Informe V Ficwallmapu: Mujeres indígenas y disidencias ancestrales

Una de las características más especiales de Ficwallmapu es que excede su programación en sala, incluso su localización. Ese sello estuvo presente en su última versión y lo distingue de los otros muchos festivales activos en el país. Pero este no es un festival que funcione al margen de los otros circuitos; tal vez su mayor particularidad está en que dispone todos sus recursos para crear una tradición propia dentro del circuito nacional e internacional del cine. Un espacio que fortalezca el cine de los pueblos originarios, entendido como un cine con enunciación territorializada, que activa una red de saberes, disciplinas, lenguas y lenguajes puestos en diálogo al alero de la exhibición.

En el amplio circuito de festivales nacionales, Ficwallmapu es uno de los que funciona más allá de las pantallas. La quinta edición del festival, realizada en Temuco entre el 21 y 25 de enero, se inauguró con la puesta en escena de Malen, obra de danza de Ricardo Curaqueo que ha sido exhibida y galardonada consecutivamente desde su estreno. Pero esta puesta en escena fue especial; además de su exhibición en el auditorio de la Universidad Católica de Temuco, el elenco realizó una acción de danza por la recuperación de los cuerpos y el territorio a espacio abierto, en plena Plaza de Armas de Temuco, la misma que hace pocos meses fue escenario de una de las imágenes más icónicas del estallido social: el derribamiento público de la estatua de Pedro de Valdivia. Algo de cinematográfico tuvieron imágenes. Aparecieron una tras otras como un montaje continuo en que los próceres de la colonización fueron destronados, descabezados, expulsados popularmente de sus pedestales patrimoniales a lo largo del país.

Eso ocurrió en noviembre, en los mismos días que debía inaugurase esta quinta versión del festival que fue pospuesta para los últimos días del pasado enero. Malen no es la única actividad de la programación que intervino el espacio público. Este festival funciona con un particular despliegue en el espacio público, echa a rodar un cine vinculado a otras disciplinas de las artes: reúne performance, conciertos, trawün, laboratorios de creación, conversatorios y talleres itinerantes en espacios comunitarios. Sus locaciones son el teatro y el lof, el museo regional y la universidad, las plazas que albergan en las noches exhibiciones a cielo abierto. Pero también un conjunto de funciones itinerantes dentro y fuera de Wallmapu. En los días previos a la inauguración se exhibió Leitis in Waiting en Santiago, Malla Malla Pewenche, La lluvia fue testigo y Quipu: llamadas por justicia en el cerro Placeres de Valparaíso; en estos días se realiza el ciclo de “FICWALLMAPU en tiempo de walüng” (en tiempos de verano), que ya ha tenido muestras itinerantes en Loncoque, Puerto Saavedra, Ercilla y Lincan Ray.

Señalo todo esto para decir que una de las características más especiales de Ficwallmapu es que excede su programación en sala, incluso su localización. Ese sello estuvo presente en su última versión y lo distingue de los otros muchos festivales activos en el país. Pero este no es un festival que funcione al margen de los otros circuitos; tal vez su mayor particularidad está en que dispone todos sus recursos para crear una tradición propia dentro del circuito nacional e internacional del cine. Un espacio que fortalezca el cine de los pueblos originarios, entendido como un cine con enunciación territorializada, que activa una red de saberes, disciplinas, lenguas y lenguajes puestos en diálogo al alero de la exhibición. Ese lugar en la industria cinematográfica nacional, por cierto, no está dado -ni menos asegurado- de antemano.

En cuanto a la programación, fueron exhibidas más de 40 piezas, entre cortos y largometrajes. Lo primero que destaca es el amplio espectro de sintonización entre miradas locales y miradas globales. El lazo común de la selección pareciera ser esa tácita conexión entre las fronteras externas de problemáticas comunes para los pueblos originarios o racializados del mundo: la defensa del territorio, los derechos de las mujeres, la transmisión intergeneracional de saberes, la revitalización de la lengua, las violencias estructurales y de género; pero también el quehacer del cine, o cómo hacer comunicación social en contextos muchas veces de excepción económica y política.

