Haydée y el pez volador (1): Una pequeña excepción en el país de la impunidad

Junto al proceso judicial y a las entrevistas a las personas involucradas en el proceso (Matus, Bárzana, la hija y el hijo de Haydée), la película se apoya en diversas fotos análogas de tribunales, la armada y otros lugares atingentes al juicio. Estas imágenes buscan resonancia con ciertos significados que permanecen petrificados. Es que pareciese que la verdad y la justicia no se mueven nunca en este país, que se quedaron totalmente paralizadas en ese pasado que evoca el granulado de estas fotos. La justicia, así como no deja avanzar el proceso de Haydée, pareciese también truncar el movimiento de dichas imágenes. Sin embargo, si bien el uso de la foto estática acompañada de música o voz en off funciona en un principio porque representa un quiebre con una formalidad plenamente convencional, el procedimiento se repite en demasía y en momentos totalmente distintos, multiplicando sus posibles sentidos, lo que provoca que el congelamiento constante de la imagen le entregue demasiada importancia a un sonido que entre violines y voz en off no aguanta semejante protagonismo.

En 1973 Haydée Oberreuter era estudiante de historia y militante del MAPU en Valparaíso cuando la Armada secuestró a su madre e hija para que ella se entregara. Estaba embarazada y producto de las torturas perdió a su hijo por nacer, Sebastián. Años después Alejandra Matus le hizo un reportaje para la desaparecida revista Plan B donde Haydée relata su caso. A partir de eso el abogado Vicente Bárzana (sin que nadie se lo pidiera, solo motivado por la búsqueda de justicia) puso una querella que comenzó un largo proceso judicial contra los torturadores de Haydée.

La directora Pachi Bustos (Actores secundarios, 2004; Cuentos sobre el futuro, 2013) acompaña constantemente a Haydée a tribunales, sin embargo, el juicio se aplaza semana a semana, dilatando cada vez más el proceso. El rostro de Haydée aguanta todo, está segura que no la van a parar pero sí la van a cansar. Las manos de Haydée expresan justamente todo lo que su rostro calla, algo que la fotografía en detalle de Pablo Valdés (colaborador recurrente de Perut + Osnovikoff y Maite Alberdi) se encarga de mostrar en ella, pero también en su hija e hijo.

Junto al proceso judicial y a las entrevistas a las personas involucradas en el proceso (Matus, Bárzana, la hija y el hijo de Haydée), la película se apoya en diversas fotos análogas de tribunales, la armada y otros lugares atingentes al juicio. Estas imágenes buscan resonancia con ciertos significados que permanecen petrificados. Es que pareciese que la verdad y la justicia no se mueven nunca en este país, que se quedaron totalmente paralizadas en ese pasado que evoca el granulado de estas fotos. La justicia, así como no deja avanzar el proceso de Haydée, pareciese también truncar el movimiento de dichas imágenes. Sin embargo, si bien el uso de la foto estática acompañada de música o voz en off funciona en un principio porque representa un quiebre con una formalidad plenamente convencional, el procedimiento se repite en demasía y en momentos totalmente distintos, multiplicando sus posibles sentidos, lo que provoca que el congelamiento constante de la imagen le entregue demasiada importancia a un sonido que entre violines y voz en off no aguanta semejante protagonismo.

En medio de este proceso judicial Haydée se enferma de cáncer y debe volver al hospital para operarse, algo que para ella es traumático por todas las cirugías reconstructivas a las que debió someterse luego de las torturas: falsos fusilamientos, tortura sexual, una autopsia, corriente y ácido. El cuerpo sufriente de Haydée se revela en el hospital, ese cuerpo que ha resistido y sigue resistiendo todo, y que vuelve más significativa aún la secuencia en que Haydée visita posteriormente al doctor y nos dice, con una sonrisa gigante inmortalizada en una foto, que todo está y va a estar bien.

