Silencio (2): Fuego en la carne

En un primer acercamiento, Silencio no es una película grata. Al menos no en los términos en que el concepto podría entenderse en el cine mainstream, o para el público que colmó las salas tres años antes para ver El lobo de Wall Street (2013). Yendo más lejos, las películas de Martin Scorsese, incluso las más exitosas, en alguna zona suelen ser extrañas, incómodas, impredecibles, distanciadas y pocas veces entregadas impunemente a los guiños de complacencia con el público. Y esa textura no siempre fácil de digerir a veces está, como ocurre en este caso, alejada además de todas las precauciones que la industria aconseja para sus inversiones más cuantiosas.

Desde la elección del tema –tan a espaldas a las modas vigentes–, y de la fuente para desarrollarlo –la novela de un autor japonés converso (Shûsaku Endô) que ya tenía una adaptación previa realizada hace más de 40 años y de modo mucho más conciliador que esta versión–, esta nueva cinta tenía pocas posibilidades de ser un éxito y nadie que tenga a la vista las magras recaudaciones que en su momento obtuvieron Toro salvaje (1980), El rey de la comedia (1983) o Kundun (1997) podría extrañarse de la esquiva recepción que ha conseguido en cartelera.

 

El infierno, probablemente

Como otras de las obras de Scorsese, Silencio es la crónica de un viaje al infierno narrado mayoritariamente en primera persona por el padre Rodrigues (Andrew Garfield), jesuita portugués que ha emprendido después de mucha insistencia un último viaje hasta Japón para encontrar a Ferreira (Liam Neeson), sacerdote mentor desaparecido allí hace algunos años y de quien se sospecha que ha sido forzado a la apostasía para abrazar el budismo y evitar el martirio.

El año es 1640, el período más violento de la persecución contra los cristianos en ese país y la tarea personal de Rodrigues, junto al padre Garupe (Adam Driver), también es reestablecer los puntos de contacto entre los desperdigados y diezmados conversos para intentar levantar nuevamente el catolicismo en la isla.

La necesidad de proteger la integridad por la vía de silenciar la fe y aparentar sometimiento al credo oficial es una práctica extendida entre los fieles japoneses, al punto que el acto de renegar de Dios se ha convertido en un ritual público en sí mismo, que consiste en pisar una imagen de Cristo como prueba de lealtad a la fe del Estado.

En cierto sentido, la llegada de los dos sacerdotes rompe esa suerte de equilibrio entre el poder oficial y la comunidad devota replegada en el anonimato. Apenas Garupe y Rodrigues pisan la isla el rumor se extiende y se inicia una nueva y violenta ofensiva desde el poder estatal encarnado en el Gran Inquisidor.

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El cuerpo y la fe

Las preocupaciones de Scorsese en Silencio no son demasiado diferentes de las que lo impulsaron a adaptar La última tentación de Cristo (1988), la dualidad entre lo humano y lo divino reaparece aquí con la tensión entre la fe y la carne, entre la traición al símbolo y la entereza espiritual, oposición friccionada adicionalmente por el entorno en que se mueven los personajes, desde la incomodidad física y el encierro hasta la agresividad permanente del paisaje, elementos que le sirven al director para exteriorizar la angustia interna de sus personajes.

Desde esta perspectiva, más formal que narrativa, la película debe estar entre las más ascéticas del director, un ascetismo similar e incluso mayor al de El Color del Dinero (1986), filme con el que establece mayores similitudes estructurales y en donde la ausencia aparente de puntos dramáticos altos llevaron a afirmar a un sector de la crítica estadounidense que se trataba de una obra “carente de clímax”. Y lo cierto es que en aquella cinta, como en gran parte de sus filmes, la administración de su dramaturgia está concebida en función de la psicología de su protagonista, en sus cuentas pendientes con la vida y en la brutal toma de conciencia que termina por reencauzarlo, tensiones que circulaban subterráneamente a lo largo del metraje y de las que Scorsese daba cuenta a través de la cámara y el montaje.

Para este nuevo filme las soluciones narrativas logran contener muchos de los momentos más intensos de la cinta y trasladar buena parte de esa incomodidad a la textura global de ésta. Scorsese no fuerza con bruscos movimientos de cámara ni con los énfasis de un montaje agresivo. En función de una cuidadosa y compleja planificación, es quizás una de las cintas más clásicas que haya filmado y en ese plano su puesta en escena es un modelo de pudor y contención.

