Diálogos Exiliados (42): Mammame

Aliado con el coréografo Jean-Claude Gallota, Ruiz tuvo mano libre para explorar cuánto cambia una obra montada sobre un escenario (en este caso, una pieza de ballet contemporáneo) cuando es traspasada a la pantalla. En su versión mucho del argumento y el planteamiento original se va por la borda, pero lo que emerge su lugar —un conjunto dinámico de cuerpos, formas y sombras, en permanente estado de tensión y estasis— se para por sí solo, y agrega nuevos terrenos al amplio abanico estético de nuestro realizador.

Mammame (1986) 

 

Alejandra Pinto: Ya, pero así con una mano en el corazón, ¿a ustedes les gusta el ballet? ¿La danza contemporánea y todo aquello?

Quintín: Cuando era chico, mis padres tenían un amigo que contrataba espectáculos y les regalaba entradas para el Teatro Colón. Entonces, varias veces por mes (no era cuestión de desperdiciar aquellas entradas gratuitas) me llevaban a ver conciertos, óperas y ballets. En general, disfrutaba de los conciertos y me aburría un poco con las óperas (que, además, eran muy largas) pero con los ballets sufría lo indecible. Demás está decir que, liberado de la cárcel infantil, nunca más fui a ver uno y cuando me cruzo con algo que tenga que ver con la danza (clásica, contemporánea, me da igual) me pongo a resguardo inmediatamente.

Christian Ramírez: Recuerdo un vergonzoso episodio infantil, también: mis padres llevándonos a ver el Cascanueces, al Teatro Municipal. Nos sacaron a la mitad: mis pobres papás se rindieron ante dos niños que querían devolverse a la casa a ver televisión. Ahora, debo decir que si alguien me invita a ver danza, puede que vaya. El problema es que ya nadie me invita (porque tal vez saben cómo me pongo).  

P: Se me ocurrió preguntarles esto porque para mí, la danza no sólo es incomprensible sino que no me mueve ni un pelo. No sé de qué se trata, no me emociona nada y por lo mismo, cuando llevaba diez minutos de esta película, pensé que no iba a poder. “Esto no va a pasar” me dije. Mi primera traición hacia Ruiz, a eso estaba asistiendo. 

R: El misterio aquí es averiguar cómo fue que Ruiz terminó vinculado con el proyecto, con la compañía de baile y con la idea de hacer un musical, pero a su manera. Q tiene razón cuando nos dice que esta encarnación de Ruiz se gatilla cuando empieza a dar más y más vueltas en torno al mundo del teatro. Primero con su versión de Bérénice, pero sobre todo cuando viaja al Festival de Avignon y filma el material de La presencia real: mucho registro de gente arriba de escenarios, planos generales que captan sus movimientos, ese ir y venir de la cámara, alejándose y acercándose mucho a los intérpretes. El punto es que Mammame —su versión para el montaje del coreógrafo Jean-Claude Gallota, que oficia como coadaptador del film, junto a Ruiz— es todo eso, pero elevando las apuestas: uno bien podría verla como el mero registro del ballet, aunque también es la negación de esa misma idea. Dejar claro que quien intente traspasar a una audiencia cinematográfica la sensación que una audiencia percibe al mirar una obra montada en vivo sobre un escenario, está persiguiendo una quimera. Lo que las cámaras filmarán, aunque se trata de la adaptación más fiel posible del montaje, será necesariamente otra cosa. Y puede que ese sea el problema: ninguno de nosotros tiene idea de cómo habrá sido el Mammame bailado en 1985, por la compañía Emile Dubois. Lo que queda en pie, a 35 años de distancia es lo que filmó Ruiz, y tengo la sospecha de que no debe ser muy parecido a la obra original. El libro de Bruno Cuneo recoge una entrevista que el director le dio a Art Press en 1987, donde califica esta película como un “complemento”. “El cambio de eje no es decorativo, crea una implantación nueva”, dice. Me imagino que el efecto es más fuerte, porque aparte de dirigir la película, Ruiz se hizo cargo además de la construcción de los decorados.

