Informe Festival Internacional de Rotterdam 2019: Se termina por donde se empieza

Hay una mesa en el De Doelen, centro principal del Festival de Cine de Rotterdam, que durante los primeros días nadie usa, o al menos nunca vi a nadie usar. Todas las mesas están ocupadas salvo aquella, y cada una lleva encima un pequeño cartel del Festival con una chapa distinta: «Corajudo», «Vulnerable», «Inspirado». Hay varios carteles y cada chapa tiene un color diferente. En la mesa que nadie usa, el cartel dice «Traicionado». Asumo que en Rotterdam la gente es o se vuelve supersticiosa. Yo igual me senté. De todas formas, soy medio supersticioso. Creía que debía empezar el festival con una película excelente y que ese sería un buen augurio, y aunque ya estaba unos quince minutos tarde, entré a ver Manta Ray, de Phuttiphong Aroonpheng, ganadora en la sección Orizzonti de Venecia 2018. La voluntad supersticiosa terminó por funcionar: Manta Ray fue un gran comienzo personal, y durante los días siguientes, salvo algunos puntos bajos, el suelo sobre el que se cimentaban las películas parecía sólido. Aunque quizá no esté bien decirlo así. Un suelo sólido entrega la imagen de una base unificadora, un «mínimo común» de requisitos o de calidad a cumplir. Nada más lejos de la realidad. Ese cimiento lo entrega cada película por separado, cuestión de la que el IFFR2019 (nombre–código del festival) se hizo cargo, y se destacó por esa libertad estética, narrativa y de estructura que existía entre las películas de la sección principal del festival, la Bright Future. Lamentablemente, la superstición se cumplió para bien y también para mal: durante lo que duró el festival, al igual que con Manta Ray, llegué tarde a todas las primeras películas del día.

 

 

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Transficciones

 

Bright Future, como decía, es la sección más importante del Festival, y aquella que le da el sentido del que Rotterdam se jacta: ser un trampolín para autores emergentes. Dentro de Bright Future, ocho películas se encuentran en competencia en la Tiger Competition. Entre ellas, una representante chilena, la tercera película de Camila José Donoso, Nona, si me mojan, yo los quemo. Nona trata de Josefina, quien a sus 66 años se va a vivir a la costa luego de una vida en Santiago. Además, se pasó parte de la dictadura armando bombas molotov. Estos recuerdos (e incluso una retorcida llama interna) reaparecen en Nona a propósito de unos incendios veraniegos que ocurren en Pichilemu, con los cuales tiene una relación ambigua, o secreta. La mezcla del registro documental con el ficcionado son lo mejor de la película, y tiene su punto más alto en el momento en que ambos registros parecen mirarse cara a cara, algo así como cuando Michael Jordan se encuentra con los Looney Tunes en Space Jam. Tal como en Casa Roshell (2017), en la que transformistas reales ficcionan sus propias historias en pantalla, Donoso repite lo que ella denomina “transficción”, esta vez con su abuela como protagonista, quien, por lo demás, ya había actuado en Naomi Campbel (2013). El resultado es muy bueno y da un puntapié de inicio de año excelente para el cine chileno (esto lo reafirmarán otras dos mujeres durante el festival, pero eso, luego).

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Nona, en todo caso, no está sola. También en competencia, Els dies que vindran, de Carlos Marqués-Marcet, trata de una joven pareja que espera un hijo. Es la historia de un embarazo. Lo notable del film, que en cuanto a su historia no tiene nada de especial (tanto así que recurre a los más que consabidos conflictos de una pareja joven), se encuentra, primero, en los gestos y reacciones de la pareja a los eventos clave (el test de embarazo, las decisiones que deben tomar en el camino, etc.), y segundo, en el hecho de que, tal como Donoso, recurre a la transficción. La pareja protagonista es real. El embarazo es real. Es más: los padres de Vir, la embarazada, son sus padres en la vida real, y esto da paso a una de las cuestiones más interesantes en la película: Vir revisa videos caseros de sus padres mientras su madre estuvo embarazada de ella misma (o de María Rodríguez Soto, la actriz), del cual veremos distintas partes en varias ocasiones, incluyendo su nacimiento. El registro también es real, y todo está incluido tan orgánicamente que queda la pregunta de cómo lograron hacer una película con todos esos elementos. Leo una entrevista al director: todo se dio en el camino, desde la fecundación de la idea, que surgió al conocer la noticia del embarazo, hasta la inclusión del video y los padres, ya avanzadas las filmaciones.

