Diálogos Exiliados (34): La presencia real

Comisionado por el INA para hacer un registro de la edición 1983 del Festival de Teatro de Avignon, Raúl Ruiz discurre una premisa mucho más interesante que la simple filmación de un documental: un actor sin trabajo viaja al evento para ver unas cuantas obras y también a sus amigos, pero se deja atrapar por el vórtice que confunde los hechos de la vida con esa misma vida representada en un escenario. En ese espacio intermedio donde todo se revuelve, Ruiz encuentra -como siempre- el germen de una nueva y desbordada ficción.

La presencia real (1984)

 

Christian Ramírez: Viendo esta película, de pronto me devolví a los días de El juego de la oca y De grandes acontecimientos. Esas invenciones de Ruiz que, en un momento dado de la proyección, comienzan a mandarse solas. Y su realizador pareciera alentar esa rebeldía contra su propósito inicial y, en una de esas, contra sus propias ocurrencias. A La presencia real no se le pierde un tornillo: pierde varios, mientras lucha por salirse con la suya.

Quintín: Solo que no está muy claro cuál es la suya.

Alejandra Pinto: Yo creo que la película se manda sola. Pero tengo una atracción muy intensa por estas obras que hace consciente su rareza. Es como si Ruiz tirara la bolita y de ahí se armara una estructura gigante y perfecta… ah, es que me gustó mucho.

Q: Una vez más, Ruiz recibe un encargo. En este caso el INA lo comisiona a hacer una película promocional para la versión 1983 del Festival de Teatro de Avignon y, sin dejar de cumplir con el objetivo, filma una obra personal, llena de elementos heterogéneos e incluso de ciertos cuestionamientos a la institución que lo contrata. Finalmente, le pone como subtítulo “Un film teatral de Raoul Ruiz” y se dedica a reflexionar sobre el teatro, empezando por Ifigenia hasta llegar al propio festival de Avignon. Tengo la impresión de que Ruiz siempre le daba una vuelta más a sus películas, creo que nunca le parecía que estaban terminadas y le agregaba algo más. Aquí, la película termina declarando que fue un sueño a partir de un hecho policial que aparece en un diario —el cadáver de una mujer que se ve al final en un teatro—, pero el hilo central corre por cuenta de Adam Shaft, actor sin trabajo (Frank Oger*) que recorre el festival sin nunca hacerse presente en él y participa de todas las ocupaciones que tienen los participantes: desde actuar en una obra a ser un espectador, o un autor que busca financiación para un proyecto e incluso un desocupado que quiere cobrar por su propio trabajo en la misma película. Es decir, Ruiz monta un circuito de puesta en abismo, de elementos que se reflejan unos en otros mientras desafía los modos del teatro contemporáneo desde el cine y se pregunta  todo el tiempo cuál es “la presencia real”. No es poco ambicioso lo que intenta, como siempre: en una hora de película está todo lo que uno quiere saber sobre el teatro. En mi caso, mucho más de lo que quiero saber sobre el teatro. Pero Ruiz es incorregible: en la película aparece incluso el Puente de Avignon, que me recuerda la canción infantil que conocimos en la infancia.

R: Yo tengo otra versión de la película, en mi cabeza: esta no es un único relato sino cuatro historias simultáneas, todas protagonizadas por “el actor desempleado Adam Shaft” —la película siempre se refiere a él de este modo—, un sujeto que en la primera historia llega a Avignon como un espectador más de este festival, acaso el más importante de su género en la Francia de posguerra. Shaft le permite a Ruiz cumplir con el encargo del INA: pasear la cámara por diversas instancias del evento y generar así un registro documental que pueda emitirse por la TV, dejando contentos a sus empleadores estatales y a los organizadores del festival. La segunda y la tercera películas parten en el momento en que el actor desempleado sale de la estación de tren de la ciudad. En una se encuentra con Louis Lalumiére, un colega al que le pregunta si lo puede alojar (porque sólo ha pagado por un par de días de hotel), de modo que buena parte de las aventuras que Shaft tendrá durante el film ocurrirán en el departamento de Louis (un espacio que, en lo que respecta al rodaje, no estaba en Avignon, sino en París como todo el resto de los interiores de la cinta). En la tercera narrativa, Shaft se encuentra con Jean-Loup Rivière, un crítico teatral con el que irá discutiendo incansablemente ideas para obras y puestas en escena. La cuarta película parte antes: Adam Shaft está en las oficinas del INA, mirando cómo La presencia real —esta película que estamos viendo— corre desde un videodisco puesto en un computador, el que a su vez está operado por una niña con lentes que oficia de fría burócrata audiovisual (¿referencia a los empleados del INA?). De modo que, para variar, Ruiz no está haciendo malabarismo con dos esferas sino con muchas al mismo tiempo y contra el tiempo.

