Informe 51 Visions du réel (2): Paseos digitales

Justo en un momento en que nos preguntamos por el futuro inmediato del cine, durante este período sin rodajes y cuarentena global, el festival suizo Visions du réel, uno de los principales dedicado a la no ficción y sus intersticios, tuvo su 51 versión en formato on-line. En este segundo informe revisamos: Correspondencia (de Carla Simón y Dominga Sotomayor), Urpean, Iurra (de Maddi Barber), An Ordinary Country (de Tomasz Wolski), Las ranas (de Edgardo Castro) y El Father Plays Himself (de Mo Scarpelli).  

Si hiciese el ejercicio de comparar mentalmente la experiencia de este Visions du réel con mi historial de festivales, podría iniciar este informe con un lamento. Ya se ha discutido bastante sobre la pérdida de algunos elementos esenciales que tendrán los festivales mediados de manera digital, la mayoría de estos relacionados a la falta del espacio físico de encuentro que materializan los buenos festivales. Además de las películas, los buenos festivales también contienen reencuentros, conversaciones post-función, caminatas entre salas y risas compartidas que dan sentido a la experiencia y resignifican las propias películas.

Es cierto que no tuve nada de esto en mi experiencia de cobertura de Visions du réel. Sin embargo, resulta todavía más cierto constatar que ser parte del certamen nunca estuvo dentro de mis planes este año. No he sido parte de ediciones anteriores, no he pisado suelo suizo y tenía un conocimiento del festival que se limitaba a saber que se trataba de uno de los principales dedicados a la no ficción y sus intersticios. Poder celebrar discretamente la falta de centro geográfico que tuvo el festival este año, a pesar de las limitaciones de su sistema de “tickets”, no significa desacreditar ninguna de las experiencias vitales de los festivales celebrados físicamente. Durante estos meses seguiremos gozando del acceso a películas que no hubiésemos tenido previo al encierro, al mismo tiempo que se sentirán las ausencias del elemento físico.

 

Hurgando en el archivo

Justo en un momento en que nos preguntamos por el futuro inmediato del cine después de este período sin rodajes, resulta curioso que las primeras películas que vi en Visions du réel prescindieran en parte de este aparataje, al menos en su sentido tradicional.

En Correspondencia (Carla Simón y Dominga Sotomayor, 2020) las cineastas comparten, como se intuye desde el título, intercambios epistolares en forma fílmica. Los intercambios de Simón y Sotomayor comparten la característica dual que tienen algunas cartas abiertas: poseen la intimidad del mensaje escrito en segunda persona, al mismo tiempo que funcionan como una especie de autobiografía en primera persona. En los dos primeros intercambios ambas directoras ocupan estrategias de escritura prácticamente opuestas.

Simón prescinde en un comienzo de su voz, aunque aparece su escritura, para realizar un relato coral ensamblado con las voces de varias integrantes femeninas de su grupo familiar. La escritura del comienzo se dirige en español a Sotomayor, pero el espacio íntimo de la directora está hablado en catalán. Las imágenes recorren los rostros y los espacios, todas en relación a la presencia y el legado de una integrante que ya no se encuentra.

Sotomayor, en cambio, parte narrando con su voz en primera persona, pero esta vez las imágenes son ajenas. Realizando otro tipo de recorrido familiar, la directora recurre a su archivo de películas familiares. A diferencia del aspecto casero que por lo general caracteriza este ejercicio, en este caso se trata de ficciones más elaboradas donde vemos a la abuela de la directora, imágenes que después se comparan con la versión recreada por la propia Sotomayor años después. De cierta forma, esta aparición introduce un elemento que toma mayor presencia en los siguientes intercambios.

El hecho de que Sotomayor hable de su pasado familiar a través de la realización de películas en el pasado muestra el interés por pensar su trabajo como directora como un hecho biográfico-fílmico. Posteriormente, ambas directoras introducen imágenes que remiten a sus películas anteriores. Las últimas imágenes de la madre de Simón que esta decide incluir hacen pensar en la ausencia ficticia de la madre de Frida en Verano 1993 (Simón, 2017), mientras que el incendio (ahora sí desde una cámara de formato casero) que aparece desde el archivo de Sotomayor nos lleva de inmediato a pensar en Tarde para morir joven (Sotomayor, 2018). Para ambas directoras, hablar desde su historia familiar y personal significa terminar hablando de su cine.

Mención aparte merece la interrupción del relato en la carta de Sotomayor a propósito de la represión y crímenes de estado ocurridos como respuesta a la revuelta de octubre. Si la pregunta por cómo se inscribiría este hecho en el cine nacional ya venía dando vueltas, la inclusión de Sotomayor sería una de las primeras muestras por fuera de la circulación múltiple y menos controlada de las imágenes en internet. En primer lugar, el 18 de octubre aparece como una interrupción de la narración construida por Sotomayor, en una línea autoreflexiva que se cuestiona cómo seguir este relato -o cualquier otro- después de los hechos ocurridos.