En esta misma línea, uno se pregunta por qué De nuevo otra vez, de Romina Paula, la actriz y escritora argentina, no estuvo en la Competencia (quizá hay buenas razones y reglas que desconozco). Su debut como directora es excelente, y su película quizá fue la más encantadora de todo el festival. En De nuevo otra vez, Romina Paula ficciona también con su propia vida (su hijo y madre actúan como el hijo y la madre de la Romina de la ficción; la protagonista se llama Romina), y que va sobre el deseo y el lugar extraviado de una mujer y madre cerca de los cuarenta. Tres películas en una misma línea.

 

Primer festival

Es mi primer festival. Quise elegir qué ver siendo responsable, es decir, intentando descubrir nuevas películas, ver cuanto pudiera del Bright Future, pero se entrometió el placer, cómo no, y armé un itinerario que me permitía ver películas que ya habían sido estrenadas e incluso premiadas en festivales anteriores (y que, principalmente, tenía muchas ganas de ver), por lo que forzosamente me perdí de novedades y sorpresas. Era mi oportunidad para ver La Flor, de Mariano Llinás (la mejor de todas), que por su presencia imponente y avasalladora me dejaba un día y medio menos de películas nuevas en la cuenta. No me arrepiento ni por un músculo. Lo mismo con Ash is Purest White, del gran Jia Zhangke, o una sorpresa personal, Muere, monstruo, muere, de Alejandro Fadel, un thriller de horror exquisito y lleno de momentos geniales, con un personaje que habla como si Marcelo Bielsa fuera un aprendiz de Saussure. O Là-bas, de Chantal Akerman, puesta entre otros clásicos como Rear Window en una particular sección de Perspectives, llamada “The Spying Thing” (por alguna razón –porque trata de espías–, ubicaron a la parte 2 y solo a la parte 2 de La Flor en esta sección, cuestión extrañísima si se considera que Llinás debe pensar su película, a pesar de sus partes, como una sola). Interrupciones felices.

 

Varias de competencia

Aparte de Nona, solo una película sudamericana en Competencia: No coração do mundo, de Gabriel y Maurílio Martins, sobre la precarización laboral en Brasil y las débiles y hasta ridículas figuras masculinas sostenidas por mujeres que intentan hacerse cargo de sus vidas –las propias y las de ellos– en trabajos pequeños. Su tratamiento sobre la precarización, las fantasías masculinas (en este caso, ladrones y traficantes irresponsables hasta lo estúpido) y la racional (y terrena) fuerza femenina recuerda a cómo Donald Glover trata temas bastante parecidos, aunque en un contexto completamente distinto, en Atlanta. Ese, más o menos, es el tono. Amable y ligero aunque denso en su contenido. Luego están las demás películas en competencia: Take Me Somewhere Nice», de la bosnia Ena Sendijarević, una road movie que piensa en la inmigración, se llevó el Premio del Jurado liderado por Alfredo Jaar. Sons of Denmark, de Ulaa Salim, sobre el advenimiento de la ultraderecha y el neonazismo en Dinamarca (y, por lo tanto, sobre la inmigración igualmente), era la favorita de la Competencia entre el público.

