Informe XXVI FICValdivia (4): Formas populares

En la primera parte de mi informe de la última edición de Festival Internacional de Cine de Valdivia, intentaba dar con los primeros hilos que unieran las películas que vi durante la primera mitad de la semana. Por una especie de ejercicio escritural autoimpuesto, intento que la experiencia festivalera pueda condensarse en un par de ideas que traten de revelar no solo la programación particular de cada sección, sino también una suerte de guía secreta que da sentido a la curatoría general. El juego, sin embargo, empieza a evidenciar sus limitaciones en cualquier momento. Cuando la idea personal del festival -a la que algunos críticos, con premura, identifican como “tendencia”- se pierde frente la aparición de nuevas ideas en nuevas películas, no queda más que reformular la propia imagen mental en torno a la nueva edición del festival. En mi caso, bastó solo con que dos películas se vieran de manera consecutiva para reestructurar mi paso por este Valdivia.

Vientos del pueblo

El primero de estos giros fue durante la función matutina de Martin Eden (Pietro Marcello, 2019), uno de los últimos anuncios de la programación del festival junto a la esperada última película de Pedro Costa. La sorpresa inicial de la película italiana tuvo que ver con un asunto de proporciones: dentro de un festival repleto de películas de presupuestos modestos, el gran fresco de época de Marcello se veía especialmente ambicioso. En un primer momento, esta monumentalidad bien puede ser confundida con la qualité europea y la exhibición de los altos valores de producción requeridos en una recreación precisa del pasado. Sin embargo, la rapidez con la que Marcello presenta a Martin (Luca Marinelli), intercalando la simulación del pasado urbano italiano con planos de miradas y manos, prefiguran el formato de un juego literario y anacrónico. Basada en la novela homónima del estadounidense Jack London, Martin Eden prescinde de presentar transiciones detalladas. Cada escena se enlaza inmediatamente con la anterior o, en su defecto, se nos informa del cambio de espacio y tiempo, como en una novela.

El retrato de comienzos de finales del siglo XIX empieza de a poco a confundirse, no solo por la imprecisión temporal que mantiene la primera parte, sino también por el uso del cancionero del pop italiano setentero junto a imágenes de archivo que remiten a distintas décadas de la historia italiana durante el siglo XX. Este eclecticismo de materiales se explica por la atemporalidad del propio relato, pero también por la encarnación arquetípica que implica Martin. Cada tanto Marcello introduce, desde el archivo o dentro de su propia ficción, los rostros de la gente del pueblo, una especie de sustrato real de donde se extrae la condensación del personaje de Martin Eden.

La historia de este joven marinero que se convierte en un escritor importante después de un proceso de autoeducación recuerda tanto a las historias de escalada social del Hollywood clásico, como a los relatos de un marxismo didáctico empleados por Máximo Gorki y el propio London, o por Vsévolod Pudovkin en el cine soviético. La inocencia del personaje de Martin, cercana a la del Lazzaro de Lazzaro feliz (Alice Rohrwacher, 2018), responde a la del modelo pedagógico. Su extrema inocencia lo construye como personaje, al mismo tiempo que funciona como un estereotipo del obrero alienado previo al despertar político o a la muerte de su “falsa conciencia”. Es decir, si Martin Eden incide en distintos tipos de cliché, es porque se emparenta a una pedagogía marxista modélica, casi ausente en el cine contemporáneo.

Por lo mismo, no es extraño que la primera parte adopte algunos códigos de la película romántica hollywoodense. El flechazo idílico que tiene Martin con Elena (Jessica Cressy) remite al clásico chico-conoce-a-chica, con el añadido de la pareja que tiene que remar contra las diferencias de clase. Lo que en un principio se entiende como un romance contra el prejuicio social, termina entrampado por las relaciones económico-afectivas, donde la figura burguesa termina por convertir el noviazgo en una relación de amo y esclavo. Con la misma frontalidad que se ve en Fox y sus amigos (Rainer Werner Fassbinder, 1975), la educación de Elena hacia Martin termina por convertirse en una forma de sometimiento y en una exigencia de adaptarse a los códigos de comportamiento burgueses.

