Informe Fidocs 2014 (3): Crónica de un festival

Esta sería una edición especial de Fidocs, pensaba unos 14 días antes de empezar la 18ª versión del Festival. El entusiasmo por ver 97 películas en una semana no me dejaba dormir. No conseguía pegar una pestaña por el simple hecho de pensar en la cantidad de material cinematográfico que entraría para quedarse en mi memoria fílmica. Ya pensaba en los trayectos: GAM sala 1 + GAM sala 2; no cruzaré a la sala UC sino para las películas más importantes, porque cruzar la Alameda me quitaría tiempo, y la tentación de tomarme una cerveza y comerme un churrasco palta en el Cantábrico sería muy grande. Pensaba en los baños, que por suerte están al lado de las salas, y pensaba en la alimentación; algo liviano para evitar bochornos durante la proyección. Un aliado, un ave palta, un pan con queso. Pan, principalmente pan. Pero por sobre todo, café, altas dosis de café.

Fui a la reunión de prensa con la seguridad de encontrar pistas en la voz de un experimentado. Salí con un entusiasmo inusitado de la rueda de prensa. Por primera vez, pensaba, podría disfrutar a tiempo completo del Festival. La cesantía y la acreditación lo permitirían. Ya imaginaba las largas jornadas de visionados, donde no estaba permitido pestañear, porque “Ver es volver a ver”, decía Flores insistentemente. No podía perderme ningún plano, ningún encuadre, por supuesto que ningún movimiento de cámara. Todo debía ser registrado, vuelto a ver, en un ejercicio donde lo más importante sería consumir infinitas dosis de audiovisión. Quería convertirme en un zombi documental, o un fantasma de esos que aparecen y desaparecen en el filme de Fontán, entre los bosques del Paraná. Sería un muerto en vida, animado por el espectáculo fílmico, por la atracción de la pantalla, por la complicidad de la proyección sobre la tela blanca, hasta que todo se fundiera en un negro eterno; o hasta que una nueva película volviera a alentar ese deseo obsesivo por registrarlo absolutamente todo, por volver a ver. Sin embargo, bien sabemos que los deseos son eso: puro deseo.

fifi

Partimos con Fifí aúlla de felicidad (Mitra Farahani, Irán, 2013). Bahman Mohasses es un pintor iraní que decidió destruir toda su obra y perderse, alejarse de su entorno. La realizadora entonces decide buscarlo y da con él en Roma. Se encuentra con un Mohasses anciano, enfermo y huraño, pero con la persistente rebeldía del genio artístico. Desde las primeras entrevistas el pintor hace notar su autoridad, su inagotable fuente creadora y comienza a dar direcciones de cómo debe filmarse la película. Desde ese momento asistimos a los últimos días de un artista incansable, que pese al afán destructor de su obra, no cesa de crear hasta el último día de su pesimista existencia. El documental se desarrolla como la representación dramática, casi teatral, de un antihéroe. Maneja bien los géneros, puede saltar fácilmente de la comedia al drama, para preguntarse, hacia el final, si en realidad no estaremos asistiendo a una verdadera tragedia. La cámara se posa sobre una escultura del mismo Mohasses en un fondo blanco. Un foco la ilumina y proyecta una sombra que lentamente se alarga sobre el blanco de la pared. Es una suerte de despedida, de estiramiento sombrío de la materia. Todo esto lo vemos mientras el artista tose compulsivamente. El sonido fuera de campo nos revela el miedo de un hombre que ve en esa tos sanguinolenta el último suspiro de una vida agitada, rebelde y desencantada, pero que nunca se separó de Fifí, su primera gran obra, la única que resistió a la destrucción total. Si Farahani tuviera que destruir su obra, por favor que tan solo nos deje este final.

Siguiendo en la línea de los personajes, me encontré con Amateur (Frenkel, Argentina, 2011). En un ejercicio de recopilación, de acumulación de archivos, casi como una película de found footage, Frenkel construye su historia personal del cine casero. Reúne imágenes en Súper 8 de distintas procedencias y a través de un efectivo montaje logra armar una narración histórica de la cinta en 8mm con fines domésticos. Abusando del recurso sonoro, se arma una historia que no deja de ser nostálgica, al mismo tiempo que cómica: dos medios que no abandonará en el resto del filme. El documental completo es un homenaje al amateurismo –al parecer una palabra que gusta al otro lado de la cordillera–, al mismo tiempo que un registro épico de lo antiépico, de lo decadente y excéntrico: una restitución de la imagen impura, inexperta. Jorge Mario, el protagonista de la película, un hombre obsesivo y multifacético, es el encargado de dar vida a un documental que se sostiene por él y la pequeña historia del cine amateur al inicio. Una película que deja en evidencia una cinefilia desbordada, un apego a los géneros y a las formas más estandarizadas del cine, gracias a Jorge Mario y su impenitente actividad.

