Diálogos Exiliados (30): Las tres coronas del marinero

En lo que respecta a la carrera Raúl Ruiz en el cine francés, hubo un antes y un después de Las tres coronas del marinero. Película abrazada por el público —la vieron más de cien mil espectadores, un récord para el cineasta— y sobre todo por la crítica (Cahiers du cinéma le dedicó un número especial al director y a la obra), no fue, sin embargo, una cinta muy apreciada por su autor. ¿A qué viene esa desafección? Tal vez porque mucho de lo que Ruiz ya había trabajado en su periplo está contenido aquí, en versión magníficamente concentrada, y él, como siempre, se encontraba dos o tres pasos por delante...

Les trois couronnes du matelot / Las tres coronas del marinero (1983)

 

Christian Ramírez: ¡Que parta Pinto!

Alejandra Pinto: ¡¡Argh!! Hace unos días, me llegó un troleo por twitter a propósito de una declaración que en ese momento me pareció bien inocente. Según yo, todas las novelas de aventuras y de ciencia ficción fueron lecturas de infancia en todas las escuelas de Chile. Les juro que creía que a todo el mundo lo habían obligado a leer a Ray Bradbury a los 8 años, y resulta que no era así. De hecho, me dijeron que había tenido una educación “de elite”... ¡Y cómo, si me crié en el campo, ni una posibilidad! ¿Por qué aludo a esto? Porque al ver Las tres coronas del marinero, me remití de inmediato a mis historias súper favoritas de infancia, todos los capitanes locos, todas las historias que se cuentan dentro de las historias, todas las búsquedas de tesoros. ¿Les pasó?

Quintín: No, yo no tuve una infancia tan afortunada. Una infancia que me preparara para Las tres coronas. De hecho, creo que el resto de mi vida no me preparó tampoco. Cuando la vi me pegué un susto terrible, hace tiempo que no veía tantas escenas escabrosas juntas y no me esperaba encontrarlas en una película de Ruiz. La segunda vez que la vi, simpaticé con el estudiante polaco que mata al marinero por burlarse de él y contarle tantas cosas desagradables.

R: Por mi parte, tengo una impresión ambivalente. Estoy claro que la película es prodigiosa, pero me da la sensación de que mucho del material que en un momento se escribió sobre ella, sobretodo al momento de su estreno, erró el punto. En especial se les fue lo que Quintín menciona más arriba: su dimensión como filme de horror y violencia manifiestas. Pero como salieron tres temas a la vez, mejor nos conviene ir por partes. Las tres coronas del marinero es un filme complejo que posee una estructura muy simple. En la primera escena, un estudiante polaco nos explica que acaba de asesinar a su mentor —un tal Lukasiewicz— y necesita huir de la ciudad esta misma noche: en su desesperación, termina entablando en la calle una conversación con un marinero, ambos van a un local cercano al puerto y cuando uno cree que el estudiante comenzará su relato, la película que había partido en blanco y negro vira al color y comienza a hablar el marino, quien cuenta una historia inmensa, digna de Las Mil y una Noches, que se inicia en Valparaíso y nos lleva por decenas de puertos, personajes, rincones y aventuras. Estamos como al comienzo de un libro de 800 páginas que Ruiz relata en imágenes en poco menos de dos horas.

P: Y hasta ahí llegan mis puntos de comparación con mis novelas de infancia, porque a partir de la primera historia todo se vuelve un poco sórdido. En vez de asaltos a barcos enemigos, el protagonista nos cuenta sus vaivenes por prostíbulos, toda clase de tráfico extraño, gente indeseable, muertes y suicidios. Pese a que estas historias están contadas en colores, son cada vez más negras y terribles. Y tal como dicen ustedes, creo que no había visto antes a Ruiz con una aproximación tan frontal a la violencia como en esta película. No sólo es violencia física, también es simbólica, como si quisiera que todas estas ideas oscuras suyas se fueran al fondo del mar. 

