Informe XXVIII FICValdivia (1): El círculo mágico

El espacio festivalero tiene algo de modalidad del juego, lo que explicaría que el post-festival tenga algo de reconstrucción o armado de puzle posterior. En este primer informe juegan cuatro películas importantes que se citaron en FICValdivia: Diarios de Otsoga (Maureen Fazendeiro y Miguel Gomes), What Do We See When We Look at the Sky? (Alexandre Koberidze), Qué será del verano (Ignacio Ceroi) y A Night of Knowing Nothing (Payal Kapadia),

Durante el año pasado se hizo difícil no comenzar los informes de festival describiendo lo diferente que había resultado la experiencia online pandémica. Evidentemente, esta se había modificado de golpe y la conversación en torno a los festivales también. Muchas de estas introducciones adquirieron un tono nostálgico que buscaba constatar las carencias de la experiencia de ver una película en formatos caseros en lugar de una pantalla grande, casi como si la pandemia hubiese inaugurado el fenómeno del visionado personal. Ahora, por el contrario, lo difícil parece ser omitir lo que que trajo el regreso a la “experiencia anterior”, aunque sea en el formato reducido que varios festivales están llevando a cabo y que FICValdivia inauguró alegremente en territorio nacional.

Con esto en mente, preferiría no poner el hincapié en lo que implicó “volver” a los cines (por lo demás, desde hace unos meses que están abiertos y el reencuentro ocurre más o menos semanalmente, al menos para mí) sino en el misterio de la experiencia del festival presencial. El asistir a un festival, especialmente en otra ciudad, implica imaginar un espacio diferente en el que las películas y sus relaciones aparecen recién en los espacios intermedios, en las paradas para comer, comentar y cambiarse de sala. En realidad, el “regreso” más fuerte a la experiencia del festival se sintió al volver a la habitación con una serie de notas e impresiones de películas que de a poco empezaban a conversar, inicialmente de manera confusa. 

Recién unos días después, al pasar en limpio, empiezan a aparecer tímidamente algunas de estas conexiones con mayor claridad. Johan Huizinga planteaba en Homo ludens, uno de los tratados más importantes sobre el juego, que la experiencia de jugar era una especie de separación mental del espacio y tiempo convencionales, una especie de círculo mágico que separa a quienes participan del juego de quienes no. El espacio festivalero tiene algo de esta modalidad del juego, lo que explicaría que el post-festival tenga se parezca a una reconstrucción o armado de puzle posterior. Esta idea del juego es, justamente, la que se me apareció como primera conexión entre algunas películas, esperando también que enlace con los círculos mágicos de quienes estuvieron en Valdivia y de quienes estuvieron en modo festival desde sus casas en este primer informe. 

 

Cine Ludens

Siguiendo esta misma idea, Huizinga constata que la naturalidad que pareciera haber en la relación entre el juego y la infancia es más débil de lo que parece. En realidad, existe otro grupo etario igualmente fanático del juego que, sin embargo, no siempre se vincula a este: la tercera edad. Esto se explica, para Huizinga, debido a la relación del juego con la pérdida de tiempo, con la condición de no estar produciendo algo útil mientras se juega. Por lo tanto, el hecho de que en la adultez el juego se vuelva una actividad menos común no tendría tanto que ver con un desinterés natural como con un rechazo a la idea de “perder el tiempo”.

Un juego implica necesariamente una serie de reglas, un número de restricciones normativas que, paradojalmente, facilitan esta sensación de relajo y libertad. Por lo mismo, si pensamos en cineastas que han sido relacionados al espíritu de lo lúdico, no es extraño que en muchos casos las propias películas se encarguen de explicarnos su set de reglas. Una película tan juguetona como Combate de amor en sueños (Raúl Ruiz, 2000) o el juego narrativo a gran escala de La flor (Mariano Llinás, 2018) comienzan directamente con una figura de autoridad del equipo de la película (productor y director, respectivamente) que explica las reglas de lo que se verá a continuación. O, sin estas introducciones, existen películas como Right Now, Wrong Then (Hong Sang-soo, 2015), cuya regla lúdica principal se comprende exactamente a la mitad del relato.

La esperada Diarios de Otsoga (Maureen Fazendeiro y Miguel Gomes, 2021) de la sección Gala se inscribe de manera más o menos directa en esta tradición lúdica. Estructurada como un diario fílmico, la película parte desde el día 22 y va retrocediendo día a día, una propuesta de inversión del orden cronológico que, contrario a lo que podría pensarse, ha tenido prominencia reciente en el mainstream contemporáneo gracias a Nolan, series como Dark (2017-2020) o películas en loop como Palm Springs (Max Barbakow, 2020) y Feliz día de tu muerte (Christopher B. Landon, 2017).

Sin embargo, a diferencia de estas, Diarios de Otsoga mantiene el ánimo opuesto al de aquellas películas que ponen la reconstrucción y el “esfuerzo” mental implicado por sobre la película misma. De hecho, a pesar de anunciar su formato en reversa y explotar la puesta en abismo, se trató de uno de los ejercicios más desenfadados del festival. En gran parte esto ocurre porque Fazendeiro y Gomes no están del todo obsesionados con obedecer sus propias reglas. Si bien los primeros días en reversa se tratan, efectivamente, de ir reconstruyendo la narrativa del posible enredo amoroso inicial, de a poco la película empieza a soltar la fidelidad total a su dispositivo.

