Sin dejar huellas: Crímenes, expiaciones y pecados

Por Raúl Rojas Montalbán y Leyla Manzur

Veinte años después del estreno de La vie rêvée des anges (La vida soñada de los ángeles, 1998) su obra cumbre, Érick Zonca prefiere otra vez no desprender los niveles de amargura, ciertos demonios y amenazas que carcomen a sus protagonistas. Si en su primera entrega, la amistad entre dos mujeres que se conocen en una fábrica, Isa y Marie, se define por sus afectos, defectos e intensidades disímiles, y que le valió a Zonca el reconocimiento junto a Élodie Bouchez y Natacha Régnier, sus dos actrices, en Cannes y en los Premios César, Sin dejar huellas, basada en la novela Une disparition inquiétante, del israelí Dror Mishani, especialista en abordar crímenes en sus trabajos, y con un Vincent Cassel maltrecho y a la deriva en toda la trayectoria del relato, no evita borronear tampoco los defectos de quien oficialmente podría haber sido un superhéroe de la institucionalidad, un comandante en pos de hacer justicia por la comunidad porque, en apariencia, es lo único que le queda, considerando que ni su propio hijo es capaz de ayudarle en su destino. François Visconti, decadente tanto en su comportamiento público como en el privado, es el que se encarga de llevar el caso de Dany Arnault, un estudiante adolescente que desaparece sin dejar rastro alguno. En la vida del menor no hay indicios de excesos, pero sí hay signos de que lo que lo rodeaba carece de serenidad y franqueza.

Zonca construye un relato que se enmarca dentro de lo que a todas luces podríamos considerar un policial con tintes de noir. En una primera etapa el argumento se moviliza en torno a la desaparición de Dany, joven con aparentes problemas familiares, además de la fundamental construcción del personaje interpretado por Cassel, elementos que permiten que un porcentaje importante de las pistas que se van sucediendo y encadenando despeguen desde los clichés del mismo género. Es en esta zona que las expectativas nos permiten ingresar en la desaparición de la víctima, lo que nos hace caer en cierta trampa que nos conduce al intento de especular sobre el posible culpable y de un supuesto “crimen”: a primera vista el culpable es Bellaile, profesor del adolescente, mientras que el cuerpo del joven resulta inexistente. Así, a partir de lo anterior, pareciera que los planteamientos iniciales fueran un pretexto para sumergirnos y explorar desde el policial en un punto de vista retorcido del propio género.

La irrupción del profesor Bellaile, que se incorpora desde lo extraoficial con el propósito de contribuir en el caso, justificándose y enfatizando en su admiración por la sensibilidad del desaparecido, y permitiéndose hacer hincapié en que éste fue víctima de la disfuncionalidad de su núcleo familiar, se convierte en una de las primeras figuras sospechosas para el comandante François. Sobre la base de este exagerado magnetismo, el antihéroe justiciero se encamina con más arrebato en la búsqueda. Pero da la impresión de que se obstina en este marco para reformular su escapismo y por el intento de rebajar la culpabilidad de su miserable suerte.

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Las impresiones que nos llevamos de los primeros minutos de Sin dejar huellas, invitan a creer que otra vez prevalece el encuentro con una trama únicamente policial, cuya meta es llegar a encontrar a la víctima y hundir al victimario. No obstante, las turbulencias y las capas de existencialismos degradados, de psicologías e imaginarios rotos, capturan y establecen la densidad sustancial de este universo liderado por el comandante François:  las quebradas madre y hermana de Dany, el padre desaparecido de manera ocasional, las perturbaciones e inquietudes del profesor, y Franz Kafka, más presente que cualquiera, junto a la fuerte presencia del propio joven ausente. Todos parecen más diluidos que el escritor austrohúngaro y el cuerpo de Dany, en su calidad fantasmal, remece más que cualquier otro individuo presente. Mientras que a François, insistiendo en su calidad de solitario, de alcohólico, de iracundo, de engañado y de dañado, no le queda más que enardecer su temporada frente al caso del ausente. El títere de su arquitectura derrumbada.