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Y la ganadora. Un documental, o una película-collage, o una colección de registros de streaming, la china Present.Perfect, tercera obra de la directora Zhu Shengze, en la que distintas personas se muestran a través de sus cámaras web en algún sitio de internet, y donde comparten con sus seguidores detalles íntimos de sus vidas, o al menos siempre cotidianos. Todo el registro es real, la directora siguió a varios de estos videobloggers en distintos sitios y showrooms chinos, y armó una colección con ellos. Su estructura es simple: uno tras otros se suceden distintos registros de diferentes vloggers, hasta que en algún punto unos pocos comienzan a repetirse, dejando fuera a otros (a la gran mayoría veremos una sola vez), una estructura que recuerda al formato Reality Show de eliminación de concursantes (además de la cuestión exhibicionista), solo que en este caso la cuestión competitiva no es intencionada ni motor del film. En un principio es algo inquietante. Los streaming son muy particulares, a ratos da la impresión de estar viendo lo que Ricky & Morty ven en aquel capitulo en el que sintonizan canales de otras dimensiones. Se trata de una película con una potencialidad medio perversa. Ocurre que la mayoría de los –llamémosles– exhibicionistas son personas vulnerables, y aunque a veces esto podría ser una interpretación, algo así como decir que todos, en el fondo, somos vulnerables, en otros casos la cuestión es bastante evidente: hay un tipo quemado y desfigurado, otro que lleva por hobbie –según dice– cortarse los brazos, o un hombre de 30 años que pasó su vida encerrado jugando videojuegos ya que su aspecto, que dependiendo de cómo se ajuste la vista puede ser tanto el de una señora de 40 años como el de un niño de 12 años, le había ganado las burlas allá afuera. Los casos son varios y en la gran mayoría la impresión es de que se trata de gente solitaria. Allí la principal vulnerabilidad. La exhibición a través de la tecnología, puesta la dirección en las manos equivocadas, habría cumplido con esa potencialidad perversa: la tecnología como dispositivos capaces de hacer crecer el patetismo de quien necesita ser escuchado desde el otro lado de la cámara. A ratos pareciera que la película estuviera a punto de tomar ese camino, pero su intención, por suerte, es justamente la contraria: Zhu Shengze encuentra el lado positivo en estas prótesis de la conexión social, y centra su discurso en la potencialidad opuesta a la fácilmente sospechada: la tecnología como un espacio de unión y resguardo comunitario. En ese sentido, la película funciona como el reverso ético de Black Mirror (o, para ser justos, de algunos–varios capítulos de Black Mirror), en donde pareciera decirse que la tecnología es una cuestión horrible, la expansión virulenta de lo peor del hombre. Permítanme imaginar, pero es probable que más de la mitad de los videos que aparecen en Present.Perfect, de haber sido ficcionados por los creadores de Black Mirror (por decir algo, podría ser otra ficción), habrían terminado en el llanto triste de los vloggers, en la forma de «hago esto porque estoy solo y desesperado». En Present.Perfect hay un solo llanto. Quien llora es un vlogger que se muestra bailando y cantando en las calles de alguna ciudad de China. Un Showman total. Solo que es realmente malo: canta mal, baila mal, su look es terrible. Llora por los trolls, cuestión más que repetida en las redes sociales. Pero lo que dice en el llanto es hasta conmovedor: sabe que baila mal, sabe que canta pésimo, pero, pregunta: “Si no bailara mal, ¿se reirían?, si no cantara mal, ¿se reirían?”. Este llanto en Present.Perfect es la reafirmación del discurso comunitario y humanista. No lo pregunta por considerarse un bufón a quien deben humillar, sino porque realmente disfruta de lo que hace. Y sabe que lo hace mal. Esta consciencia de la propia falla se repite en la gran mayoría de los vloggers, cuentan y se ríen de sus falencias. Pero es por esa vía y en ese espacio donde han encontrado la forma de estar en comunidad y validar esas fallas. Punto a favor del jurado: eligieron la película con el discurso más potente y menos maniqueo.

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Más interrupciones felices: la de Claire Denis, su masterclass, Minervini, Solnicki. Godard.

 

Películas innecesarias

Hasta aquí, es posible al menos intuir un trazo, una idea discursiva del IFFR2019. Películas humanistas, algunas íntimas, siempre políticas, incluso de izquierda, tanto por visión como en el sentido en que Tabarovsky habla de Literatura de Izquierda, con riesgos o propuestas formales, contra el mercado. Pero los festivales abarcan tanto que algo se les termina cayendo.

Debe estar claro a estas alturas que no existen las películas necesarias. Pero es igualmente evidente que sí existen las películas innecesarias. Dos ejemplos, las últimas en la Competencia: Koko-di Koko-da, del sueco Johannes Nyholm, y la rusa Sheena67, de Grigory Dobrygin. La de Nyholm intenta hacer horror con elementos infantiles que se vuelven crueles (por sobre terroríficos, lisa y llanamente crueles). Una canción de niños es el anuncio de la maldad. Un clichécito por acá y otro por allá. Su gracia, de haberla, es el juego de repetición: un mismo momento vuelve a ocurrir hasta que los involucrados logren superarlo de alguna manera, algo así como en Edge of Tomorrow, salvo que la solución no es el ingenio ni la película se acerca un centímetro a la de Emily Blunt y Tom Cruise. Aquí la repetición termina por volver a la película en un ejercicio cruel y ridículo. De la de Dobrygin, lamentablemente, no queda mucho por decir. Una historia menor. No es más que esto: un ruso casado se enamora de una camgirl estadounidense. Luego pasa lo predecible: quiere irse a vivir con ella, ella solo quería su dinero, él encuentra la felicidad de vuelta en los brazos de su amada. Y se acabó. Tiene buenos chistes. Pero para una película que le quiso copiar el ritmo y la paleta de colores a las de Andrey Zvyagintsev, los chistes no son suficientes. De ambas, sus presencias no se entienden y son hasta molestas.

