Informe FICViña XXXII (3): Perros sin cola. Sacar las monedas del ekeko

Protagonizada por una hija violentada, la representación de Rosario no queda sujeta a únicamente a las agresiones que recibe. Esta forma de presentarnos algo más que la deriva, guarda estrecha relación con lo que Catalina Donoso señala en torno a cómo se representa la infancia desde modelos hegemónicos: siempre definida desde lo adulto y nunca desde la experiencia. Con esto, la película reinstala un modelo de no-infancia transparentando la laxitud de quienes son parte de ese espacio y la capacidad que tienen para reinventarlo frente a diferentes circunstancias.

La reconfiguración visual-sonora del año 2019 no solo se remonta en las vivencias donde vimos arder y sublimar nuestros inmediatos. A esos encuadres se suman las películas que hicieron de antesala las tensiones que nos terminarían convocando. Un ejemplo de esto es Perros sin cola d​e Carola Quezada, película que explora sentires de una no-infancia en contextos de deriva. Al mismo tiempo que va dislocando el imaginario de Antofagasta como ciudad costera, Quezada ubica las pendientes de los cerros para resignificarlas narrativamente como parte de los paisajes que nos extiende.

Protagonizada por una hija violentada, la representación de Rosario no queda sujeta a únicamente a las agresiones que recibe. Esta forma de presentarnos algo más que la deriva, guarda estrecha relación con lo que Catalina Donoso señala en torno a cómo se representa la infancia desde modelos hegemónicos: siempre definida desde lo adulto y nunca desde la experiencia. Con esto, la película reinstala un modelo de no-infancia transparentando la laxitud de quienes son parte de ese espacio y la capacidad que tienen para reinventarlo frente a diferentes circunstancias. Con esto, la microhistoria de la protagonista va oscilando en diferentes versiones de ella y de su contexto, reduciendo ese único lugar como representación específica en diferentes registros de ella misma..

En sí, la película parte declarando ciertas limitancias y una de ellas es la inestabilidad del nicho familiar. Para salir a buscar lo que no tiene -desayuno y toallas higiénicas- la protagonista se ve en la necesidad de vestir el uniforme haciendo la finta de que ira al liceo. Ante la indiferencia de su madre, Rosario termina sacando las monedas del ekeko ubicado en la cocina. Este hecho si bien puede tratarse de un gesto menor, lo cierto es que termina por declarar un desmoronamiento que reclamara para sí un lugar de tensión. De por sí la pampa reclama una representación coherente con sus ritos y monolitos. Para tales efectos el ekeko, más que ser un adorno, se instala como acto de fe ante las carencias. Su asalto -en manos de Rosario- termina por traducir la deriva a la que responde como hija.

La hostilidad de los espacios cerrados (nunca íntimos) resienten el asalto como gesto. La pieza de la protagonista termina por ubicar los síntomas de una infancia forzada al límite. El off de personas gritando, los hostigamientos constantes de la madre y esa inquietud de no poder más, construyen un paneo sensorial que nos transparenta esa polaridad que es Rosario como hija: una infancia que no puede disfrutarse y una adultez que no puede autosostenerse. Dicha polaridad, llegado a un momento, responde devolviendo las agresiones, y esas agresiones van volviendo el todo cada vez más vertiginoso.

Por su parte, el vértigo que se cataliza en los pendientes que suben a los cerros, a ratos se ve reducido por el afuera que figura como tregua. La manera de habitar se alcanza en diferentes ritos, destacando por sobre otros el baile. La tradición abraza a la madre con el Tinku, en tanto Rosario se convoca en la colectividad del breakdance. Estas esquinas, o bien estos planos donde vemos esas corporalidades bailar, nos permiten abordar consonancias propiamente pampinas. Los ritos, las celebraciones y festividades son esa purga donde las hostilidades pueden verse reducidas o amortiguadas. La película, en ese sentido, extiende una dimensión del paisaje haciendo transparente el vínculo cuerpo-territorio. Esa coherencia nos traslada al fuera de campo y a las decisiones de quienes tributan una experiencia personal con el escenario ficcionado: Quezada es pampina, nació y creció en esa Antofagasta que fue transformándose hasta lo que es ahora.

De forma conjunta, al lado de los ritos y las tensiones, también nos encontramos con los afectos y con los otros lugares a donde llegar. Jonathan y Jenny son esos espacios de descanso donde se ubica la ternura y el sosiego. El deseo oculto de Rosario y la entrega encaminada en gestos (yogurt, papasfritas, lentejas) hace que las agresiones se resignifiquen desde otro plano. En este sentido, la película posiciona a sus personajes como potencias que pueden ir todo el tiempo reinventándose en los espacios de goce. Con esto, el gesto estético de hacer de las tomas y de los cerros un espacio de narración múltiple guarda estrecha relación con la posibilidad de apropiar la no-adultez como una apuesta representacional con capacidad de autodefinirse. En concordancia con eso, las resignificaciones nos trasladan y nos hacen subir a los cerros para mirar la ciudad (y a sus personajes) y el estado de ebullición que la define como espacio. He ahí el acierto de su estreno meses antes de Octubre.

Con todo, la posta que Perros sin cola hace sobre las oscilaciones entre una no-infancia es una que nos remonta a la experiencia del cortometraje Algo está quemando (Nicolás Tabilo, Victoria Maréchal y Macarena Astete, 2020), a propósito de cómo estos cuerpos representados desde lo que nunca son (infancias) se ven en la posibilidad de reinventar -y rehabitar- otra versión más de la ciudad.

En ese sentido, los protagonistas del corto se transforman en dos dispositivos para explorar la declaratoria de Octubre en base a sus microrelatos. Pareciera ser que la posta se encuentra en un antes y en un después, en tanto la película de Quezada notifica el estado de ebullición y el cortometraje lo explora desde los lugares donde ese estado es una declaratoria –a propósito del epicentro de protesta donde encontramos a los dos niños de Algo está quemando. Con todo, las tensiones y las violencias puestas en Perros sin cola, así como las del cortometraje, enconan esa ficción monolítica que establecen que la infancia, lo mismo que la ciudad, son siempre una sola representación posible. El acierto, y en sí la posta que podemos ubicar entre estas dos obras, guarda estrecha relación con que sus protagonistas no quedan reducidos a representaciones específicas, lo mismo sus entornos.