El Hoyo: La divina comida

La cinta destaca no solo por la mezcla de géneros que entrega, desde la ciencia ficción hasta elementos del cine de terror, con algunas muestras de gore, sino también por la capacidad metafórica de su historia. Así como en el cine de George A. Romero los zombies eran casi una excusa para revelar los defectos de la humanidad, rasgos que salían a flote durante las situaciones límite, en El hoyo el mecanismo diseñado para alimentar a los prisioneros no es lo suficientemente brutal sin el egoísmo de las mismas personas. Es un dispositivo que aprovecha los peores aspectos de la naturaleza humana para usarlos en su contra, y por extensión refleja algunos de los grandes problemas de nuestra sociedad, como la escasez de recursos, las desigualdades socioeconómicas y el individualismo. Su manera de tratar estos temas no es de las más sutiles, pero a veces lo insolente puede ser útil para abordar cuestiones tan vigentes como esas. Si algo nos ha demostrado la pandemia del COVID-19 es que la cara más mezquina de las personas puede surgir durante las situaciones exigentes.

Una buena premisa puede hacer maravillas por una película. Cuando una historia gira en torno a una idea potente tiene la capacidad de llamar la atención del espectador de inmediato, simplemente presentando la situación, y de mantener a la audiencia fascinada durante el resto del metraje, a medida que se va desenvolviendo la trama. Ese tipo de virtudes, presentes en la cinta española El hoyo, permite además superar ciertos obstáculos como el limitado presupuesto de la producción, ya que las ideas involucradas pueden proporcionar soluciones ingeniosas para la ambientación de la obra, incluso con géneros como la ciencia ficción, donde la construcción del mundo en el que transcurre el relato es fundamental.

En la sociedad distópica que muestra esta película existe una estructura llamada oficialmente Centro Vertical de Autogestión, más conocida por el nombre coloquial de “El Hoyo”. A este lugar no solo llegan personas condenadas por los crímenes que cometieron, sino también algunos individuos que se recluyen voluntariamente, como el protagonista Goreng (Iván Massagué), que accedió a estar encerrado seis meses a cambio de una especie de beneficio denominado “título homologado”. El hombre ve su confinamiento como una oportunidad para leer y dejar de fumar, pero no tarda en descubrir que la situación es mucho más seria de lo que cree. El recinto al que llega es un centro de reclusión conformado por varios pisos, con una celda y dos reclusos por cada nivel. Al medio de las celdas hay un agujero rectangular, por el que una vez al día baja una plataforma repleta de comida, para que los prisioneros se alimenten.

Solo una plataforma recorre todos los pisos de la estructura, así que la comida es más abundante en los pisos de arriba que en los de abajo, donde llegan las sobras de los otros reclusos. No hay claridad acerca del total de pisos que tiene El Hoyo, pero existe un punto en el que la comida no alcanza para todos y las personas que están más abajo tienen que recurrir a soluciones desesperadas para sobrevivir. En última instancia, los más agobiados siempre tienen la posibilidad de lanzarse por el agujero y acabar con su sufrimiento. El nivel al que pertenecen los prisioneros es escogido de manera aleatoria y va cambiando cada mes, por lo que un día alguien puede estar gozando de los privilegios de una plataforma llena de comida y al día siguiente estar ante un panorama desolador.

Todas las escenas de la cinta están relacionadas con la estructura que da nombre a la película. Además de los momentos de Goreng al interior del recinto, vemos porciones de la entrevista que dio para ser seleccionado y también la cocina donde se prepara el banquete que baja con la plataforma. Lo que ocurre fuera de esas paredes es aludido de manera indirecta, solo con la información necesaria para entender que la situación que se vive en esa sociedad es difícil para la población en general, tanto así que ofrecerse de manera voluntaria como recluso es una opción plausible para algunas personas. Acotar la ambientación de la película de esa manera permite ocupar un presupuesto más reducido de lo que podría ocurrir en un contexto hollywoodense, ya que le deja a los espectadores la tarea de completar el resto de la imagen por su cuenta.

Parte importante de la efectividad de la obra depende de cómo va presentando su información a los espectadores. Dado que el protagonista no conoce el funcionamiento de El Hoyo, vamos descubriendo junto con él la retorcida lógica que controla ese lugar. Cada revelación nos adentra en un entorno que parece no dar tregua al personaje principal, en el que la violencia se convierte en una herramienta indispensable para subsistir y donde las personas se ven despojadas de cualquier rastro de humanidad. El efecto salvaje que provoca ver esta cinta se asemeja a lo que significó el estreno de Saw (2004) de James Wan, un golpe de repulsión y fascinación que no obstante demuestra una siniestra eficacia; una que puede ser catalogada hasta de “obvia”, como diría el personaje de Trimagasi (Zorion Eguileor).

Pensado primero para una obra de teatro, y pese a que se modificaron algunas cosas para acercarlo a las reglas del cine, el guion de David Desola y Pedro Rivero mantiene algunos de esos vestigios a través de unos diálogos algo artificiosos, que no convencen del todo. La dirección de Galder Gaztelu-Urrutia, que debuta en el área de los largometrajes, trata de suplir esas falencias con una atmósfera que busca anteponer la visceralidad por sobre las palabras. La comida manoseada, la sangre y otros fluidos corporales nos hacen parte de la experiencia del protagonista, creando una sensación de incomodidad (por no decir asco) que resulta arriesgada, ya que no todos los espectadores la van a aguantar.