Si bien comparte ciertas características lúdicas con los ejercicios mencionados de Ruiz y Llinás, la entrada del elemento metacinematográfico –con equipo y casting incluido–, no genera mayor densidad, sino que incuso libera parte del ejercicio mental propuesto. En cierto momento pensé, quizás tratando de llevarla de vuelta a un terreno más denso, que el relato ficticio iba en reversa y el metarodaje iba al derecho, una hipótesis que rápidamente dejó de tener importancia. Finalmente, como revela uno de los gags principales con la escena del tractor, el elemento puzle de la película funciona simplemente como un set de reglas para facilitar escenas e imágenes.  

Bajo este ánimo aparece también la cuestión pandémica, una de las grandes interrogantes que se posaron sobre el futuro cine del 2021 durante la primera cuarentena. Si bien todavía queda un tiempo para pensar qué podría caracterizar una estética del “cine pandémico” –o si es que existirá algo así en el futuro–, la manera en que Fazendeiro y Gomes lo introducen (junto a su propia presencia) como el elemento principal de comedia se aleja del tono solemne que han tenido algunas de las primeras películas sobre el encierro. De hecho, la película pareciera encargarse de incluir desde el comienzo los elementos prohibidos por el virus: besos, bailes, convivencia por fuera del grupo familiar, etc. Si bien es una película con una clara locación principal, los exteriores y la luz natural y (muy) artificial son tan importantes como la casa. 

Así como algunas personas han descrito a Río Bravo (1959) y Hatari! (1962) de Hawks como chillout films, algo similar se podría decir de Diarios de Otsoga, una película de relajo en la que se habita un lugar, a pesar de la “subversión” narrativa. Si bien incluye reflexiones sobre el tiempo del encierro, se trata simplemente de estar una casa y en un patio de manera similar a cómo se ocupan viviendas en tiempos de vacaciones, tanto ficcionalmente como con el equipo de rodaje. De hecho, fue uno de los comentarios comunes al comentarla con otra gente después a la salida: “¡Qué ganas de vivir ahí!”. 

Regresando a Ruiz, muchas de las películas lúdicas presentan dispositivos de narración que funcionan como generadores de relatos, como una máquina capaz de programar narraciones. Así como Branco le da la bienvenida al casting para explicar la naturaleza combinatoria de Combate de amor en sueños, hay películas que en su desarrollo van explicando sus mecanismos de desvío y multiplicación narrativa (sin ir más lejos, la trilogía de Las mil y una noches de Gomes). Si bien muchas veces se entiende el ataque de Ruiz al conflicto central como una aproximación antinarrativa, en muchas de sus películas la estrategia implica prácticamente lo contrario, narrar demasiado. En Combate, donde existen hasta 9 historias paralelas, la narrativa tradicional se anula por un efecto de acumulación, por contar tantas historias que se hace imposible seguirlas.

Si bien no podría enumerar cuántos relatos y subtramas pasean por What Do We See When We Look at the Sky? (Alexandre Koberidze, 2021), se podría decir que esta funciona por un principio de acumulación similar. La película comienza con una premisa conocida dentro del esquema chico-conoce-a-chica, un encuentro accidental entre dos desconocidos que tropiezan. Incluso, se trata de una versión exagerada de aquella presentación: solo vemos sus pies y ocurren hasta tres tropiezos seguidos mientras corrigen su dirección. Lo que sigue es una estrategia reconocible desde el Hollywood clásico hasta los clásicos de Nora Ephron: un montaje paralelo en el que vamos conociendo sus vidas mientras esperamos que ocurra su reencuentro.

Hasta ese momento, más allá de la distancia de los planos, narrativamente nos encontramos en terreno conocido durante los primeros minutos. Sin embargo, al regresar Lisa (Ani Karseladze) a casa después del segundo encuentro, un narrador de tesitura grave hace algunas alusiones extraterrestres, a lo que siguen conversaciones de Lisa con una planta, una tubería y hasta el viento. Lo curioso de este salto radical es que la película no necesariamente entra en los códigos de la ciencia ficción después de esto, sino que sigue justificando la aparición “natural” de otros elementos mágicos por la propia voluntad del narrador. 

Koberidze, como Ruiz, cree en algo así como un deseo de ficción, una atracción natural por la fabulación y las alteraciones de lo “normal”. Otros elementos posteriores, incluyendo cambios de cuerpo y muchísimo amor a Lionel Messi, podrían entrar como alteraciones o desvíos narrativos extraños si no fuese porque la película ya nos predispuso a un horizonte de lo posible manejado al antojo de su narrador (y el propio Koberidze y su equipo, por supuesto). Cuando uno de los desvíos cuenta la historia de dos perros fans de la Premier League, a quienes vemos dirigirse a sus bares favoritos para seguir los partidos, queda claro que el poder de colocar una voz encima puede seguir empujando este deseo de ficción. Por lo demás, no deja ser llamativa una película con tanta dedicación a la ternura, los momentos graciosos y la diversión en el circuito festivalero contemporáneo.