Entrar tarde

 Cuento las películas a las que llegué tarde. No diré el número. Bastante menos de la mitad del total de películas que vi, eso es bueno, pero suficientes como para preferir omitir la cantidad. Hay buenas razones: me alojé lejos del centro, y el metro hacia esa altura de la ciudad se divide, una sola línea se dirige a tres finales distintos, lo que obliga a que el tren, al tener tres destinos, pase con menos frecuencia luego de terminar la “línea común”. Por eso, todos los días, una película de la que no me sé su comienzo. Y al final, es igual. Las películas terminan, y emocionan, alegran o enfadan (o dan igual) de la misma manera que si hubiese empezado a verlas desde su comienzo. La fuerza de una película, o el alma, si se quiere —de los humanos no sé, juegos metafísicos, pero las películas sí que tienen alma— no reside en su comienzo, menos en si el guión esté o no bien trabajado. Seguramente una película que descanse toda su gracia en un guión excelente necesite de un comienzo, pero, si se necesita, si la película no tiene sentido sin su comienzo (o sin una parte cualquiera), entonces quizá no sea una obra con vida.

 

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Fuera de competencia hay grandes películas

Fuera de la Competencia, Bright Future tuvo grandes sorpresas. De algunas lo sospechaba, como de la tremenda segunda película de Bi Gan, Day’s Long Journey Into Night, un extrañísimo viaje de sueños y pasado en 3D. O Alva, de Ivo Costa, sobre un limitado asesino que arranca a las montañas luego de su crimen. Sigo: The Golden-Laden Sheep & The Sacred Mountain, de Ridham Janve, que también se sitúa en las montañas para contar la historia de un pastor severo y su ayudante lento y borracho, en donde las ovejas y los grandes paisajes son un personaje más (hay un hermoso accidente de avión que jamás veremos, entre otras maravillas); That Cloud Never Left, de Yashaswini Raghunandan, sobre un eclipse en un pueblo en la India en donde fabrican juguetes y que hace del procedimiento de fabricación una experiencia musical y, por lo tanto, sensorial. ¿Qué decir de Winter’s Night, de Jang Woojin? ¿Por qué esta colorida y a la vez minimalista película no estuvo en competencia, en vez de la rusa o la sueca? ¿o incluso Braquer Poitiers, de Claude Schmitz, de la que se podría decir que es derechamente una tontera, pero que se hace cargo de aquello en lo estético y el resultado es genial?

Seguramente hay buenas razones, quizá tiene que ver con la cuestión de ser o no premieres mundiales, algo que, como novato en esto de los festivales, me parece un problema poco relevante, especialmente si los festivales intentan armar cierto discurso y lo que se impone a esto es la disponibilidad de las películas. De nuevo otra vez, el debut como directora de la actriz y escritora argentina Romina Paula, es otra gran película que fácilmente pudo haber estado en Competencia, especialmente si se considera la línea de las películas de Donoso y Marqués-Marcet.

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Las otras chilenas

 También hubo más de Chile. Dominga Sotomayor presentó Tarde para morir joven, histórica ganadora en Locarno 2018 en dirección, y Karin Cuyul estuvo con Historia de mi nombre, un documental personal sobre Chile y su familia. Ambas son muy buenas y hablan del muy buen estado creativo (y las distintos abordajes, por lo demás) en el cine chileno. Tarde para morir joven destaca donde difícilmente lo hacen otras películas chilenas: la vitalidad y la presencia casi caótica de elementos en juego en la pantalla. Que valga la redundancia: es una película llena de vida. Parece no haber espacio libre de la atención del ojo de Sotomayor. Los personajes se mueven a sabiendas de la comunidad que los rodea, y esa comunidad se siente aún cuando no los vemos. Entremedio del caos (y esto, hacia el final, se vuelve muy literal) están Sofía y Lucas, quienes atraviesan –a la vez juntos y muy por separado– las vicisitudes íntimas del amor adolescente. El desarrollo de lo íntimo en una comunidad donde parece no haber espacio para tal cosa es otro de los grandes logros de Sotomayor, o, para ser más exacto, el logro está en poner tanto lo excesivamente comunitario como lo muy íntimo en pantalla, incluso al mismo tiempo.