P: Aquí hay algo que me recordó a otras películas con las que siempre termino peleando mentalmente, un subgénero que decidí llamar “películas que si quieren montarse en un teatro, dan lo mismo”. Siempre me altero con esas películas que parecen algo muy experimental, y que en realidad están usando a la imagen en movimiento como una forma de ampliar lo que están haciendo sobre el escenario, sin darle peso o conciencia a ese movimiento. Dije que en los primeros diez minutos de Mammame me sentí desconectada de lo que estaba viendo, precisamente porque sentí que era una transmisión de ballet de los que a veces tenía que ver en televisión —no me pregunten por qué “tenía” que hacerlo— pero en el camino la cosa se empezó a poner más interesante. Y claro, no podemos olvidarnos de que la base primordial de Ruiz, esa que lo lleva a tomar la cámara por primera vez, es la representación de una de sus obras de teatro. Se me ocurre, ustedes pueden decirme si están de acuerdo, que ese dispositivo permitiría a Raúl liberar las posibilidades de una obra que en el escenario es otra cosa. Me gusta pensar que mediante su cámara, ensancha ese mundo tan contenido al que se tiene acceso cuando vemos una obra en vivo. Hay que saber cómo hacerlo, por supuesto, pero ya había algo de experiencia en el caso. 

Q: Parece que en esta época, Ruiz conseguía trabajitos de las Maisons de la Culture de las provincias: Avignon, Grenoble, ahora Le Havre. De hecho, Gallota —el coreógrafo— era director de la Casa de la Cultura de Grenoble, en 1986. Pero, por otra parte, a diferencia de lo que estuvimos viendo últimamente, esta es una película seria, que podría pertenecer a otro período de la carrera de Ruiz. Seria en el sentido de que se enfrenta con una disciplina artística y la aborda desde el punto de vista cinematográfico, pero no como una adaptación o una reproducción sino como una ampliación. Creo que este es un verdadero trabajo de colaboración entre Ruiz y el coreógrafo para descentrar la obra y la danza misma. El resultado es que se pierde lo que parece tener el ballet Mammame de trama argumental, de la que parecen quedar huellas en la presencia de un bailarín (el propio Gallota) que viste de blanco y tiene algo de fantasmal, a diferencia de los otros. A cambio, el baile se despoja de su forma como espectáculo teatral y se desarrolla en escenarios construidos especialmente, en particular en ámbitos cerrados —donde además cambian la luz y la utilería— y luego al borde del mar, donde transcurren los últimos veinte minutos de la película. Este divorcio de la danza de su ámbito “natural” (el escenario) es también una manera de usar el cine para reducirla a lo más íntimo, aunque manteniendo la música, el movimiento y el trabajo gimnástico. Dicho de otra manera, gracias a este enfoque cinematográfico, el ballet se me hizo soportable. Casi que me volví un aficionado (mentira, mentira).

R: La descripción literal que Gallota hace de la pieza reza más o menos así: “Mammame transcurre en un villorrio del desierto de Arkadine, un día 20 de junio de un año bisiesto. La danza comienza con la caída de un hombre…”, a eso hay que agregar que —supuestamente— las cuatro parejas de bailarines más él mismo, van pronunciando una serie de susurros en un idioma propio, del que a ratos se alcanzan a distinguir algunas palabras, entre ellas la que le da título a la pieza. Ahora bien, de todo lo anterior, lo único que sobrevive en el filme es el galimatías que arman con sus voces y esa rutina del “hombre que cae”: entra una pareja a escena, hay un abrazo, un beso a medias y el hombre cae a los pies de la mujer, como una hoja de un árbol; luego entra otra pareja y otra, y se repite la misma acción. Ruiz filma todo eso en planos generales, pero luego todo cambia: cierra los planos y deshace la idea de escenario. Introduce paredes, esquinas, callejones cerrados por donde los bailarines circulan, se persiguen y se pierden. 