 

Biografías “encontradas” 

La voluntad de narración y juego aparece también de forma explícita en Qué será del verano (Ignacio Ceroi, 2021), parte de la Selección Oficial de Largometraje. Si bien no resulta anómalo trabajar con el archivo específico de alguien como base (particularmente en las películas en que se explora el archivo familiar), la propuesta de Ceroi llama la atención por la falta de familiaridad con el dueño del material de origen. Se trata de un ejercicio de metraje literalmente encontrado; Ceroi compra una cámara de visita en Francia y descubre que no se han borrado los videos de Charles, propietario anterior del aparato. La estructura narrativa que propone Ceroi a Charles, vía correo electrónico, es explícitamente lúdica: le pide permiso para poder jugar con sus imágenes.

Los primeros minutos sorprenden por la sensibilidad de las imágenes. Si bien los videos de Charles corresponden a los materiales de interés de la grabación casera (paseos, fiestas, familiares, etc), su manera de encuadrar y focalizarse en ciertos elementos no resulta tan común. En vez de seguir el movimiento de sus perros, por ejemplo, Charles deja la cámara más o menos estática para capturar cómo estos entran y salen de cuadro mientras juegan en el sillón. En otras tomas, el francés prefiere seguir la sombra y el movimiento de las ramas antes que la acción principal que está ocurriendo ante cámara. Si bien el hombre declara en el intercambio de correos no conocer demasiado del asunto, sus encuadres parecieran estar más cerca de Mekas que de alguien que solo pretende ensanchar el archivo familiar.

Quizás por esto mismo, la película pierde parte de la chispa de este descubrimiento inicial una vez que Charles llega a Camerún y Ceroi empieza a introducir más activamente elementos de sí mismo y su estadía en Europa. Desde este momento el tono se acerca un poco más a Marker, saltando entre temas íntimos y geopolíticos con cierta rapidez. Sin embargo, tanto las fabulaciones de Ceroi como las imágenes del Charles turista palidecen frente al relato mínimo que describía la llegada de cada perro a la casa. A medida que la narración se pone más ambiciosa, más se nota el contraste entre la peculiaridad de estos encuadres iniciales y las grabaciones del Charles atónito ante una realidad política desconocida.

Por lo demás, llama la atención que varias críticas hayan señalado que el ejercicio de distinguir si algo pertenece al terreno de lo real o no queda fuera del juego propuesto por Ceroi. Al contrario, mientras más espectacular se vuelve la narración, incluyendo la entrada de una inesperada narradora para dar voz a la despedida de la pareja de Charles, más crece la tensión entre lo que podría ser la biografía “encontrada” de Charles y el ejercicio de ficción que se propone desde el comienzo de la película. El final retoma esta tensión al, hasta cierto punto, abandonar la posibilidad de continuar la historia, algo que cobra sentido al trabajar con la acotada porción de vida de Charles a la que Ceroi accede.

El material íntimo ajeno aparece, en otra forma, en A Night of Knowing Nothing (Payal Kapadia, 2021), película que inauguró la figura de Filme Central en el festival. A diferencia de Qué será del verano, el material de base de Kapadia no es audiovisual, sino una serie de cartas íntimas encontradas en el Instituto de Cine y Televisión de India. Las cartas describen el amor entre L y K, quienes enfrentan el sistema de castas y, en consecuencia, la oposición de sus familias. Si bien Kapadia asume la primera persona en varios momentos del relato, el centro se mantiene en gran parte en esta serie de cartas encontradas.

Aunque no se trata de su propia historia, el hecho de que Kapadia pertenezca a la misma escuela que L hace que el relato tenga algo de íntimo, e incluso de autobiográfico, aunque de manera más indirecta. El ejercicio de Kapadia pareciera tener algo de distancia al comienzo, como si la biografía de otras personas le permitiera repasar la política india contemporánea desde fuera. La conexión de Kapadia con L y K permite pasar de este repaso íntimo a la propia situación de la Escuela de Cine en India y una serie de protestas que comenzaron ahí, levantamiento que se extendió por otras partes del país. De manera algo inesperada, A Night of Knowing Nothing entra y sale del relato íntimo a medida que empieza a seguir de cerca las protestas, adquiriendo la forma de documental agit-prop a ratos.

En esta doble militancia político-cinéfila se repasan las contradicciones del sistema de castas, la producción cinematográfica en India y arengas que incluyen a Eisenstein, Pudovkin y Ritwik Ghatak, figura que aparece en los gritos y pancartas numerosas veces. La estela del director de Amar Lenin (Ghatak, 1970) aparece como una posibilidad de resistencia desde la Escuela de Cine, para finalmente regresar a las oposiciones que separan a L y K. Al igual que Ceroi, aparece una posibilidad de hablar desde lo particular a lo general sin que necesariamente se trate de una película en primera persona, al menos no desde el relato principal. Y, ya en un nivel político más radical, en la película de Kapadia aparece nuevamente el juego de la ficción como una forma pensar otros horizontes.