Q: Para terminar de ordenar lo que vimos, el relato continúa así: el estudiante escucha al marinero, que va enhebrando historias que corresponden a su travesía en el Funchalense, un barco en el que, por razones que iremos averiguando de a poco, él es el único tripulante vivo, en una variante de la leyenda del barco tripulado por fantasmas (los del Funchalense comen mucho, pero no defecan). A su vez cada historia —cada historia dentro de la historia— es absurda, imposible y sangrienta. Toda vez que el marinero va a iniciar un relato de amor, de amistad o de aprendizaje, estos se tuercen hacia un surrealismo con tintes grotescos que acaban en muertes, abandonos y desastres adornados con paradojas lógicas y aforismos elegantes. Godard hubiera envidiado, por ejemplo, uno que dice: “la desnudez es un arte y el arte no es más que desnudez” o este otro: “Él forma parte del pueblo elegido, pero no se acuerda cuál es su pueblo”.

R: Ruiz cuenta en la entrevista que le hicieron Toubiana y Bonitzer para el número especial que le dedicó Cahiers du cinéma —y que, básicamente, gira en torno a esta película, porque los volvió locos— que el origen del relato se encuentra en uno de los cuentos que escribió en sus primeros días de exilio, cuando aún no tenía trabajo fijo. El texto usa supuestamente el mito del barco fantasma (el Funchalense se parece mucho a nuestro chilote Caleuche) como metáfora del extrañamiento y de iniciar un viaje sólo teniendo el boleto de ida. Si por esas cosas del destino, nuestro viajero regresa al puerto original, lo que le espera no es su patria, su familia o su vida anterior, sino esencialmente el trauma. El cuento quedó olvidado en una libreta por varios años, hasta que, poco después de terminar El techo de la ballena, desde el INA le preguntan a Ruiz si tiene algo en carpeta, porque se les acababa de caer el rodaje de un filme, los fondos ya se encontraban asignados y si la filmación no partía en unas pocas semanas se perderían. Entonces, recordó su narración. Escribió el guión en unos pocos días y casi sin darse cuenta se encontró en medio del rodaje. Él atribuyó esta rapidez a que por años estuvo madurando la historia en su interior, pero también uno podría pensar que tarde o temprano esto, que en formato de cuento ya le había salido desde dentro, casi como un vómito, iba a emerger con fuerza otra vez. Lo interesante es que por fin ocurre después de haber viajado a Chile, en el invierno del 82. Puesto ahí, en medio de sus viejos barrios, alojado en la casa de sus padres, consultando la biblioteca de sus días juventud, circulando por las librerías del centro y asomándose por el Quilpué de su infancia, se debe haber sentido un poco como este marino.

P: Curioso lo que cuentas sobre la inmediatez de la producción luego de El techo de la ballena. Me había parecido en una primera instancia que había algo ahí dando vuelta, no sé si una especie de nostalgia, más una mirada sobre lugares, sobre la llegada a lugares desconocidos. Me parece que la manera en la que Ruiz se sitúa respecto a estas dos películas es muy sobre los territorios que están por descubrir. De hecho, en esta película el protagonista efectivamente llega a Valparaíso. Muestra las calles y como soy un poco obsesiva, miré con atención para saber si efectivamente era esa ciudad. Al rato vi que los letreros de las calles estaban en otro idioma, portugués y francés, no en español, y lo relacioné con su imposibilidad de llegar a Chile a filmar. Estos lugares se repiten, las historias oscuras que quiere contar se pueden presentar en cualquiera de estas calles, por que al final todos los lugares son los mismos. Y eso, de todas maneras, creo que se condice con este marinero subiendo y bajando de un barco encantado, en un retorno permanente, sin poder llegar a casa. Una forma de castigo infernal, también, considerando que, a cada paso, las cosas se ponen más turbias.     

