típico en su cine y un poco más, aunque en sus reglas, ese «poco más» son siempre grandes saltos creativos.

Si Fantastic Mr. Fox ya era un trabajado detallado y bello en los colores, la puesta en escena y los movimientos de los “juguetes” de plástico, Isla de perros confirma un camino y avanza un buen trecho en el trabajo estético, incorpora nuevas texturas y registros; de repente nos encontramos con que pasamos del stop-motion al dibujo animado, a veces, incluso, ambas se mezclan en una sola imagen. El resultado es ante todo muy entretenido. Hasta los chistes, que tienen mucho de pequeñas intervenciones rítmicas, son más recurrentes (y diría que mejores) que en Fantastic Mr. Fox, que de pronto -y muy injustamente, claro- parece un trabajo menor. Puro mérito de Anderson.

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Podría decirse que se repite, eso es cierto, que en su estética ha encontrado seguridad, y hay a quienes esto les aburre. Es como si Anderson hiciera trampa, una trampa sofisticadísima, que de tan enrevesada sale mejor no hacerla. Pero la hace, y de hecho no puede sino insistir en ella. De todas formas, es imposible acusar flojera, o algo así como que funcione asegurándose en sus códigos. Su estilo se despliega como un mapa sobre el que trabajar, y a cada toma se nota ese trabajo, la preocupación por el ritmo, la coreografía, la elección de qué va dentro del cuadro y qué queda fuera. Los colores, los fondos y paisajes, las texturas. En cada toma se nota el cariño por su cine, por la cámara. Por el método y las posibilidades que existen y se inventan ellos mismos para contar una historia.

Entre los perros, la basura y la fantasía, la película también intenta ser actual. La idea de desterrar lo que incomoda es un eco del autoritarismo anti-inmigrante del discurso trumpista y de la alt-right gringa que ha encontrado adeptos en todo el mundo; acá mismo en Chile y con fuerza institucional, sin ir más lejos. No solo eso: hay un constante chiste que recuerda intencionalmente a las fake news de Facebook y de portales de medio pelo, que se toman de parcialidades e inventos para contar supuestas verdades. Los perros como oprimidos en un mundo de discursos mentirosos, con el filtro errado del rumor y la mentira. Lamentablemente, pasa con Anderson que las temáticas de orden más amplio o, digamos, importante, se pierden en la liviandad del trato. El estilo se come al contenido. Sin embargo, pareciera que ocurre al contrario con todo lo íntimo o emotivo, que adquiere un color particular en sus películas, una fuerza leve, una intensidad apenas arrancando, pero intensidad al fin y al cabo. Es extrañísimo (y de una inteligencia notable) cómo logra darle emotividad a una película de aparente formalismo y clara precisión obsesiva. Ahí es donde sus temáticas más recurrentes también aparecen. La idea del origen personal, la mitología familiar, el reconocimiento del otro en la extrañeza o en el contexto adverso. Humanos y perros tendrán de estos condimentos.

El primer gran homenaje de Anderson es al cine japonés, especialmente de Kurosawa y Miyazaki, pero la verdad es que la película es puro Wes Anderson, dejando a esos autores como referencias iniciales y lejanas. Son un punto de partida, y de vez en cuando esa influencia se deja ver: algunos espacios de silencio influenciados por Miyazaki (que a Anderson le sirven más bien de pausas), o personajes como sacados de High and Low (Akira Kurosawa, 1963). Pinceladas de un Japón cinematográfico. De todas formas, es cierto que el hecho de que la historia se dé en Japón parece más bien un capricho.