Una vez consumada la condena del Estado a los torturadores (favorable aunque insuficiente), Haydée decide cerrar el proceso de forma simbólica, porque la verdad y la justicia, si bien es el primer paso (y vaya que cuesta alcanzarlo) no es el último, sino el piso mínimo para cualquier tipo de reparación o reconciliación, ya sea individual o colectiva. Somos testigos de cómo Haydée cierra este capítulo y pareciera que los recuerdos, los amigos, la familia y los afectos son suficientes para resistir toda una vida.

El énfasis en el entrampado proceso judicial no busca ver el fallo final como algo que fue facilitado por el sistema, sino que fue conseguido a pesar de todas las suspensiones, apelaciones, inhabilidades y chanchullos leguleyos varios que querían cansar a Haydée y los abogados, estrategia que ella misma define como “desestimular la búsqueda de verdad y justicia”. Pachi Bustos logra traspasarnos el cansancio de Haydée, ya sea a través de la foto fija o de la repetición de gestos como la lectura del panel donde se anuncia qué juicio tendrá lugar ese mismo día.

El documental chileno postdictadura ha tenido en los últimos años películas centradas en la segunda o tercera generación, oscilando entre la confrontación (El color del camaleón, 2017; El pacto de Adriana, 2017) y el redescubrimiento familiar (Venían a buscarme, 2017; Guerrero, 2017). Si bien Haydée es parte de la generación que sufrió la dictadura, gran parte de la película trata sobre su relación con sus hijos y con Sebastián, el pez volador; es decir, el afecto de la película está puesto no en el pasado (Bustos acierta en incluir archivo estrictamente biográfico) sino en el presente, en el ejercicio de la memoria, la búsqueda de la justicia y la reparación.

La investigadora chilena Elizabeth Ramírez señala que el documental chileno postdictadura se puede leer en dos grandes periodos. El primero va desde 1990 a 2003 y se denomina cine de los afectados, es decir, películas que buscaban denunciar, realizar testimonios o disputar el relato país. El segundo periodo va desde 2003 a 2011 (pero podemos extenderlo hasta la actualidad) y lo llama cine de los afectos, porque está conformado por relatos en su mayoría subjetivos o biográficos que no apuntan necesariamente a la denuncia (porque los crímenes son ya conocidos, porque las imágenes de los aviones bombardeando La Moneda ya las vimos) y que demuestran también otra concepción del cine como medio para comunicar. Haydée y el pez volador se sitúa entre ambos, tanto en su narrativa que combina generaciones, como en sus dispositivos formales que integran procedimientos convencionales como la entrevista a cámara, el relato en off, etc. y otros menos estandarizados como la fotografía análoga fija.

Esta película la vi por primera vez en agosto del año pasado, antes de la revuelta y la pandemia, cuando todo era aparentemente distinto. Ver Haydée y el pez volador en este momento fue muy diferente, ahora me gustaría que Haydée me pase un poco de su fuerza, de su capacidad de resistirlo todo, del enorme amor que le tiene a los suyos. Ojalá que esa sonrisa siga así de grande y luminosa por muchos años, porque vaya que necesitamos de gente como Haydée, como Alejandra Matus, como Vicente Bárzana, y todas esas personas que trabajan día a día para hacer más habitable este país impune, luchando por toda la verdad y toda la justicia. 

Espero que alguna vez Haydée y el pez volador se pueda exhibir en los colegios, los sitios de memoria y la televisión abierta. La revuelta primero y la pandemia después provocaron que su estreno sea online a través de la plataforma de Miradoc. Aprovecho de recomendar esta carta abierta que Evelyn Hevia le escribió a Haydée con motivo de este estreno, es un documento precioso.

 

Título original: Haydée y el pez volador. Dirección: Pachi Bustos. Guion: Pachi Bustos, Paola Castillo. Casa productora: Errante Producciones. Producción ejecutiva: Belisario Franca. Producción: Paola Castillo. Fotografía: Pablo Valdés: Montaje: María Teresa Viera-Gallo Chadwick. Sonido: Romina Núñez. Música: Juan Antonio Leyva, Magda Rosa Galbán. País: Chile. Año: 2019. Duración: 76 min. Distribución: Miradoc.