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Pero si tenemos que hablar de personajes, este es cosa seria: Benjamin Murmelstein es El último de los injustos (Lanzmann, Francia, 2013). El espectador asiste a una interminable entrevista realizada por Lanzmann hace unos 40 años atrás a Murmelstein, el último de los ancianos del Comité Judío y único sobreviviente de la organización luego del exterminio nazi durante la segunda guerra mundial. Murmelstein es sin duda un personaje alucinante: pese a su avanzada edad, es poseedor de una sabiduría y una lucidez asombrosas. En el filme, un Lanzmann evidentemente más joven entrevista durante largas horas al anciano, quien poco a poco va revelando los movimientos internos y la organización dentro de un campo de concentración. Paralelamente, Lanzmann lee un poético texto que intenta dar vida a lo acontecido durante ese período en los campos de exterminio. Interesante reflexión acerca del paso del tiempo en el cuerpo del realizador. Los archivos y la oralidad cobran entonces una significación fundamental a la hora de pensar la historia, de reconstruirla. La propuesta sin duda es agotadora, una suerte de exterminio del espectador, quien ve cómo sus fuerzas decaen en los más de 200 minutos que dura la película, y donde la voz anestesiante y desgastada de Murmelstein te hunden en la butaca. Lanzmann ya había hecho 10 horas de película en Shoah (1985); la presente es el resultado del metraje residual o sobrante de esa primera aproximación. Queda claro que material tiene, y de sobra. Por fortuna, cuando corrían 120 minutos de película, es decir la mitad, los subtítulos sufrieron un desperfecto, y por un momento dejamos de habitar ese espacio que la memoria infalible de un testigo privilegiado insiste en revivir.

Permítaseme cambiar radicalmente de escenario. De la reflexión en torno a la historia, al lenguaje, a los tiempos de duración en el cine y a los grandes relatos, pasamos a lo fragmentado e inmóvil. Propaganda (MAFI) es la narración multifocal de un país en período de elecciones. A través de decenas de cámaras fijas que retratan objetos en movimiento dentro de un plano cerrado, la película muestra las campañas de los distintos candidatos a la última elección presidencial en Chile. Imágenes paradójicas de un país en época de cambios. La película es ilusoriamente dinámica: de la conversación íntima de dos trabajadores, puede pasar a una charla arribista de Parisi en algo que parece ser un instituto técnico. La película es indiferente a los objetos que la habitan. Es más bien pura forma. Tiene un aire de comicidad otorgado por el distanciamiento de la cámara con su objeto. A ratos parece un puzzle de pequeños gags, o un resumen del lado B de las campañas; como si el baile de Evelyn Matthei en Chillán o las rancheras de Roxana Miranda, fueran parte de un programa de chascarros de la televisión abierta. Un buen intento de los jóvenes integrantes de MAFI, pero que hasta el momento han acertado en un formato digital a través de su página web. Propaganda parecía más bien un capítulo largo de mafi.tv.

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Quisiera seguir hablando de otro filmes, pero entiendo que algunas cosas deben acotarse, limitarse. Se me acaba el tiempo y debo empezar a cerrar. Un canadiense me diría The end of time (Mettler, Canadá, 2013) y miraría su reloj, como burlándose de mí, haciéndome creer que el tiempo es medible por medio de un objeto tan doméstico y cotidiano como ese. Mettler es probablemente lo más taquillero del Festival, pero tiene sus motivos. The end of time, al igual que en esta crónica, cierra la 18ª versión de Fidocs, con un éxito de público; personas sentadas en la escalera de caracol de la renovada sala de cine UC. “En el principio, el tiempo no existía”, parte la voz off del documental en medio de un escenario vaporoso, grisáceo y natural. Un documental que no pretende dar respuesta alguna a lo que se plantea como pregunta fundamental: ¿qué es el tiempo? Múltiples puntos de vista pretenden acercarse a la idea del tiempo: la física, la filosofía, la geología, la tecnología, el budismo, la astronomía, la experiencia, lo cotidiano. Todos tibios intentos, con mayor o menos rigor, por pensar la existencia del hombre en el universo, por instalarse dentro de un gran relato de lo indescifrable. Lo que parece un tema abismante, Mettler lo trabaja con maestría a través la imagen: una preocupación cuidada por los registros que toma en diferentes partes del planeta. El ritmo del documental se vuelve agradablemente cansino cuando las entrevistas son sucedidas por la observación detallada: los planos del interior del CERN se asemejan, más que a una gran construcción de la ingeniería y la ciencia modernas, a los entramados decorados de una película de ciencia ficción. A Mettler le interesan las formas, las diagonales, los ángulos, en definitiva, la geometría dentro del plano. Es entonces cuando la reflexión en torno al tiempo desde el punto de vista de los contenidos entra a dialogar con las formas y limitaciones del cine: la imagen se acelera o ralentiza, los objetos dentro de los planos viven su propio tiempo, mientras la cámara, paciente, registra todo en un placentero morbo de magma volcánico. “El tiempo no es una cosa, es una idea”.

Pablo Álvarez