A propósito de lo mismo: una polémica se asomó luego del estreno de la película en Estados Unidos, donde hubo quienes acusaron a Anderson de apropiación cultural y falta de respeto por fetichización a Japón o los japoneses. A mi entender, una polémica menor o derechamente errónea, pero habría que decir que sí tiene algún punto interesante. El asunto es que en la película (con advertencia incluida) no se subtitula el japonés, lo que deja la tarea de la interpretación al espectador, o bien al personaje de la traductora (Frances McDromand), cuando le toca aparecer. Nada nuevo, por lo demás. Al mismo tiempo, los perros hablan inglés, lo que deja a los nipón-hablantes en un segundo plano, especialmente en escenas en las que conviven ambos lenguajes, como en aquellas en que Atari viaja con el clan perruno, y donde pareciera que fuera Atari la mascota de los perros (habría que preguntarse si eso es tan terrible). El problema sería ver los atributos técnicos y narrativos como ofensas deliberadas o incluso involuntarias. Lo que hace Wes Anderson, a mi entender, más que respetar o no la lengua japonesa, es aprovechar su belleza rítmica para darle una nueva textura, desde el sonido y el lenguaje, a la película. Es su propio homenaje, fallido para algunos, a la cultura de la que ha aprendido a través de las películas de Kurosawa, Ozu o Miyazaki, con la misma distancia en la que el cine es el único mediador. A su favor está su inteligencia para usarlo en el relato, contar una historia con escenas donde quienes no sabemos japonés no entendemos una pizca de lo que hablan, pero en las que es bastante evidente qué está pasando, ahí donde el lenguaje es pura música y son los gestos y movimientos los que hablan. El mérito es narrativo.

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Más allá del homenaje, la pregunta de por qué eligió Japón sigue intacta. No parece haber razones para creer que la película no pudo haber sido escrita pensando en cualquier otro lugar; el mismo Estados Unidos, sin ir más lejos, en especial si consideramos su contenido temático. Desde ahí me parecen más atendibles las quejas. Pero lo mismo hizo Anderson en su anterior película, The Gran Budapest Hotel (2014), irguiendo -basado en textos de Stefan Zweig- una Europa ficticia. Las particularidades son distintas, pero no es novedad en Anderson tratar lo ajeno e integrarlo a sus formas.

Tema aparte, y por si a alguien le interesa, la película está llena de estrellitas. No nos daremos ni cuenta, apenas reconoceremos a algunos, pero entre las voces están Bryan Cranston, Greta Gerwig, Bill Murray, Tilda Swinton, Scarlett Johansson, Edward Norton y hasta Yoko Ono. Algunos ya clásicos colaboradores de Anderson. Un show estelar en backstage.

Isla de Perros comienza desde el homenaje, pero Anderson no se queda con los elementos que se le han entregado, sino que desde ahí avanza hacia delante, pensando cada material, trabajando para crear algo totalmente nuevo. Logra una película especial, hecha con entendidísimo cariño (por la materia, sus personajes, el cine, la cultura japonesa a través de su propio filtro; ¡por los perros!). Bajo esa perspectiva, es difícil no defenderlo. Su estilo tiende a saturar y a la larga aburrir a ciertos espectadores. Nada que hacer. No tiene por qué ser el favorito de nadie. Por mi parte, es preferible tenerlo cerca, haciendo cine, especialmente porque, de haber elegido mal el destino de sus talentos, bien podría haber estado diseñando casas o, peor, algún mall ondero en los sectores orientes del mundo.

 

Nota comentarista: 7/10

Título original: Isle of Dogs. Dirección: Wes Anderson. Guión: Wes Anderson (Historia: Wes Anderson, Roman Coppola, Kunichi Nomura, Jason Schwartzman). Fotografía: Tristan Oliver. Montaje: Andrew Weisblum. Música: Alexandre Desplat. Reparto (Voz): Bryan Cranston, Edward Norton, Bill Murray, Jeff Goldblum, Bob Balaban, Kunichi Nomura, Ken Watanabe, Greta Gerwig, Frances McDormand, Fisher Stevens, Nijiro Murakami, Harvey Keitel, Koyu Rankin, Liev Schreiber, Scarlett Johansson, Tilda Swinton, Akira Ito, Akira Takayama, F. Murray Abraham, Yojiro Noda, Mari Natsuki, Yoko Ono, Courtney B. Vance. País: Estados Unidos. Año: 2018. Duración: 101 min.