Informe XXIX FICVIÑA, 50 años (1): De la miseria a las formas de la violencia

50 años han transcurrido desde que el director de Valparaíso mi amor e impulsor del Nuevo Cine Chileno, el doctor y cineasta Aldo Francia, inaugurara en Viña del Mar en 1967 el “Primer Festival de Cine Nuevo Latinoamericano” y el “Primer Encuentro de Cineastas Latinoamericanos”, donde se dieron una histórica cita realizadores que apostaban por un cine auténtico, en comunicación con los sectores populares y como una expresión enraizada en la realidad del continente.

Eran los tiempos del cine al servicio del pueblo, antiimperialista y de las influencias del cine-verdad de Vertov, que abandonaba maquillajes, actores y escenarios para captar la vida real. En Bolivia, Jorge Sanjinés, junto al grupo Ukamau, esbozaba elementos de una teoría y práctica del cine revolucionario y lo comprendía como aquel que se constituye como un instrumento de denuncia, al servicio de los intereses del pueblo y que evoluciona integrándolo, como parte de un proceso de radicalización de los cineastas en América Latina.

En Brasil, Glauber Rocha lideraba la corriente artística del cine brasileño influenciada por el neorrealismo italiano y la nouvelle vague francesa, que abogaba por “una cámara en la mano y una idea en la cabeza”, con bajos costos de producción, filmación en exteriores, sonido directo y actores no profesionales: el Cinema Novo. Y firmaba el manifiesto “La estética del hambre”, entendiéndola como una característica del pueblo latinoamericano, en contraposición a la estética fácilmente digerible del cine norteamericano. El problema común era la miseria y el objetivo, la liberación económica, política y cultural que implica hacer un cine latino. Un cine comprometido, didáctico, épico, revolucionario. Un cine sin fronteras, con un idioma y un problema comunes.

Medio siglo más tarde, el Festival Internacional de Cine de Viña del Mar celebra sus bodas de oro incorporando en su grilla Cinema Novo, un ensayo cinematográfico dirigido por el hijo de Glauber, Eryk Rocha, que con escenas de películas de esa corriente y material de archivo de entrevistas a sus protagonistas (el propio Glauber Rocha, Nelson Pereira dos Santos, Ruy Guerra) logra transmitir la fuerza del movimiento y la convicción de sus integrantes.

En un ejercicio similar de ensayo con archivos históricos (públicos y familiares) -No intenso agora (Joao Moreira, Brasil 2017), estrenada en Sanfic-, el narrador instala una reflexión sobre la persistencia y mantención de los valores que inspiraron Mayo del 68 en Paris o la Primavera de Praga, a partir de una voz en off y un relato que intenta cruzar la gran Historia con los viajes de la madre del realizador. A diferencia de él y con un montaje menos pretencioso que el ensayo de Moreira Salles, Eryk Rocha no necesita recurrir a la voz de un narrador ni al cruce forzado entre el devenir histórico y el familiar: simplemente, deja que las imágenes hablen. Ellas, en sí mismas, son el testimonio del movimiento que entendió la cámara como un ojo sobre el mundo y que impulsó a filmar a jóvenes realizadores de fines del sesenta, cuyo legado -recogido por el director cinco décadas después- constituye un archivo de una época en que el cine latinoamericano intentó descolonizarse e independizarse de la mirada imperialista.

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El rostro de la violencia

La miseria latinoamericana del siglo XXI tiene un rostro diferente al de la pobreza extrema de fines del sesenta y ése parece ser la violencia. En el documental La libertad del diablo (2017), Everardo González le pone rostro a la violencia generada por la guerra contra las drogas en México, justamente cubriendo con una máscara que se usa para personas quemadas, las caras de quienes sufrieron tortura o cuyos familiares fueron víctimas de desaparición forzada y que dan a conocer su testimonio entre el miedo y el dolor. Además de asegurar el anonimato, las máscaras generan un impacto dramático y una estética bastante aterradora, asimilando a las personas que dieron su relato (que por razones de seguridad fueron llevados en avión al DF, entrevistados en el aeropuerto y enviados de vuelta a sus lugares de origen) a muertos en vida o momias vendadas.

Para uno de los hombres entrevistados, tener un familiar desaparecido es más doloroso que tenerlo muerto y cada día que pasa ese dolor aumenta por no saber dónde está. Considerando lo anterior puede resultar cuestionable homologar los testimonios de las víctimas de la violencia con los de los sicarios, que –en relatos de gran impacto- explican que el primer auto que tuvieron al realizar homicidios por encargo fue un Audi o lo que sintieron la primera vez que le quitaron la vida a un niño. Víctimas y victimarios no pueden equipararse, aunque ambos sean resultado de la fallida guerra estatal contra las drogas.

La violencia del ejército es la protagonista de El amparo (Rober Calzadilla, Venezuela, 2016), filme de ficción inspirado en la matanza de 14 pescadores a fines de los ochenta en una localidad de la frontera venezolana-colombiana que tiene el nombre del filme, caso que llegó a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos contra el Estado de Venezuela. Sobre el relato de los dos pescadores que sobrevivieron a la masacre que perpetraron miembros del ejército venezolano, se basa esta película de ficción con un perfil político, en que sus testimonios son confrontados por agentes estatales que aseguran haber disparado contra terroristas colombianos y una justicia que en vez de protegerlos como víctimas, busca incriminarlos y hacerlos confesar lo que no son.