P: Estaba pensando precisamente en ese inicio. La niña le cuenta a Shaft que el computador que está haciendo correr el film es capaz de pensar por sí mismo y adecuar lo que el actor dice en la pantalla. De hecho Shaft le da la razón: responde que él no recuerda haber dicho lo que escucha en la filmación. Pensé en algo que nos puede ocurrir, esta sensación de enfrentarnos a una realidad mediada a tal punto que ya no somos capaces de reconocerla. Creo que esa declaración del protagonista es también compleja, porque si bien se enfrenta muchas veces a muchas situaciones —algunas parecen previamente calculadas y otras parecieran ser construidas sobre la marcha—,  al insistir en que esto es “teatro”, nos hace pensar que es probable que no haya muchas posibilidades de deshacer algo de su historia: aquí está todo filmado y acomodado. Mis acercamientos con el teatro han sido mínimos, pero creo que Ruiz terminó de explicarme bien lo que él pensaba sobre el tema. 

Q: Creo que Ruiz lleva al paroxismo aquí otra de sus obsesiones, la que está relacionada con los espejos y los dobles. El teatro le sirve para darle una nueva forma. Nunca se sabe qué está delante y qué está detrás del telón. Shaft está en la cama y, de pronto, aparece el telón y está actuando en una obra que acaso no vea nadie. O se suicida y no es más que una representación, o se enfrenta al espejo y resulta su único espectador. O imagina una obra con espejos transparentes. O no puede reconocerse en las imágenes filmadas. Etcétera. Lo real, esa presencia del actor que es la esencia del teatro, se desvanece, se disuelve o se multiplica. Incluso el propio teatro desaparece: la única sala que se ve en la película es una sala fantasma, que nadie encontraba (porque estaba tras una puerta siempre cerrada en el departamento de Lalumiére) y que está vacía. Las representaciones son al aire libre, en departamentos, en películas, pero nunca hay una obra en un escenario. Ruiz le dijo a Positif que hizo eso porque así no tenían que pagar los derechos, pero creo que es una de sus falsas explicaciones: es como si Ruiz buscara enfrentarse con el teatro mismo y con lo que lo rodea, con El gran teatro del mundo de Calderón, con aquello que nunca se puede representar en el festival, cuya programación ignora o deforma. Las instituciones siempre le quedan chicas a Ruiz.