Sotomayor recurre a su biografía como punto inicial para filmar la película, y la comunidad está basada en una que formó su familia en su adolescencia. Mismo punto, el de la biografía, desde donde Cuyul comienza Historia de mi nombre, una obra personal y a ratos poética, hermanada en cierta medida a la muy buena El rastreador de estatuas, de Jerónimo Rodríguez. Lo orgánico del tratamiento de una historia que incluye a la dictadura, a sus padres, a su infancia y a una mujer cuyo nombre es el mismo de la directora, es de lo más notable del documental. También están los pequeños momentos de humor melancólico (se trata fundamentalmente de un documental melancólico) y las revelaciones silenciosas y amasadas que se dejan aparecer. Un viaje lento y tranquilo hacia una verdad familiar. Dos películas que, junto a Nona de Donoso, marcan muy buena presencia de cine chileno, o más especialmente: de cine dirigido por chilenas.

Entre las tres, tengo una favorita: la de Cuyul. El margen fue corto. Además, en Bright Future hubo una cuarta película chilena. Historia sin destino, de Enrique Ramírez. Por alguna razón, la película lleva título francés. También lleva simbología de quinto básico y una crítica demasiado poco focalizada para parecer importante. De cine, nada. Un punto bajo en Rotterdam. Cambio y fuera.

Cine como arbitrariedad

Al final, las películas son siempre una arbitrariedad. Todas las películas que vi habiéndome perdido algunos minutos lograban amarrar sentido, y si bien algunas variaban, aún con la variación el relato encontraba su forma. Y luego aparece La flor, película de la que quizá no debería hablar, al haber pasado ya por varios circuitos, pero que amarra de sentido a la experiencia festivalera. Lo de la arbitrariedad de las películas Llinás lo tenía claro cuando comenzó su magno-proyecto. Ese es el ejercicio en La flor (entre tantos otros, pero, digamos, ahí está ejercicio puntapié de la película), una gran obra de catorce horas que contiene seis historias, cuatro que no tienen un final, una quinta “redondita”, con principio y fin, y la sexta que, como algunas de las películas que vi en Rotterdam, no tiene comienzo. Llinás parece decir algo que mis atrasos (es probable que piense en todo esto solo para justificarlos) ya me forzaban a pensar: el cine no es el comienzo ni el final ni el significado último de una historia. Poco importa si cuatro de sus historias no tengan final, o que de la última no sepamos por qué esas cuatro mujeres están allí, así como están, ni a dónde se dirigen. Su fuerza es otra. Y esa arbitrariedad también se traspasa a la experiencia de filmar películas, como en Els dies que vindran, de Marqués-Marcet, que comienzan a filmar solo porque creen que en el embarazo repentino de una actriz pueda haber una historia, o Donoso, que ve en su abuela a un personaje interesante, pero luego también una forma de relato que le da fuerza. No hay una Gran Razón para comenzar una película. Me parece que eso lo debería validar cualquier buen festival de cine. No tanto por la calidad, pero en la riqueza y variedad de formas. La confirmación de esto es Present.Perfect, la ganadora, con un formato contrario a cualquier convención, al tiempo que maneja una narrativa impecable. Rotterdam falla en entregar una línea discursiva al incluir películas flojas en su competencia, pero entre medio logra apoyar películas variadas y que necesitan de ese espacio para circular. Una por otra, o ambas a la vez.

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Por supuesto, me repito la de Bi Gan.

Se termina por donde se empieza

En los últimos días, gracias a Aldo Padilla, me entero de que uno puede acceder a las películas del festival por internet. Cuestión más que sabida entre los acreditados, pero de lo que yo, por el ritmo del festival o solo por despiste, no me había percatado. Una videoteca que dura lo que dura el festival está disponible para quien lleve su credencial encima. Pensé que era una buena oportunidad para ponerme al día con las películas a las que llegué atrasado, y hasta el pensamiento supersticioso que flotaba en Rotterdam se me había colado: ahora que tenía la oportunidad, debía completar las películas. Cerrar redondo y todo irá bien. Por tiempo, dejé para el último día la tarea: anoté todas las películas a las que había llegado tarde: Manta Ray, Nona, Historia de mi nombre, Sheep, etc; y fui recolectando sus inicios en la videoteca. Una a una vi los comienzos que me había perdido. Algunas películas adquirían otro matiz. De otras mi opinión varió un poco. Pero nada fundamental. Quizá entendía mejor algunas cosas, pero nunca he creído que el cine se trate de entender las películas. Al supuesto significado velado, me refiero. Eso es un valor añadido. Las películas seguían siendo las que ya había conocido. Revisé seis o siete comienzos, y así cerré el festival: por donde, por lo general, se empieza.