La programación del Ficwallmapu da la sensación de una cámara itinerante en permanente rodaje; un ojo técnico y estético que transita desde las islas del Pacífico polinésico al sur de África, desde el norte de Estados Unidos a lo más austral del continente americano. Esa extensión global de paisajes se muestra tanto en las locaciones cinematográficas, como en los equipos de producción y coproducción. Pero en esta muestra aparece un paisaje que es siempre territorio, nunca ajeno a sus propios conflictos. Ese punto de vista se hace presente en las propias categorías que propone el festival (“Derechos de las mujeres”, “Defensa del territorio”, “Afrodescendiente”, “Cine comunitario”, “Identidad de los pueblos originarios, “Pichikeche”, etc), pensadas por un equipo que este año puso especial énfasis en las disidencias ancestrales y sexo-afectivas. Al decir de Jannette Paillan, directora del festival, la incorporación de este énfasis fue abordado con muchísimo cuidado porque “qué pasa con la diversidad sexual en los pueblos indígenas, qué está pasando hoy día, en la actualidad, cómo nos sentimos, qué pasa con esos cuerpos […] nosotros reafirmamos esta identidad y de alguna forma nos colocamos atrás y colocamos a otros al frente de quienes están ejerciendo esa violencia en contra de nuestros pueblos indígenas. Pero […] pareciera ser que [en este tema] estamos a más de un lado y todavía seguimos estando a ambos lados, también ejerciendo esa violencia. […] es una realidad que nosotros nos permitimos abordar desde lo que podemos hacer”.

 

Una vuelta al sur global

Las cintas que componen la programación se rehúsan con particular pertinencia a exotismos y mistificaciones de los pueblos originarios. En estos filmes es difícil toparse con patrimonializaciones culturales, higienizaciones de prácticas; incluso es casi inexistente la insistente interrogante en el cine contemporáneo por los diálogos “con el otro”, por cómo abordar la jerarquización entre la cámara y lo filmado, propias del cine, si se quiere, “blanco” sobre pueblos racializados. El punto de vista de las películas es siempre interno, particularmente respecto de las violencias. De allí que las preguntas abiertas por la programación conduzcan al debate o el ensayo de un mapa ético propio que ensaya sus propias escalas y proporciones. ¿Qué tiene en común la defensa del territorio en el norte de Estados Unidos con la minería artesanal o ilegal en Senegal? ¿Qué comparten la violencia sexual en el Caribe colombiano y la de India? Se logra presentar un privilegiado punto de vista sobre una matriz de los problemas comunes del sur global.

La categoría “Defensa de los derechos de la mujer” comienza con Behind India: movimientos sociales en India (2019, ‘78) de Fernando Vera, documental que muestra la complejidad de los movimientos sociales en India, particularmente del movimiento de mujeres de los estratos más bajos de esa sociedad. Los problemas estructurales de India (relación del PIB con la estratificación social) se vinculan con la escasa integración de mujeres al reparto económico y la participación política. Es un documental de corte tradicional, rodado entre 2015 y 2017 en Mohanpur, Pandua, Kolkata, Ranchi, Delhi, Dehradun, Indore y Kerala, que enlaza entrevistas faro a investigadores, activistas e intelectuales (como la filósofa y escritora Vandana Shiva; Corinne Kumar, de la organización Vimochana; la secretaria general de Dalit Women’s Right, Asha Kowtal; Rejitha G., de la organización Sakhi y el académico Satish Kumar, entre otros) con entrevistas a mujeres anónimas organizadas por sus derechos. La pregunta por la fisonomía de un movimiento feminista local es ineludible, y se abre sobre todo a pensar la potencia y heterogeneidad de estos movimientos de mujeres: el feminismo en algunas zonas de la India todavía resulta extranjero, no así el concepto de género. Con todo, la disputa del movimiento de mujeres indio está en la instalación de un marco de reivindicaciones transversales y subjetivaciones particulares que son propias del Sur, concepto que se entiende “como la insurrección de los saberes subyugados, […] como el descubrimiento de nuevos paradigmas políticos, creando imaginaciones políticas alternativas”. A esta acepción insurrecta se suma la del Sur como conversación entre civilizaciones, como un nuevo imaginario político. Esta película recibió Mención Honrosa en su categoría.

Idle No More (2017, 5’) de Ginger Cote, nos lleva a la memoria de las mujeres indígenas en el extremo norte del continente americano, Canadá. Es un corto narrativo, que tematiza las repercusiones que tuvo la ley con respecto a los nativos y las políticas sistemáticas de asimilación, criminalización y genocidio en dicho país. Se presenta como un homenaje audiovisual a la activista y escritora Heather Archibald, del movimiento homónimo “Idle no more”, con una fuerte vocación poética que anuda el anclaje histórico y testimonial de sus fuentes. También en una clave poética, Protect Our Future Daughters (2017, 6´) de Helena Lewis y Maryanne Junta, vuelve sobre la memoria de los pueblos indígenas del norte del continente a partir del registro performático. Maryanne Junta narra uno de los proyectos de arte e instalaciones que han existido para visibilizar el gran número de mujeres indígenas desaparecidas y asesinadas en Canadá y Estados Unidos durante las últimas décadas. Este proyecto se llama “Vestido Rojo”, y desde su acción muestra que solo en Canadá hay 4.232 nombres de mujeres en esta condición. Es un proyecto de memoria y homenaje a los pueblos indígenas del pasado y del presente, una instalación de arte para generar conciencia sobre los 1.181 casos todavía sin resolver.