La arista de interés propuesta por el director es que en un cierto tramo la víctima pasa a un segundo plano de la historia, quedando en un estado de suspensión. De ahí que el relato se proponga tomar una nueva ruta, buscando el ingreso a la moral degradada del cuerpo que sufre, un “corpus” que contempla a François y a los que lo rodean, y no precisamente internarse en la moral de Dany, a quien en ningún momento tenemos la ocasión de ver. Así se logra percibir que todos aquellos que se encontraban cerca del joven Arnault padecen de perversiones, además de estar contaminados de pulsiones que son extremadas, al punto en el que el mismo ausente queda libre de cualquier trascendencia. Es en este aspecto que un espectador que suele “enganchar”, ya que está acostumbrado a la trama policial clásica, pueda perderse en la idea de entender esta nueva dimensión del relato.

El establecimiento de una ligazón con la literatura es un punto particular en la película, el que suma un nuevo enfoque con la aparición de la novela Das Schloß (El Castillo), de Franz Kafka, en las manos del comandante. Es un punto incendiario de toda una columna vertebral entre las obras del escritor y la moral en su condición magullada, fracturada, considerando los diseños medulares manifiestos en las anomalías psicológicas y físicas de los individuos, en los lazos quebrados que se instauran en el modelo padres-hijos, integrando, a su vez, a sus protagonistas en exploraciones y pantanos tenebrosos. Ciertamente, Zonca se ha ajustado a estas concepciones para elaborar piezas clave de su filmografía: una crudeza reconocida (coexistiendo con la candidez) en La vie rêvée des anges y Julia (2008), protagonizada por Tilda Swinton, en el que la decadencia y el alcoholismo también cuentan con un espacio relevante.

Si de hábitat se trata, la geografía en la que realizan sus modus operandi François y compañía expulsa con voz propia un laberinto interminable de convulsiones, que se adueña de apariencias para evitar la demonización de forma estricta y directa socialmente. El lúgubre y corrompido piso del comandante, así como su lugar de trabajo y las calles por las que merodea; el hogar de la señora Arnault que, a primera vista, no habla de transgresiones; la escuela de Dany; una oficina atestada de sombras en el sótano del profesor Bellaile, y el bosque del pueblo, son algunos escenarios cubiertos por la bruma. Y la atmósfera nebulosa en el espacio boscoso es el que más invade y el que más habla sobre los crímenes y pecados de estos individuos, desde un marco psicológico trastocado, en el que se impone la oscuridad entre los verdes difusos con las marañas de la vegetación, y donde ni siquiera la claridad del día puede transformarse en una oportunidad para el resplandor.

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Retornando a Das Schloß, de Kafka, no es coincidencia que en el territorio de K., su protagonista, y en el de François y Dany, se comparta una sordidez incrustada, que va determinando a ciertas dependencias en los que emanan el poder, la instrucción académica y la estructura familiar. Y desde este Castillo se podría advertir los procedimientos del pueblo, las acciones y comportamientos de los alienados de Zonca, que van entramándose con el otro territorio de las carnes maltratadas, abusadas e igualmente culposas en lo concreto, incapaces muchas veces de sentir, asumir ineptitudes y examinar con detención la psique para detener ciertas conductas y movimientos impetuosos.

Con el atrevimiento de “tomarse de una mano” de Kafka, así como lo hizo de manera más explícita Michael Haneke en Dass Schloss (1997), la adaptación austríaca para formato televisivo de la novela citada en esta revisión, Érick Zonca, -quien en una etapa de su vida tuvo problemas con el alcohol, dato quizás no minúsculo cuando se revela esta dependencia de manera transversal en los protagonistas de sus dos últimas películas-, se empecinó en hurgar en geografías personales determinadas por el daño y la putrefacción en los que ni siquiera el paso por un inmenso purgatorio podría, aparentemente, rescatar de destinos profusos de condenas.

 

Nota de los comentaristas: 6/10

Título original: Fleuve Noir. Dirección: Érick Zonca. Guión: Lou de Fanget Signolet, Érick Zonca. (Adaptación de la novela Une Disparition Inquiétante, de Dror Mishani). Fotografía: Paolo Carnera. Montaje: Phillippe Kotlarski. Reparto: Vincent Cassel, Romain Duris, Sandrine Kiberlain, Élodie Bouchez, Hafsia Herzi, Jérôme Pouly, Félix Back, Lauréna Thellier, Charles Berling. Música original: Rémi Boubal. País: Francia – Bélgica. Año: 2018. Duración: 113 minutos.