No será hasta cerca del final de la película, en una inesperada elipsis que recuerda nuevamente a la película de Rohrwacher, que la apuesta de Marcello por un comunismo esencial tome una dirección más ambigua. Después de que al “despertar” político de Martin se suma el éxito literario aparece el problema de poder congeniar este ascenso con su origen proletario. Es la parte más difícil de meditar de la película, y quizás la que evita que el relato modélico se lleve a cabo en, por decirlo en palabras de Eisenstein, su “conclusión ideológica final”. Finalmente, este cuestionamiento base de la Industria Cultural remite a su vez al formato de la propia película de Marcello, una superproducción de tintes comunistas.

Horas después de la película de Marcello, el Festival ofrecía otra película de identidad proletaria, aunque en una escala casi opuesta. Siete años en mayo (Affonso Uchoa, 2019) es una obra que dialoga claramente con la historia de la violencia policial brasilera y con las políticas fascistas de su gobierno actual. Aun así, es una película que se resiste a ser reducida a los términos de “urgente” o “necesaria”, por mencionar dos adjetivos cómodos del léxico de la crítica frente a las obras explícitamente políticas. A diferencia de Martin Eden, la austeridad formal de la película de Uchoa revela un presupuesto menor, por un lado, pero también un sistema de producción que trabaja desde una ética respecto de quienes ponen a disposición su cuerpo y palabra para compartir su relato en pantalla.

Siete años en mayo consta de tres momentos principales. En el primero de estos vemos como Rafael (Rafael dos Santos Rocha) es detenido arbitrariamente por unos agentes, quienes ignoran violentamente su alegato de inocencia. Esta escena de introducción, desprolija pero claramente escenificada, da paso a un segundo momento en el que el mismo Rafael relata su historia personal con el abuso policial, la adicción a las drogas y los cambios forzados de residencia frente a una fogata. Este segundo momento sugiere un cambio de registro: asumimos que se trata de un híbrido que ahora adopta el formato de testimonio documental, siendo la primera parte una recreación ficcional de uno de los momentos del relato. Es el plano más largo de la película, concentrándose exclusivamente en el relato oral de Rafael.

Según Jonathan Rosenbaum, existe un tipo de spoiler que debería anunciarse y temerse mucho más que el de tipo argumental, y ese es el que adelanta algún tipo de decisión formal inesperada. Digo esto porque solo puedo describir mi propia sorpresa haciendo ese tipo de revelación. Cuando el relato de Rafael se acerca a una conclusión, después de varios minutos de sostener el plano, aparece un contraplano de un rostro de alguien que lo escucha. Por lo tanto, el cambio de registro a lo documental no sucedió como lo pensamos, o al menos no de manera exacta. En esta escena existe todavía una puesta en escena, además de un proceso de escritura y ensayo actoral. Por más que la historia contada por el personaje de Rafael coincidiera mayormente con la experiencia de vida de su intérprete, el cambio de plano hace que la sensación voyerista desaparezca por completo. No existen relatos que hayan sido explotados para el film.

La tercera parte, más abstracta, termina con un juego de niños. La simulación infantil puede ser usada como herramienta de alusión política, como se ha visto desde Chaplin a Elia Suleiman. Después del proceso de escucha profunda implicado en plano anterior, el juego que consiste entre simular vida y muerte se convierte en un cifrado para la brutalidad policíaca. El relato de Rafael conduce a esa conclusión: el actuar policial se encuentra tan despejado de humanidad que bien puede ser homologado al de la simulación lúdica, con la diferencia de que no existen muertes reales en esta última. El fuera de campo del juego retratado por Uchoa es un eco de la violencia sistemática, donde no funciona la lógica del “círculo mágico” del juego infantil.