La cinta destaca no solo por la mezcla de géneros que entrega, desde la ciencia ficción hasta elementos del cine de terror, con algunas muestras de gore, sino también por la capacidad metafórica de su historia. Así como en el cine de George A. Romero los zombies eran casi una excusa para revelar los defectos de la humanidad, rasgos que salían a flote durante las situaciones límite, en El hoyo el mecanismo diseñado para alimentar a los prisioneros no es lo suficientemente brutal sin el egoísmo de las mismas personas. Es un dispositivo que aprovecha los peores aspectos de la naturaleza humana para usarlos en su contra, y por extensión refleja algunos de los grandes problemas de nuestra sociedad, como la escasez de recursos, las desigualdades socioeconómicas y el individualismo. Su manera de tratar estos temas no es de las más sutiles, pero a veces lo insolente puede ser útil para abordar cuestiones tan vigentes como esas. Si algo nos ha demostrado la pandemia del COVID-19 es que la cara más mezquina de las personas puede surgir durante las situaciones exigentes.

Si uno quiere hilar más fino, se puede ocupar a esta obra como un buen ejemplo del pensamiento filosófico de John Rawls. Como muchos otros pensadores antes que él, el jurista estadounidense dedicó parte de sus estudios al área de la ética, es decir, a determinar lo que es bueno y lo que es malo más allá de lo que dicen las leyes, tratando de encontrar criterios que tengan validez universal. En su libro Teoría de la justicia desarrolló un método capaz de resolver los dilemas morales, una especie de ejercicio hipotético que se basaba en nociones como la “posición original” y el “velo de ignorancia”. Para encontrar la respuesta a preguntas como la aplicación de la pena de muerte o la disputa entre crecimiento económico y defensa del medio ambiente, Rawls planteaba que las personas deben analizar esas situaciones despojadas de sus propias circunstancias (como estatus social, grupo etario, nacionalidad), ya que al considerar esos factores existe la tentación de privilegiar la respuesta que nos beneficie a nosotros o al grupo al que pertenecemos.

Ocupando el velo de ignorancia, estamos impedidos de saber si la respuesta nos será perjudicial o beneficiosa, obligándonos a considerar el bienestar de todas las personas y optar por el camino que resulte más justo para el total de la población. En El hoyo se ve una aplicación práctica de ese experimento mental con la aleatoriedad que selecciona los niveles de los prisioneros. Como el piso en el que son ubicados va cambiando mes a mes, sin que el resultado obedezca al mérito de los reclusos sino que al simple azar, da lo mismo la situación que tengan en un momento determinado porque dentro de unas semanas más será distinta. Por eso, la actitud que adopten ante la comida que baja en la plataforma no puede basarse solo en el afán de mantener los privilegios que tengan los pisos superiores, ya que perfectamente pueden estar al final del ciclo en el mes siguiente. La única solución razonable, basada en un pensamiento desinteresado y útil para todos, consiste en racionar la comida para que todos puedan comer.

Pero una cosa es encontrar el camino más correcto y otra ponerlo en práctica. La película muestra las dificultades que surgen cuando la razón no siempre es capaz de convencer a las personas, algo coherente con la visión pesimista que tiene de la humanidad. Sin embargo, eso no impide intentos de optimismo. El último tercio del metraje consiste en un descenso a los infiernos, como una manera de ir a su núcleo y enfrentar al sistema mismo que permite los horrores que ocurren dentro de ese recinto. La incapacidad de la cinta para lograr un desenlace del todo satisfactorio se debe a un elemento que había aprovechado durante sus secuencias iniciales, ya que, si bien el misterio ayudó a instalar un aire intrigante en esas escenas, esa indefinición dificulta entender todo lo que está en juego.

Aunque sabemos cómo funciona el recinto, no hay certeza sobre las motivaciones que hay detrás de ese mecanismo. Sin saber si estamos ante un experimento social o un mero instrumento de tortura, es decir, algo tan básico como el ideal que lo inspira, los intentos por desmantelar ese dispositivo apelando a un mensaje simbólico pueden ser tan inútiles como una plegaria en el desierto. Esto despoja al relato de la tensión necesaria para que su final abierto funcione con la efectividad que pretende, ya que la incertidumbre acerca de su conclusión se termina acercando más a la confusión que a la angustia. Más acertado resultaba el final de Snowpiercer (2013) de Bong Joon-ho, otra cinta que ocupaba la espacialidad (en ese caso, la horizontalidad en vez de la verticalidad) para representar las desigualdades sociales, ya que su cuestionamiento del sistema era más arriesgado e ingenioso que el de esta obra.

 

Título original: El hoyo. Dirección: Galder Gaztelu-Urrutia. Guion: David Desola, Pedro Rivero. Fotografía: Jon D. Domínguez. Reparto: Ivan Massagué, Zorion Eguileor, Antonia San Juan, Emilio Buale, Alexandra Masangkay, Eric Goode, Algis Arlauskas, Miriam Martín, Óscar Oliver. País: España. Año: 2019. Duración: 94 min.