Mahiganiec (Bebé loba) de Jacqueline Michel (2017, 5’), explora otros lenguajes al retomar una escena de narración oral canadiense del pueblo Anishnabe, que es adaptada audiovisualmente.  El centro del corto es un relato en el fogón desde el que se abre la historia de una niña criada como por una loba. Con una precisión narrativa de gran calidad técnica, el corto construye una atmósfera telúrica que funciona con la estructura de narración enmarcada. Mito y ficción operan en dos dimensiones, dos niveles de resolución que tecnifican la forma narrativa tradicional. Los personajes se superponen a los del mito, así como el mito se superpone al tiempo del corto.

Latinoamérica es mujer (2019, 20’) de Vanessa Pérez Gordillo, integrante de “Voces en Lucha” (espacio de comunicación que visibiliza diferentes realidades del continente), es un corto-álbum que enlaza perfiles de cinco mujeres en torno a la defensa de la vida, el territorio y sus comunidades. A partir de cinco secciones (El crimen, El despojo, El opresor, La traición y El dolor) aparecen los testimonios de Nora Cortiñas (Buenos Aires), Nélida Ayay (Cajamarca), Francia Márquez (comunidad la Alsacia Colombia), Ana Treka (Wallmapu) y Máxima Acuña (Celedín/Cajamarca). De ese modo, la cinta entrama las luchas vigentes de memorias y resistencias desde mujeres que están en el continente, situadas en la primera línea de defensa ante una “humanidad convertida en mercancía”, en palabras de la documentalista.

Tradición y modernidad en los derechos de las mujeres

Desde una vereda aledaña en la demanda por los derechos, el corto mexicano Huipil (2018, 14’), con la dirección de Denis Montes y producción de Pedro Cutz, aborda la fractura producida en la transmisión intergeneracional del bordado huipil en la tradición maya. La historia de una abuela y su nieta rearma biográficamente los puntos medulares de esa interrupción. Se interceptan temporalidades y deseos de una vida y otra. El pasado ancestral es asediado por la demanda de una madre que insiste en que su hija regrese a la ciudad para iniciar sus estudios formales. Futuro y tradición están desencajados en ritmos y oportunidades. Para la hija-nieta la opción por retornar a su propia genealogía, a pesar de la negativa de su madre, se instala como un horizonte deseable.

En I’X (Mujer-montaña) (2019, 15’) Antonia Benito es la conductora y locutora de noticias de una radio comunitaria que desde las comunicaciones interviene una comunidad para visibilizar la violencia de género y la no discriminación. Este corto guatemalteco de Wanda López Trelles fue rodado en torno a la historia de la Radio Qawinaqel en Palín, Guatemala, como un documental de personaje: Benito narra su historia, reflexiona y conecta sus labores de comunicadora con la mirada interna a la comunidad desde una perspectiva de género. Entre su voz y las otras que la rodean aparece una singular radio contra la vulneración de los derechos de las mujeres. Una que circula al aire en español y poqoman, bajo el entendido de que los derechos de la mujer indígena también son los de la autodeterminación, los derechos territoriales y lingüísticos.

El Colectivo de Jóvenes Mapuche de la Escuela de Cine y Comunicación Mapuche del Aylla Rewe Budi conecta los derechos de las mujeres con la revitalización lingüística en su corto Kvpalme (2019, 12’). La narración colectiva es el punto de partida para explorar, como un ensayo fílmico, los orígenes y significados en mapudungun de los apellidos de sus realizadores. El corto se muestra como una suerte de arqueología del saber reconstruida en cámara entre dos papay y lxs jóvenes del equipo; un corto cuyo espesor está en la lucha contra el olvido, ante la sistemática violencia hacia el pueblo mapuche. El despertar del kvmun, dicen, es parte de la resistencia.

Quentura (2018, 36’) de Mari Correa, es un mediometraje que reúne la historia de diversas comunidades del Amazonas en conflicto con su territorio. Tras la transformación forzada de los ecosistemas por la contaminación y el cambio climático aparecen mujeres de las comunidades Acaricuara, Nova Esperança, Lauarete, Maturacá y Boa Esperança, situadas en la extensión del Amazonas desde Medio Negro a las fronteras con Colombia, Venezuela y Perú. A partir de sus voces se expone una mirada interna de estas comunidades: son los relatos de la sobrevivencia a las mudanzas dramáticas en el ecosistema y en los cultivos, que han forzado la mutación de tradiciones ancestrales. En ese panorama las propias comunidades son espacios de resistencia al cambio climático, que logran mantener vivas las selvas con su propia ciencia, aun cuando no existen políticas públicas para resguardarlas. Estas comunidades permanecen en una fragilidad constante ante la vulneración de sus derechos.

