Informe Fidocs 2014 (1): Imágenes que importan

Estado documental. Un mérito no menor, evaluando ciertas inestabilidades recientes de FIDOCS (sus cambios de dirección en tres años), es el haber constituído en pocos meses una sólida versión que da cuenta de lo recorrido hasta ahora como festival,  fortaleciendo desde ahí el documental como una  zona de diálogo  y debate, con distintos filmes que dan cuenta de la diversidad de aquello que puede entenderse por documental.   El síndrome bi-frontal del año pasado, parece haber sido calmado con la presencia de Carlos Flores en la dirección, alguien que asume abiertamente la dimensión exploratoria, reflexiva e incluso vanguardista que debe tener un festival de cine  hoy, lo que se refleja en la programación. En ese sentido las gestiones anteriores parecen formar parte de una historia “actual” del festival y de algún modo formar parte de un Estado-documental que es también un estado de lo documental. Es esto lo que me lleva a pensar que el gran mérito histórico de Fidocs es el haber construido más allá de tormentas en la dirección, un espacio participativo y social de lo común: hablamos de los cineastas, de la programación, también de las instituciones, la crítica y los espectadores. Espacio común del documental: las orientaciones de una “causa” que implica abrir los espacios formativos y la conversación pública, así también, la observación crítica de los intereses corporativos e individuales en una zona simbólica que es de nadie y es de todos. Se junta aquí un público que puede escuchar y estar curioso frente a filmes que no tendrían un mejor modo de encontrar a su espectador: el caso de la frágil obra de Gustavo Fontán o el experimentalismo ensayístico de Peter Mettler, por citar dos casos de interés, aunque podríamos agregar varios ejemplos de versiones anteriores. Espacio de formación y diálogo an-académico que es también litigio contra nuevos y viejos conservadurismos formales y políticos.  Un público que amerita una dirección responsable  y con altura de miras, ya que ha sido el mismo Fidocs quien ha ayudado a formar  esos criterios de recepción, y es, finalmente a ellos a los que se debe: 18 años  no deberían ser en vano.

Las imágenes documentales, parafraseando a la teórica Judith Butler, importan. Ellas no solo están en  la platea del patrimonio,  la ilustración gráfica de una idea, la exploración estéril de la forma, el espectáculo banalizado. Ellas hacen patentes dimensiones críticas de la experiencia social, exploran en la dimensión sensible del mundo, ponen en escena la dimensión crucial de un registro y un tratamiento, proponen discernir un elemento de verdad que es, siempre, aquella donde algo se arriesga, donde una imagen toma posición, donde ella se vuelve un acto.

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Imágenes desnudas. La sesión con los materiales de Pablo Salas: sin editar (en nueva sección derechos humanos), fue lo más demoledor que vi, sensación acrecentada posiblemente por la experiencia en sala. La proyección se trató de materiales “en bruto” de la década del ochenta, separado en secuencias y en una progresión temporal que va del 84 al 87, separados con apenas un intertítulo. Salas estuvo donde había que estar: la urgencia del registro se dimensiona en un tratamiento donde se está permanentemente yendo más allá para intervenir sobre un campo de lo visible, mostrar aquello que debía ser mostrado y que no tenía cabida. Su gesto equipara a sus situaciones y sujetos documentales,  toda la tensión parece estar ahí: a un año del asesinato de los hermanos Vergara Toledo registra las manifestaciones que ven nacer el día del joven combatiente. Salas accede al registro de los distintos colectivos: FPMR, Lautaro, MIR. Jóvenes, niños, encapuchados hacen presencia, reparten panfletos, disparan torpemente sus armas hechizas, es el año 1986. En otra secuencia- famosa- el camión secuestrado reparte pollos en la población: la gente se aglutina, todo ungido de una cierta agresividad, en las cuales los protagonistas desaparecen casi al inicio ¿cómo llegó Salas ahí? ¿Qué pacto se establece entre nosotros –espectadores- y la dimensión de una “verdad” expuesta ahí? Estas preguntas se acrecientan con dos registros específicos: el asedio militar a la población la Victoria en una batalla desigual contra los pobladores y la intervención del sacerdote Pierre Dubois anteponiéndose entre ambos bandos (1987). La otra secuencia es en 1986 y consiste en el registro de un acto simbólico por parte de Estela Ortiz, viuda de Parada, yendo a dejar una flor frente a La Moneda. Todo el registro está marcado por la urgencia y una que Salas intenta equiparar, poniendo la cámara al servicio de la situación: Estela es rodeada por carabineros, que le impiden avanzar hacia su objetivo, y ella, sin temor, les dice que ella tiene derecho a moverse libremente en su patria. Esta dimensión, dígamoslo, performativa, de unos cuerpos- el de Estela, el de sus acompañantes, el del propio camarógrafo, el de Pierre Dubois, el de los jóvenes encapuchados- expuestos a una violencia desnuda y directa en el límite de su propia desaparición y supervivencia, empujado con su acción a hacer visible la dimensión naturalizada de la violencia política, la impotencia frente al horror, la necesidad que todo eso deba cambiar. La mínima edición, sumado a la proyección de las secuencias completas, hacen de estas imágenes desnudas, actos que exceden con creces la orientación comunicativa, o discursiva, adquiriendo fuerza por el directo y la dimensión primaria y cruda de su acontecimiento.