R: A propósito de Calderón de la Barca, una de las puertas de entrada (y de salida) a La presencia real son las obras ajenas que Ruiz aborda o se banca en el film. Los montajes que el equipo filmó son: La devoción de la cruz (a partir, justamente, de Calderón de la Barca), Los cefeidas, de Jean-Christophe Bailly, y Las últimas noticias de la peste, de Bernard Chartreux. Salvo por este último —que le sirve a Ruiz para introducir una secuencia al borde del gore, en el departamento de Lalumiére, donde el dueño de casa y sus invitados (Shaft, entre ellos) son súbitamente acosados por toda clase de dolores y sarpullidos invalidantes— las obras registradas apenas funcionan de puente para lo que de verdad le interesa explorar a Ruiz: esa perenne tensión entre la perspectiva desde la que veo el mundo y la manera que escojo para representarla. La manera en que nos arreglamos para lidiar con “la presencia real” de las cosas, objetos y personas, una vez que estas se sitúan sobre un escenario o, mejor aún, sobre una pantalla. De hecho, ese es uno de los temas de El gran teatro del mundo, donde Calderón imagina a Dios como un demiurgo, un dramaturgo o un director de escena, que manipula a sus personajes (sus creaciones) como un titiritero que va moviendo los hilos a placer. No es casual que esa sea precisamente la obra con la que Shaft le da la lata a su amigo Rivière (quien a todo esto encarnaba al gran demiurgo en El juego de la oca), contándole una y otra vez cómo es que la pieza podría montarse para el festival. El tipo no tiene ni pega, pero encendido por la conversa se imagina controlando el mundo entero. Ahora bien, la relación que el film tiene con la otra obra que aparece en la cinta —Ifigenia, en la versión de Racine— es más interesante todavía. En el mito griego, Ifigenia es una de las hijas de Agamenón, la hija que ha escogido sacrificar a los dioses para que su expedición contra Troya llegue a puerto enemigo sana y salva. Contra lo que se podría creer, Ifigenia no se resiste; al revés: acepta este sacrificio, pero en vez de morir los dioses se la llevan como sacerdotisa a la isla de Tauris. La sacan de este mundo y la ponen a salvo de gente como su padre. Es la obra que estamos viendo al principio mismo de la película (mientras corren los créditos iniciales) y el material base al cual Ruiz, Shaft y el resto de los involucrados vuelven una y otra vez durante la hora de película que sigue. ¿Por qué? Una idea al vuelo: zamarreada por el mundo, Ifigenia encuentra su refugio en el teatro —una suerte de plano alejado del tráfago de los días, de las dolencias, de las pasiones, en fin—; sin embargo, el teatro (y toda clase de representación) no se revelan como refugio ninguno. Al final de la película, el personaje termina muerto en escena, con el estómago desgarrado y convertido en noticia de crónica roja, y, como si eso fuera poco, es contemplada por el resto de los actores (y ella misma) vía la puesta en abismo a la que se refería Q. El presunto refugio también es engaño, ilusión. 

P: Hay un momento en esta representación en que Shaft le grita a su público desde el escenario algo así como “presten atención, estoy muriendo”, en lo que entendemos que es su segundo suicido en escena. Hay una intención sobre hablar de lo efímero de todo, la condición de este hombre que al final somos todos, que busca la atención y el espejo en quienes lo rodean —su público— y que no puede evitar insistir en eso hasta el final. Un hombre que se mira constantemente está condenado a tener que rearmarse a cada rato, pero esto también se suma a lo que comentaba más arriba: está el olvido, el recuerdo, las cosas que sabemos y no sabemos sobre nosotros mismos y esta idea de que siempre estamos representando una obra sin previo ensayo. Pensé en la canción de Rafael Berrio que dice “temo haberme consumido/ como si yo tuviera el don de vivir dos veces”. Al final, desde hace un rato Ruiz nos está diciendo que la condición humana es siempre cuestionarse y arrepentirse. Coincido en el cruce que hace desde el cine y el teatro, pero creo que también hay interés en decir que ambas disciplinas no hacen más que refregarnos esto en la cara.

Q: Pero yo creo casi lo contrario sobre Ruiz, en el sentido de que el cine o el teatro son refugios. Me parece que, para Ruiz, hace falta el mundo para defenderse del cine y del teatro. Incluso de su propio cine. No puedo soportar esa escena en la que los personajes comen carne con la mano y les brotan unas enfermedades espantosas. “Sortez! Salgan!” grita finalmente Shaft, libérense de estas escenas, huyamos del teatro. 

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*Nota al pie: a medida que avanzamos en su filmografía de los años 80 se vuelve cada vez más evidente que los elencos de Ruiz provienen del mundo teatro: Frank Oger, protagonista de La presencia real, ya había encarnado al emperador Tito, en la adaptación de Bérénice y al misterioso ciego en Las tres coronas del marinero; por su parte, Nadège Clair (Beatrice/Ifigenia) era la joven prostituta en Las tres coronas y Jean-Loup Rivière, amigo de Ruiz, era al momento del rodaje el crítico de teatro del diario Libération.