R: El filme se torna derechamente diabólico cuando —después de un interminable periplo— el protagonista regresa por fin a un Valparaíso que se revela como la peor de las pesadillas: del hogar, donde su madre, su hermana y una amante etérea lo han despedido al principio del film (en una secuencia con cierto eco felliniano), no queda rastro. Mientras el marino mira esa casa vacía, que alguna vez fue la suya, aparece un viajante de comercio portugués que le explica uno de muchos escenarios del horror donde los suyos mueren, se matan o se borran a sí mismos, abriendo una herida que a lo mejor se repleta de ficción pero que no tiene cura, realmente. Aquí no funciona la treta del libro encontrado en El retorno del amateur de bibliotecas. No encuentras nada a tu regreso, porque no hay nada. Esa negrura acaba por comerse cualquier posibilidad de que esto derive hacia la nostalgia. Hay más revulsión que emoción.

Q: Asocié revulsión con repulsión y, por momentos, pensé que algunas escenas parecen de Polanski. Pero no se me ocurre (y menos en lo que llevamos de la filmografía de Ruiz) una película en la que el sexo tenga un tratamiento tan central y, al mismo tiempo, tan horroroso, tan pesadillesco. La película parece hablar todo el tiempo de la imposibilidad de una relación sexual consumada y esta especie de aberración erótica culmina en una escena memorable, la de la mujer que se quita los pezones y el sexo y proclama que tiene un solo orificio, ya que hace todo con la boca. El sexo aparece por todas partes, pero siempre de un modo hiperbólico, con putas vírgenes, madres santas, mujeres que son la novia de todos y también la asesina de todos, etcétera.

R: La promiscuidad que va asociada a los marineros, emerge aquí también como elemento de relato de horror...  

P: Esto también nos lleva a la forma en que filma el cuerpo. Hasta ahora, no habíamos visto esa proximidad tan específica. Las mujeres se exhiben, los hombres las desean, pero es como si también tuviese miedo de todo ello. Es la actitud del que mira de lejos y con violencia, como si quisiera tocar, pero no pudiera, y por lo mismo hay rabia en todo esto. No sé si Ruiz había tratado tan mal a sus personajes antes. 

Q: Creo que, hasta cierto punto, Ruiz también los quiere como nunca, se acerca a ellos, pero es implacable con respecto a su destino. 

R: Como nunca antes los protagonistas apelan al espectador en términos de empatía; a lo mejor no alcanzan a generar identificación (para alguien como Ruiz eso quizás sería demasiado), pero sí que se sienten cerca de quien los mira. Ahora bien, este espectador/estudiante/audiencia que va consumiendo las aventuras del marino, probablemente tiene el mismo problema que éste: sólo puede limitarse a observar de lejos estas historias que salen de la boca de un tercero. La película las va ilustrando una a una, a veces con maldad, otras con humor y con espíritu alucinado, pero siempre a una segura distancia. Puedes escucharlas/mirarlas, pero no podrás tocarlas. Siempre estarás de paso por aquí, tal como le ocurre al marino, que parte de esos puertos antes de entender bien qué fue lo que le ocurrió. Es una metáfora del eterno viandante, pero también del director viajero que era Ruiz, que llegaba a filmar la próxima película apenas se sacaba la camiseta del proyecto anterior. ¿Alcanzaba a digerir lo que había creado o simplemente se lanzaba a lo siguiente?

Q: Buena pregunta, pero en este caso ocurre algo particular y es que esta película está ciertamente acabada, es consistente, sólida y, si se quiere, virtuosa, pero de ningún modo es la más interesante que había hecho Ruiz (de hecho, en alguna parte dice que no le gustaba demasiado, justamente porque parecía ejecutar un programa previo); sin embargo, abrió la puerta a su carrera europea y logró que la crítica, empezando por los Cahiers du cinéma, cayera a sus pies. Me pregunto por qué ocurrió eso. 