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Extremos. Extremos, entonces, de lo social, en tensión con lo asimilable, aquello que no queremos saber o ver, la filmación de un inconsciente (de lo) social contra toda idea ingenua del registro neutral: esas imágenes solo pueden existir por que han sido filmadas por alguien. Viendo Workingman´s death (2005) y pensando en el fallecimiento reciente de su director en plena filmación, esto se vuelve trágico y triste (la función cuenta como un homenaje a su obra). Glawogger  lleva la cámara a lo impensable, con tal de dar cuenta de la persistencia del trabajo en vidas y cuerpos abandonados por la Historia: cámaras incrustadas en un pique ilegal de carbón donde un grupo de mineros rusos trabajan para sobrevivir mientras mueren respirando el propio carbón; o los extractores de azufre en Indonesia, realizando un trabajo descomunal por un par de escasas monedas, mientras también absorben el  aire tóxico ; o el grupo de carniceros Nigerianos, donde sacrificio, ritualidad y crudeza – con más de un degollamiento en cámara- dan cuenta de formas de vida e  intercambio económico en una verdadera trastienda del capital. Glawogger se opone a la desaparición, y alumbra las zonas de una persistencia en vidas y cuerpos concretos, una “desaparición” que es tanto la producción de muerte como el retiro de la fábrica y del trabajador como sujeto colectivo (el caso de Alemania, un tour por una fábrica metalúrgica abandonada, hoy utilizada para instalaciones artísticas).

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Por su parte Sauper continúa filmando las pesadillas coloniales de África con espanto y  morbo en We come as friends (2014): esta vez en Sudán, montado en un avión liviano e inestable, que va recorriendo las tierras explotadas y expropiadas por industrias chinas y cristianos texanos, mientras grupos y tribus mueren de hambre e intoxicación, paisajes de muerte y destrucción como respuesta para la buena conciencia humanitaria, donde incluso la Onu co-participa.  Por otro lado: imágenes donde el circuito de la miseria simbólica no es quebrado si no reproducido, donde Sauper se sostiene del régimen visual de una pornografía del miserable, donde simbólicamente se busca shockear al espectador al costo de la exposición del dolor ajeno sin anteponer una reflexión sobre la condición de su propio encuadre, cuestión que ya habíamos detectado con La pesadilla de Darwin (2004).

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Crónica de un comité (JoséLuis Sepúlveda y Carolina Adriazola) y El corral y el viento (Miguel Hilari, Bolivia), por su parte, son los filmes ganadores de la competencia nacional e internacional respectivamente. De la primera ya ha escrito bastante bien Álvaro, solo agregar la dimensión extrema de los recursos, enfatizando por vía del directo, una pulsión testimonial que ya estaba presente desde El pejesapo; así como un acercamiento a las contradicciones más subjetivas de los personajes comprometidos con la creación del comité Manuel Gutierrez (Miguel el trabajador social, Gerson el hermano). Crónica… es una máquina de apropiaciones, puede pasar por la dimensión biográfica y subjetiva (Gerson toma la cámara, se hace selfies; vemos también la intimidad de Miguel) o por una dimensión abiertamente política en la denuncia a la represión policial de las marchas, o mostrarnos la inutilidad de los lobbys políticos para terminar con la Justicia Militar pinochetista, en tal caso, se tratará siempre de lo mismo: la desigualdad de las partes, la futilidad frente a los poderes- todos ellos, los medios televisivos o la política institucional, la concerta o la derecha- y la única vía posible, la denuncia, la auto-inmolación. Polémicas aparte (y dimensiones éticas comprometidas), cabe agregar que el riesgo asumido por la pareja de cineastas es parte también esta quema de materiales, en el filo de la línea demarcatoria de lo racional o comunicativamente plausible, llevando al cine documental a sobre-exponerse, a perder su forma, encontrando una metodología que es la discusión misma sobre el tratamiento y los materiales, donde también están involucrados los sujetos retratados, todo ello nos habla de una pareja de realizadores que están llevando adelante una verdadera obra en curso, quizás una de las más apasionantes vistas en  los últimos años en Chile.

Respecto a El corral , es un retrato de una comunidad Aymara en el altiplano. Se ha escrito de una mirada no paternalista y cruda. Opto más por la dimensión de cierta precariedad, y señalar  el acceso privilegiado que tuvo Hilari a la comunidad, una mirada sin dramatización bajo un esquema observacional, donde se expone la contradicción entre los discursos políticos (la necesidad de construcción de un mito heroico de resistencia), versus la dimensión concreta de cierta desolación y pobreza, donde las escuelas, los discursos políticos y los medios parecen algo ajenas a las realidades sociales, y donde la idea de una comunidad militante se pierde en el registro casi etnográfico de una identidad en crisis.

Iván Pinto