En el dominio de estas y otras decisiones formales, es casi inevitable no pensar en la influencia de aquella corriente más íntima del cine japonés que el director siempre ha admirado y hasta sería inútil trazar exhaustivamente de las referencias que esta cinta extrae de la obra de Yasujirō Ozu o de Kenji Mizoguchi en términos de simpleza expresiva. Pero sí es más clara la dimensión corporal que la dirección de Scorsese enfatiza resaltando la diferencia de ademanes entre japoneses y europeos: los dos portugueses en una dimensión, y en la otra las figuras del Gran Inquisidor Inoue (Issei Ogata) y el torturado Kichijiro (Yôsuke Kubozuka).

Esta distancia en el temple físico de sus personajes es relevante en tanto lo que el filme pone en escena es en principio la resistencia del cuerpo, la capacidad de la carne de permitir un grado creciente de flagelación sin someter a la mente y al espíritu. Así como Jake La Motta encara desafiante a Sugar Ray Robinson (“nunca pudiste hacerme caer”) después de que éste lo ha masacrado en el ring al final del segundo tercio de Toro salvaje, el trayecto del padre Rodrigues también está impulsado inicialmente por una voluntad de sacrificio corporal y de laceración.

silencioSSin embargo, Scorsese no conduce la progresión existencial de su protagonista desde esa certeza sino desde un trayecto de dudas e inseguridades que pronto se transforman en desgarro. La idea de la inutilidad de la tarea misionera se instala entonces como punto central del relato y eje de las profundas diferencias entre oriente y occidente.

Más que el tormento de la conciencia que supone la apostasía, lo que verdaderamente distancia la contextura de la fe entre europeos y japoneses es la naturaleza de la conversión, que para los asiáticos se ubica exclusivamente en el dominio de los ritos externos. De ahí que para ellos sea mucho más difícil atentar contra las imágenes sacras como vía para demostrar así su lealtad al credo oficial y salvar su vida.

Si Rodrigues opera sobre seguro es porque la constitución teológica de su fe se sitúa en el plano de una muy educada –y europea– conciencia intelectual y moral, y la manera en que el filme construye a su personaje incorpora decisivamente esa ventaja reflexiva y pragmática que es, finalmente, la que le permite sobrevivir.

Los momentos más vibrantes de Silencio –precisamente aquellos que enfrentan retóricamente a Rodrigues y al Inquisidor Inoue– dan cuenta de esa inequidad y no es una contradicción que, en relación con la fe y el sacrificio, las razones de la autoridad política parezcan tanto más lúcidas (“ellos no mueren por su Dios, mueren por usted”) que la invocación doctrinal a la que acude el misionero.

Ese orden de prioridades conceptuales que el filme pone en juego explica el valor de la imaginería religiosa dosificada a lo largo del relato. No es que ésta no haya estado antes en la obra del neoyorkino –se puede rastrear desde ¿Quién golpea a mi puerta? (1968) en adelante–, pero la presencia de estampas, cruces e íconos adquiere aquí un valor dramático en torno al que giran muchas de las escenas que Scorsese construye y a las que despoja de cualquier énfasis sonoro o visual.

El cuerpo vuelve a ser, en ese orden de relaciones, el último eslabón de esa imaginería y el filme lo asume como tal. Abolido el credo, pisoteadas las imágenes y arrasadas las cruces, es la carne el último testimonio de esa fe con todas las debilidades con que los personajes de Scorsese han asumido su voluntad redentora, desde Charlie en Calles peligrosas (1973) hasta Jordan Belfort en El lobo de Wall Street.

En esa larga trayectoria, Silencio no es una película que reafirme las convicciones católicas de Martin Scorsese, como la crítica más reaccionaria ha querido hacer ver, sino en donde manifiesta con mayor ferocidad la naturaleza indomable de sus contradicciones espirituales.

Nota comentarista: 9/10

Título original: Silence. Dirección: Martin Scorsese. Guión: Jay Cockcs, Martin Scorsese (novela: Chinmoku, de Shüsaku Endô). Fotografía: Rodrigo Prieto. Montaje: Thelma Schoonmaker. Música: Kim Allen Kluge, Kathryn Kluge. Reparto: Liam Neeson, Andrew Garfield, Adam Driver, Ciarán Hinds Issei Ogata, Tadanobu Asano, Shinya Tsukamoto, Ryô Kas. País: Estados Unidos. Año: 2016. Duración: 161 min.