 

Violencias, disidencias y vida

En una mirada hacia las violencias en las relaciones familiares, Skai (2018) de Ronald Camargo, enfrenta una de las dimensiones más brutales, pero no por eso excepcionales, de la violencia de género. Es un corto de ficción que recrea la vida de una niña afrodescendiente de 13 años en la isla de San Andrés, Colombia, expuesta a la violencia sexual al interior de su familia. Hablado completamente en creole, el corto ficciona el espacio formativo de esta niña en la escuela y en la familia. De ese modo adquiere la estructura de un relato de formación en que la niña, como respuesta a la hostilidad de su entorno, desarrolla estrategias para sobreponerse a la violencia y proyectar una vida por su futura hija. En otra dimensión de las violencias que afectan a los núcleos familiares, Tübachi Monguen Mu (2019) de Antonio Caro, es un corto documental que problematiza la obligatoriedad del parto médico en Chile. El documental aborda la historia de una pareja que se enfrenta al nacimiento de su cuarto hijo, quien debe permanecer en una incubadora. Se trata de una mirada pausada y sensible sobre los conflictos contemporáneos entre la medicina y los saberes ancestrales que han sido marginados por el avance de las políticas públicas del Estado. Un corto que condensa las tensiones entre la violencia de la militarización en la región y la violencia obstétrica. La continuidad entre ambas refuerza las dificultades para mantener activas prácticas ancestrales, como la paulatina desaparición del entierro de placenta en la comunidad después de cada nacimiento.

Una mirada interna a las violencias existentes en el interior de las comunidades se aborda particularmente desde el punto de vista de las disidencias sexo-afectivas, énfasis de esta edición del festival. En esta categoría, que contó con seis filmes, hay dos documentales que merecen especial atención. En primer lugar, Leitis in Waiting (2019, ‘70) de Joe Wilson y Dean Hamer, que aborda el movimiento de visibilización de las identidades disidentes y transgénero en la isla de Tonga, el último reino del Pacífico. La intrincada trama entre tradición y modernidad es mostrada sin sensacionalismos: un reino en medio de las repúblicas modernas, pero cuya lengua oficial es el inglés y que no se autoconcibe como una sociedad colonizada. El lugar de las vidas disidentes se juega entre el reconocimiento desde la sociedad política y la marginación desde las iglesias protestantes. La lucha por la visibilización e inclusión, que ya lleva más de tres décadas, muestra los conflictos no tradicionales en el espacio público y los alcances de esta organización en términos internacionales (desde el concurso de belleza Miss Galaxy en la isla, a la participación de algunas activistas en CEDAW). La realidad y los conflictos contemporáneos de la inclusión en una isla que es de antiguo régimen, y donde la disidencia de género es parte de la vida tradicional -no un problema aparecido en tiempos modernos-, se vieron resignificados con la estigmatización neocolonial hace pocas décadas.

En otra latitud, el documental Sydney & Friend (Escocia/Kenya, 2018, ’76) de Tristán Aitchison, aborda la vida de Sydney, Beu, María y Guillit, cuatro transexuales en el oeste de Kenya. Con una fotografía cuidada y una asertiva decisión acronómica en la cinta, se construye un montaje centrado en las historias de vida. Las biografías en torno a Sydney, con sus diferentes gradaciones, se encuentran en el espacio común de una lucha por la sobrevivencia, incluso cuando esta depende de legalidad de su propia identidad. La falta de políticas para la identidad de género en Kenya aparece en el habla de sus protagonistas. Lejos de una cinematografía de la lamentación, estas historias muestran el tránsito desde roles sociales tradicionales a la invención de otros nuevos. Transformaciones que se dan a contrapelo de las violencias estructurales y simbólicas que atentan directamente a la subjetividad, la integridad y los derechos humanos.

Tal vez lo más interesante del panorama ofrecido por la programación de Ficwallmapu en esta última edición sea que esa contramirada o contrapanorámica global no aspira a ser universalista, o al menos no expresa esa vocación. La diversidad de territorios, experiencias e historias aunados bajo problemáticas comunes nunca cierra la ampliación de la posibilidad reflexiva sobre aquellas.

El punto de vista de la programación insiste en una heterogeneidad, en presentar una totalidad de problemas internamente diferenciados, de homologación con reservas. Puntos de vista o puntos de fuga en un marco de debates consensuados. De allí que el énfasis en las miradas afrodescendientes y las disidencias sexo-afectivas aporten a la heterogeneidad dentro de lo común, finalmente, ofreciendo a sus espectadores, pienso, una política de lo diverso. Esa misma vocación es la que hace de Ficwallmapu un festival único en su tipo. Por ahora quedamos expectantes a la sexta versión confirmada para enero de 2021. En plena sintonía con las transformaciones constituyentes del país, el próximo festival proyecta colocar el énfasis de su programación en las gobernanzas indígenas.