Matar a un hombre (Alejandro Fernández Almendras, 2014)

Matar a un hombre, el tercer largometraje de Alejandro Fernández, continúa el camino insinuado en sus obras anteriores.  Si revisamos su obra, vemos que su primer film, Huacho se concentra en la vida de una familia campesina, al interior de Chillán, y da cuenta –de forma meticulosa– de un día específico en su vida, a partir del seguimiento de las rutinas diferentes de cada uno de ellos: una pareja de ancianos, su hija y el hijo de ella.

Posteriormente,  Sentados frente al fuego fija nuevamente la mirada en un grupo nuclear a partir de la observación de una pareja donde la mujer padece de una enfermedad letal, que avanza lentamente, en conjunto con el metraje, mientras Fernández despliega mediante la cámara un paisaje que parece estar impregnado por la tristeza, tornándose relevante en su presencia plástica, como la puesta en escena visible de un clima interior, una lógica visual que da cuenta de algo que se va consumiendo, como se consume un cigarrillo aunque en este caso se trate más bien de la vida de una mujer y de la relación que mantiene con su compañero. Un ritmo pausado que se detiene en los afectos de los personajes y cada tanto se desmarca de ellos para transitar los exteriores.

Matar a un hombre sigue esa estela: la de una mirada cuidadosa, afectiva, hacia unos personajes entrañables,  afectados lamentablemente por un sistema (específicamente un sistema judicial y policial) que no funciona –o funciona  mal o funciona para otros y no para ellos–. Y da cuenta, también, a raíz de esto mismo, de la perversa dinámica de una sociedad profundamente desigual, donde queda en evidencia que las instituciones básicas son débiles, son injustas y son indiferentes.

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Como en las anteriores, la película avanza sin prisa, desde una narración pausada que da cuenta de universos cotidianos y personales, de rutinas y prácticas de trabajo (Fernández se concentra en el trabajo, no lo omite con elipsis sino que da cuenta y hace partícipe al espectador de su mecanismos), de eventos triviales que construyen el día a día de los personajes, también de los espacios y los paisajes –el viento en las plantas, el horizonte rural desde el interior de un bus en movimiento–. La diferencia respecto de los filmes anteriores está en la inserción de una tensión dada a partir de la utilización de un suspenso constante y agudo, instalado a pocos minutos del comienzo del filme. La trama sigue a Jorge, un padre de familia, casado y con dos hijos adolescentes, que tras denunciar al hombre –el Kalule– que le roba en la calle, comienza a ser acosado, él y su familia, por el delincuente y su grupo de amigos antisociales que los violentan, con distintos grados de provocación y de forma persistente –siendo tal vez el más agresivo el manoseo, en la calle, a la hija de Jorge–dejándolos desamparados y vulnerables.

El filme se detiene en la cotidianeidad del protagonista. Jorge trabaja como vigilante de un recinto enorme, come, ve televisión, compra tortas en pastelerías, se aburre. Y entremedio, agobiado por esta seguidilla de actos agresivos contra su familia, contra la indiferencia de la policía (a la que recurren una y otra vez), y de la fiscalía, decide matar al hombre que les arruina la vida.

Es interesante el filme en términos de ritmo. En un principio (la primera mitad del filme), el relato va dejando fuera de campo los elementos más relevantes de lo que, como espectadores, debería importarnos de los personajes. Por ejemplo, se omite todo el proceso de disolución del matrimonio que no es capaz de tolerar el acoso, y solo llegamos cuando la pareja ya está separada; durante todo ese lapso, la narración solo nos da acceso a los residuos, a los bordes. A un día a día en que se vislumbran los bosques y la paz del sur de Chile desde el mismo lugar, y con la misma distancia, con que luego se dan a ver los abusos y provocaciones.

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Pero luego, en lo que en cualquier relato convencional llamaríamos clímax, Fernández se detiene y comienza un trayecto sinuoso y pesado. En el ‘matar a un hombre’ que ya nos adelanta el título, los tiempos (las duraciones, los ritmos) parecen detenerse, se hacen lentos, se estancan. Además de llamar la atención sobre los sistemas judiciales en Chile, el filme reflexiona en torno a la experiencia de la muerte, no ya en torno a la enfermedad (como en Sentados frente al fuego), sino desde su realización, desde un acto planificado y consiente, extremadamente difícil, donde el matar a un hombre contempla un espacio temporal similar a la de otros sucesos importantes o banales, que van llenando la vida de Jorge.

Carolina Urrutia