Posteriormente, aparece un clip anteriormente difundido en redes por el Colectivo Registro Callejero en el que se ve una a violinista tocar frente al GAM mientras carabineros reprime la gente alrededor. Se trata de un rescate de un clip realizado por la propia directora durante las manifestaciones. Esta operación es la que me genera mayores dudas, ya que aquel vídeo que circuló viralmente (lo vi alguna vez, sin saber que era de Sotomayor), se inscribe ahora bajo la marca autoral, como otro tipo de escritura personal que da cierre al cortometraje. Si bien esta es una objeción que el corto no tendrá por fuera de Chile, las imágenes de la revuelta han dejado la pregunta abierta en torno a los usos colectivos y la aparición de las “firmas” en estos.

En Urpean, Iurra (Maddi Barber, 2019) existe otro tipo de rescate de archivo. Como una expansión de su cortometraje 592 metroz goiti (2018), la directora vuelve al pantano de Itoiz, proyecto hidráulico que inundó siete pueblos en la comunidad de Navarra. Esta vez no se trata de un archivo personal, sino de uno colectivo que funcionaba a modo de evidencia. Grabados a distancia utilizando un tembloroso zoom, los registros corresponden al archivo de Solidari@s con Itoiz, un grupo activista ecologista que luchó contra la construcción del embalse hace más de 20 años.

Junto a este archivo del grupo político, la directora introduce imágenes actuales de distintos integrantes del pueblo relatando sueños en los que los poblados desaparecidos son un motivo recurrente. También aparecen registros actuales en los que se recorre desde el agua los restos de las viviendas inundadas. Si bien en el papel esta parece una combinación lógica, parte de la gracia del trabajo de Barber está en la disparidad de estos materiales. El archivo de Solidari@s es un archivo de evidencias, registrado con la única intención de demostrar las actividades nocturnas e ilegales de la Confederación Hidrográfica. Las imágenes son inestables y muestran con poco detalle y muchos pixeles el accionar clandestino. Tienen el pulso del registro militante, hecho con la urgencia de capturar algo que de otro modo no tendría pruebas futuras.

En cambio, las imágenes realizadas por Barber son calmas y estables, con el control de quien pudo planear su registro. Los tranquilos travelling acuáticos, especialmente, contrastan el caos presente en el archivo. A pesar de esto ambos niveles terminan combinándose. La urgencia política del archivo contamina e interrumpe la belleza del registro actual, mientras que los relatos de los sueños agregan una capa afectiva y onírica al trabajo político de Solidari@s. El efecto final es espectral convirtiendo la ausencia de los pueblos en la presencia más patente en la película. Como en Demasiado temprano, Demasiado tarde (Danièlle Huillet y Jean-Marie Straub, 1982), la apacibilidad del paisaje se convierte en un elemento esquivo que oculta los rastros de la violencia.

Si Correspondencia y Urpean, Iurra recurren al archivo para combinarlo con el presente, An Ordinary Country (Tomasz Wolski, 2020) es pura indagación en este. En la línea de Autobiografía de Nicolae Ceausescu (Andrei Ujica, 2010) o Funeral de estado (Sergei Loznitsa, 2020), la película de Wolski es posible gracias al acceso reciente al archivo producido por los estados soviéticos. En este caso, no se trata del archivo “oficial”, sino del archivo secreto de vigilancia ciudadana en Polonia. Esto incluye personas sospechosas de “traición”, como también múltiples casos en los que es difícil convencerse de razones válidas para haber realizado ese seguimiento. Se trata de ejercicios de found footage que revelan más información sobre los estados que registran que sobre los personajes retratados.

Al igual que en la película de Ujica, Wolski recurre a sonorizar buena parte del archivo, dándole un aspecto enrarecido y artificial a buena parte de las escenas, aparentemente silentes en su registro original. Este ambiente extraño también se acentúa por el uso ocasional de piezas musicales electrónicas, dándole un leve toque de ciencia ficción a los procedimientos de espionaje polaco. Con varias similitudes visuales con La conversación (Francis Ford Coppola, 1974), las autoridades soviéticas persiguen con teleobjetivos el deambular de mujeres y hombres que se escapan del plano.

El compilado suscita más interés por la desmesura de algunas imágenes -especialmente en algunos interrogatorios de carácter matonesco- que por las estrategias formales de Wolski. La sonorización de cada imagen parece responder a un sentido de extrañamiento, pero también da la impresión de que el director necesitara este añadido para generar dinamismo en imágenes que ya son interesantes por sí mismas. Por lo demás, las asociaciones entre la vigilancia extrema soviética y la ciencia ficción se han convertido también en un lugar común, como han mostrado algunos de los documentales falsos de Jim Finn.