 

El pasado

Longa noite (Eloy Enciso, 2019) fue otra película pensada en la experiencia de un pueblo, en este caso bajo la larga noche de la opresión franquista. Si la película de Marcello hacía pensar en los formatos populistas, y la de Uchoa en los sistemas de producción alternativos, Enciso toma la influencia directa del pensamiento marxista en torno a la imagen y la puesta en escena aplicados por Danièle Huillet y Jean-Marie Straub. Como en las conversaciones del pueblo en De la nube a la resistencia (1979), Enciso aplica un tipo de recitado artificial que hace que cada personaje pareciera hablar en un monólogo. A su vez, los planos muestran exactamente el rostro de cada personaje mientras habla durante toda su duración, resultando en una versión desnaturalizada y distanciada del plano/contraplano.

Justo cuando la formalidad de la pareja de cineastas parece demasiado presente en la obra del gallego, Enciso empieza a introducir elementos y diálogos que remiten a víctimas directas de la dictadura franquista, casi siempre a través de citas de distintos autores. Esta alusión menos solapada y alegórica permite que Longa noite empiece a tener un inesperado vuelco emocional al dar vueltas sobre la posibilidad de hablar de temas abyectos como el encierro y la tortura. El último segmento se basa, justamente, en un caso de confinamiento injusto, narrado durante el momento más visualmente abstracto de la película. Dentro de un bosque iluminado en una oscuridad imposible, Enciso abandona el distanciamiento político de las dos primeras partes para cerrar en una dimensión más sensorial y háptica, con algunos juegos de montaje que recuerdan a las asociaciones espaciales de At Land (Maya Deren, 1944).

Para finalizar, me gustaría mencionar una de las piezas que más esperaba de esta edición de Valdivia. Destacada también por Álvaro García en su informe (a quien le agradezco por recomendármela durante el festival), Mi aporte (1969) de la retrospectiva de la cubana Sara Gómez parecía una rareza para su época. Si el cine de Gómez se caracteriza por poseer un espíritu lúdico que desafiaba la seriedad militante del cine cubano de la década, la idea de una película que contenía en sí misma su propia crítica y autocrítica parecía audaz incluso para los estándares de su directora.

Como una especie de película hermana de Symbiopsychotaxiplasm (William Graves, 1968), la película empieza de manera similar a otros reportajes producidos para el ICAIC. Intercalando encuestas en terreno junto a diferentes fotos fijas “animadas” a través del montaje (técnica recurrente en el cine de Gómez, a pesar de que normalmente es atribuida al trabajo de Santiago Álvarez), la película asume un rol informativo para abrir el debate en torno a las primeras mujeres que entran a trabajar en fábricas en Cuba en puestos tradicionalmente ocupados por hombres. El “quiebre” del modo expositivo se da cuando se ve a un grupo de tres mujeres discutir junto a la propia Gómez no solo respecto del patriarcado y el trabajo sexualizado en Cuba, sino también acerca del boletín informativo que acabamos de ver. Por si la puesta en abismo no fuese suficientemente extrema, la escena final muestra un cineforo entre mujeres que discuten lo que acabamos de ver, incluso después de un cartel que anunció el “fin”.

En una actitud que decantaría en De cierta manera (1974), su único largometraje, el cine de Gómez parece asumir un sentido de revolución permanente que no le permite celebrar ningún avance sin interrogarlo por las carencias y las exclusiones que este puede esconder. Si el cine latinoamericano de la década pregonaba que las películas se completaban en su momento de exhibición y discusión, como alguna vez escribió Pino Solanas, en Mi aporte ese proceso final pasa a ser parte integral del cortometraje. Este desconocido cortometraje es solo una muestra más de la inventiva precursora del cine de Gómez, y de la invisibilización de su trabajo en el relato del nuevo cine latinoamericano.