P: En esas escenas que señalas hay un par de cosas que me gustaron mucho. Precisamente, la idea de las mujeres en el foso, que al principio no se contemplan como tales, tiene ese juego de cámara en donde una lámpara va bajando. Como la cámara está puesta en el punto nadir, vemos a esa lámpara ondulante acercándose a nosotros, mientras las sombras de las bailarinas se reflejan en la pared. Es difícil de explicar, pero creo que sin cámara, eso no se podría hacer. Ahí creo que aparece por primera vez esta disrupción entre la representación teatral y el cine. Luego, los susurros y las palabras que se escuchan cada tanto me hicieron pensar en alguna intención de Ruiz sobre asumir que para provocar una reacción en tu espectador, sólo necesitas cuerpo e imagen, e incluso, esos cuerpos pueden desdibujarse hasta no poder diferenciarse uno del otro, hasta convertirse en algo sin género definido. Vuelvo, entonces, a la primera relación de Ruiz con el teatro, y por supuesto, a La maleta.  

R: Son momentos interesantes, porque la película los filma casi como personajes del noir: iluminados en contraluz, con rostros desconcertados, incapaces de comunicarse; hasta que la cosa por fin se ordena y, durante un largo período, Mammame se convierte en una obra de dúos de baile, pero esta vez con intérpretes del mismo sexo. Primero dos mujeres (cuyo encuentro es en una suerte de pozo, que permite que el resto de los bailarines las contemple desde arriba) y luego una larga sesión a cargo de dos hombres, donde el tono pasional generado entre ambos se va alternando con el absurdo. El carácter sexual de ambas secciones es evidente, y hasta donde hemos visto, eso algo nuevo en el cine de Ruiz. El sexo ha aparecido con anterioridad, pero siempre en clave secundaria a la trama (como un conflicto de clases, en Palomita blanca; un código a decodificar, en La hipótesis del cuadro; las fobias y espantos de Las tres coronas, y así); aquí, sin embargo, es el gran elefante en el cuarto: estas parejas que se encuentran y desencuentran, lo hacen en clave de conquista, galanteo y apareo. A ratos parece ejercicio gimnástico —los susurros y los jadeos, tienen aquí un claro sentido y función—, pero a ratos, sobre todo al final, adquiere una dimensión emocional que no parece estar en el ballet mismo y que Ruiz busca con intención una vez que traslada la cámara al borde del océano, en la secuencia final. Una larga despedida, un atardecer marino.

Q: Es curioso que al despojar a la obra de su especificidad como ballet, quede en primer plano otra disciplina, que es la mímica. Los bailarines parecen querer expresar algo mediante ese lenguaje inventado y lleno de interjecciones. Pero, de hecho, buena parte de lo que vemos son encuentros sexuales plenos de jadeos y de orgasmos, más algunas escenas colectivas de transición que llevan a más jadeos y orgasmos que van más allá del género de los participantes. Por eso el final al borde del mar airea la obra, muy claustrofóbica hasta allí, muy reducida a los movimientos del coito y aparece esa otra dimensión. Aquí creo que merece una mención el héroe secreto de las películas de Ruiz de ese período: el fotógrafo portugués Acácio de Almeida, que aquí da otra muestra de su versatilidad, con una fotografía azulada distinta de las que le habíamos visto. Ese tono azul, además, mantiene la unidad entre las dos partes de la película que termina siendo una típica declaración nihilista o deconstructiva de Ruiz: el ballet puede estar escondido en el escenario o fuera de él, pero nunca como se lo representa habitualmente. Ruiz venía llenándonos de miedos, pero en esta película nos libera de ellos. Al final, la ceremonia del ballet, esa que nos espantaba de niños, es lo que menos importa.