 

Ficción, entrada y salida

El Father Plays Himself (Mo Scarpelli, 2020) es desde la entrada un película que juega con varios límites. En un nivel elemental, se podría decir que es un making-off independiente de la película venezolana La fortaleza (Jorge Thielen Armand, 2020). Sin embargo, poco aprendemos sobre La fortaleza y su proceso fílmico. La cinta se centra en la exploración cercana de las relaciones entre su director y protagonista, que en este caso también son padre e hijo.

Las primeras escenas de El Father muestran la planificación que realiza el equipo de Jorge Thielen junto a su padre, con quien comparte el nombre, pero es apodado casi siempre “El father”. Si bien esto se revelará con detalle más adelante, El father se presenta como un personaje explosivo, como una fuerza que pone en tensión el espacio organizado de la preproducción. La asimetría de poderes se hace patente; aunque El father está bien informado del tipo de proyecto en que se está embarcando, el lenguaje especializado de su hijo (quien regresa al país después de estudiar cine en Canadá) y del equipo marcan una distancia inmediata.

Las estrategias fílmicas de Thielen Armand oscilan entre la búsqueda y la pérdida del control. La personalidad de su padre, con cambios de ánimo abruptos y una tendencia a la borrachera, necesita de un margen de control para las escenas que el equipo planea, al mismo tiempo que el personaje escrito coincide con esta personalidad límite de su no-actor. Sin decirlo explícitamente, el equipo necesita que El father esté borracho en algunas escenas, mientras que en otras necesita que esté suficientemente sobrio para poder seguir instrucciones. Esto lleva al director, en una de las escenas impactantes, a buscar diversas formas de conducir a su padre en cuanto al consumo de alcohol, incluyendo una escena en que cambian su bebida sin su consentimiento.

Esta exploración de las relaciones de poder en el cine, especialmente en el cine que trabaja con no-actores, se vuelve todavía más ambigua cuando se refleja en la misma película que estamos viendo. De manera indirecta, el cuestionamiento de la asimetría en la relación de Jorge padre e hijo pasa a convertirse en una pregunta dirigida al registro de este rodaje. Si las diferencias de lenguaje entre ambos personajes llevan la marca colonial, el hecho de tener a una directora italiana-estadounidense registrando esta pugna de poderes hace que el discurso de la película se vuelva más ambiguo. Al igual que en películas como My Friend the Polish Girl (Ewa Banaszkiewicz y Mateusz Dymek, 2018) o La vida suspendida de Harley Prosper (Juan Manuel Sepúlveda, 2018), la falta de ética se convierte en un discurso en sí mismo, cuestionando a la propia película, pero también a todas aquellas que necesitan que esta discusión se vuelva invisible para funcionar.

Por último, Las ranas (Edgardo Castro, 2020) se presenta como una película austera, como un seguimiento de personaje en su deambular urbano. Si bien la fórmula no es del todo desconocida, el aspecto digital y desprolijo de la imagen hacen que el universo íntimo de Bárbara (Bárbara Stanganelli) se retrate desde cerca, sin poner demasiado énfasis en la precariedad de su situación. Mientras que la primera media hora sugiere que la película podría ser una exploración de su cotidiano, sin un centro dramático principal, de a poco el deambular de ella se revela como un trayecto con destino fijo.

Si bien el título de la película hace referencia al nombre que se da en la jerga carcelaria a las mujeres que visitan a los internos, difícilmente podríamos decir que ese es el tema de la película. La obra de Castro está llena de desvíos y descripciones que toman tiempos inusitados. Las escenas en que Bárbara intenta vender medias en la calle o en el puerta a puerta podrían cumplir, en otro tipo de película, con la función informativa de mostrarnos lo duro que es su trabajo. Sin embargo, Castro se queda el tiempo suficiente para que las acciones adquieran un peso mayor dentro de sus repeticiones. El rostro de Bárbara se muestra casi siempre apesadumbrado, cumpliendo cada recorrido con una carga mecánica.

Por lo mismo, la llegada a la cárcel se presenta como un pequeño oasis. Uno de los logros principales de Castro en Las ranas es conseguir una sensación de intimidad dentro de un ambiente repleto de gente. En vez de presentar momentos que remarquen la pesadez, el compartir unas empanadas se convierte en el espacio de separación principal, una bisagra que prepara la vuelta de Bárbara a casa, nuevamente registrado de cerca con la cámara portátil. Es en estos momentos, que incluyen también los destellos de luz que aparecen en los viajes en bus, donde la obra de Castro se escapa de realizar una acumulación de disgustos para pasar a sumergirse en un cotidiano que puede tener también momentos luminosos. Aún así, esto no significa que el rostro de Bárbara no recupere el peso del comienzo hacia el final del film, cuando solo queda el regreso a casa.