El largometraje que recibió el Premio Crítica Especializada en el Festival de Cine de Viña y que aún no se estrena comercialmente en Venezuela, muestra la impotencia de estos sencillos aldeanos cuyos relatos no son creídos por el Estado, su lucha por reivindicar su dignidad, el impacto de la pérdida de los 14 pescadores en un pequeño poblado de pocos habitantes, el dolor de las mujeres y familiares. Dedicada a los dos sobrevivientes, El Amparo les hace un pequeño homenaje a estos dos hombres que se niegan a considerarse terroristas a cambio de su libertad, incluyendo a los verdaderos protagonistas en una escena en que ellos son los únicos que no se suben a la canoa en la que van a ir a pescar, salvándolos así -en la escena recreada- del sufrimiento de perder a sus compañeros y de ser considerados sospechosos por los tribunales nacionales, al punto de tener que salir a buscar justicia a cortes internacionales.

Desde el otro lado, la violencia desde movimientos guerrilleros es cuestionada por una de los integrantes de una pareja que fue parte de los Tupac Amaru en Perú y que se reúne después de 19 años para firmar su divorcio. En La última tarde (Joel Calero, Perú, 2016), la mujer burguesa que dejó todo por amor y el revolucionario del Cuzco recapitulan su vida política y su antigua historia de amor, cuestionando casi dos décadas después el sentido de la violencia y su lucha ideológica en una cotidiana y analítica conversación en un larguísimo plano secuencia por las calles de Lima.

Las otras memorias

La violencia política sufrida en Chile durante la dictadura, es otro tópico que estuvo presente en la 50* versión del Festival Internacional de Cine de Viña del Mar, representada en otras memorias: las generaciones de hijos o familiares cuyas vidas quedaron marcadas a sangre y fuego por las violaciones a los derechos humanos de sus seres queridos. En El color del camaleón (Andrés Lübbert, 2017) es la segunda generación la que sufre las consecuencias de la dictadura, cuando es el hijo/director el que va construyendo un relato sobre la historia de un padre casi desconocido y distante, que se va descubriendo desde el lado oscuro y es capaz de cambiar de color de un lado a otro del espectro político.

¿Es Jorge Lubbert, el padre de Andrés, una víctima de la dictadura al ser obligado a trabajar para la DINA en dictadura durante un año, bajo amenaza de matar a su familia? ¿O es acaso un victimario, integrante de un grupo secreto de la Compañía de Teléfonos de Chile (CTC), donde realizó un entrenamiento en manejo de armas y tortura? El camino hacia la verdad y el reconocimiento identitario de un joven nacido en Alemania, hijo de padre chileno, que se hizo cineasta y aprendió a hablar castellano para tratar de entender a quien luego de múltiples exilios se dedicó a cubrir conflictos y guerras, es la principal conquista que alcanza Andrés Lübbert en este cruce entre historia personal y colectiva.

Lübbert estuvo 15 años investigando para reconstruir la historia de su padre y, en el caso de Manuel Guerrero, pasaron 7 años desde que Sebastián Moreno comenzara a filmar su historia hasta concluir Guerrero (2017), estrenado en el circuito de salas Miradoc y la última parte de la trilogía sobre la dictadura del director de La ciudad de los fotógrafos. Manuel también es parte de la segunda generación que sufrió las consecuencias de la dictadura, pero él vivió en carne propia el exilio y la persecución, siendo apenas un niño. Cuando degollaron a su padre junto a Parada y Nattino, Manuel tenía 14 años y decidió tomar su lugar en la lucha contra la dictadura, convirtiéndose en un adulto en plena juventud. Con material de archivos históricos y recuerdos familiares y locaciones en Santiago, Budapest, Moscú y Berlín, Guerrero revisita la historia no sólo de un dirigente estudiantil, sino también la de un país completo en una época que no debe repetirse nunca más.

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Por su parte, Lissette Orozco estuvo casi 7 años filmando a su tía Chani hasta convencerse de su verdadera identidad, en el documental biográfico El Pacto de Adriana (2016). Adriana fue secretaria de Manuel Contreras y una de las mujeres agentes de la DINA. Aunque más de 200 testigos señalaron en distintos juicios por violaciones a los derechos humanos que torturó en dictadura y está formalizada por secuestro y asesinato, asegura a su sobrina que es inocente, que nunca estuvo en la Brigada Lautaro y que la confunden con otra agente. Adriana cumple fielmente el “pacto de silencio” de quienes cometieron violaciones a los derechos humanos tan horrendos, que resultan inconfesables, como explica en el documental el psiquiatra Marco Antonio de la Parra. A medida que filma a su tía, Lissette va conociendo quién es en realidad la mujer a la que adoraba y admiraba de niña, y armando los fragmentos de la memoria desde el dolor.

Haciendo un homenaje a Pierre Dubois, André Jarland y al cura Gerardo, en Cabros de mierda (2017) Gonzalo Justiniano recupera imágenes filmadas por él en la población La Victoria en 1983 (que le habían sido incautadas por la CNI) y filma en la misma población la historia de Gladys, una joven pobladora que se enfrenta a la dictadura desde la organización comunitaria, y el misionero norteamericano Samuel. Particularmente dura resulta la recreación de la escena (que ya había sido recreada en El botón de nácar, por Patricio Guzmán en 2015) en que los militares tiran los cuerpos de detenidos desaparecidos desde un helicóptero al mar, inmortalizando una de las acciones más crudas de la historia reciente de nuestro país que, a 44 años de ocurrida, sigue siendo materia de investigación y tema de ficciones y documentales que contribuyen a la memoria de Chile.-