R: Quizás no le gustaba porque precisamente quienes incansablemente le preguntaron sobre ella a lo largo del tiempo le obligaban a volver sobre sus pasos y detenerse sobre ella, cuando gustoso habría seguido de largo, preocupado por lo que venía. Uno de los peligros de las películas “referente” (es decir, los títulos u obras que marcan a fuego la carrera de alguien) es que, si bien sirven como puerta de entrada para los curiosos e interesados, también congelan en el tiempo el trabajo del artista. De cierta forma, lo momifican. Ruiz debe haber odiado esa posibilidad. O tal vez no le dedicaba ni un segundo.

Q: Volviendo a la pregunta por el éxito de Las tres coronas entre los críticos, diría que fue un fenómeno extraordinario, porque Ruiz hizo vacilar a los Cahiers. Esta es una película que se aparta completamente del paradigma que la revista defendió siempre: remite a Carné y al realismo poético, la foto de Vierny es ampulosa y decorativa, se regodea en el surrealismo, la literatura, la filosofía, pero también en la dicción, el vestuario, tiene un aire a qualité francesa inocultable (además de influencias que los críticos de Cahiers preferían destacar como la de Welles, el barroco y otras cuestiones). Pero Ruiz les tira por la cabeza un cine con un grado de libertad y, al mismo tiempo, de violencia, que parece la respuesta a todas las preguntas. Derrota a los críticos en su propio juego, les muestra un cine más potente del que se hacía en ese momento y terminan pensando que por ahí es donde pasa el cine contemporáneo. Luego, hay que decirlo, se arrepentirán un poco de haber coqueteado con el camino que les proponía Ruiz y le retacearán el apoyo, como si no quisieran reconocer ese acercamiento.

P: Lo hemos dicho antes, pero no está de más: tanta pasión por monumentalizar, tantas ganas de desactivar a nuestros referentes. Eso debe ser algún tipo de enfermedad. Tal vez hay cosas que ver antes de esta pregunta, pero ¿de qué se trata esta frontalidad con la muerte en esta película? Pienso en la escena del suicido de la hermana —creo que me afectó más de lo recomendable—, pero sobre todo en ese final al lado del mar, con el estudiante golpeando insistentemente al marinero, y un Ruiz negándose a quitar la cámara de encima. No son muertes accidentales, que aparezcan de la nada, sino que son casi respuestas a lo que está pasando. Es como si no pudiesen evitarse, también. De hecho, la escena que mencionaba Q, con la bailarina, también es una forma de muerte; una mujer que es tratada como una reina absoluta en el escenario, pero que en la intimidad, no es más que un pedazo de carne que se despoja de todo erotismo. Es muy rudo ver esto de manera tan frontal.

Q: Esa explosión de violencia de un personaje que se siente humillado y se descarga en el otro es similar a la paliza que le da Tito a Rudy en Tres tristes tigres: creo que obedecen al mismo principio, una violencia súbita que está desde el principio en las películas de Ruiz. Si asociamos eso con el tratamiento del sexo vamos a terminar llamando a un psicoanalista… 

R: No sé si el sillón del analista nos daría la respuesta, aquí. Ruiz hizo suya esa actitud picassiana de ir mutando rasgos de su estética a cada película y a cada salto creativo. De hecho, el principal problema a la hora de calar estas intenciones o de recorrer estos caminos es que el Ruiz que Q y yo conocimos, a fines de los 90, ya no era el aventurero que había inventado estas historias marítimas e infiernos acuáticos. Era otra persona. ¿Cuál? En mi caso, el director de El tiempo recobrado, el jurado de Cannes, el señor de obligatorio vestón, pelo cano, habla parsimoniosa y rigurosa copa de vino blanco al almuerzo. Había que mirarlo bien a los ojos para alcanzar a divisar un reflejo de ese marino fantasmal.

Q: Es posible que hubiera tres Ruiz. El que hizo política y películas en Chile y después se exilió; luego, el que se transformó en Raoul y trabajó sin descanso para ser importante y, finalmente, el que se hartó de todo eso y pegó la vuelta, que es el personaje entrañable que conocimos. Aunque hay que decir que Ruiz se hizo querer en todas partes por sus amigos.