Argentina, 1985: Juicio y espectáculo

Con esto quiero decir que, si tengo varias objeciones a la película de Mitre, no es a pesar de lo bien hecha que está, sino justamente por obedecer sin reparos a la noción de lo “bien hecho”. El testimonio central de Adriana Calvo, el cual desconocía, me emocionó profundamente al ver la película, al mismo tiempo que me irritaba por los cortes que buscaban agilizarlo para evitar el bostezo, o peor aún, ante la música dramática que intensificaba la emoción de una descripción de violencia política particularmente horripilante.

Contra el bostezo

Durante estas semanas, el fenómeno de la nueva película de Santiago Mitre se ha visto amplificado por las descripciones de las reacciones del público en salas: el alegato final de Strassera lleva a la gente a aplaudir espontáneamente. Esto también se replicó en la sala en que la vi, por lo que estos aplausos no serían un fenómeno exclusivamente argentino. Como sucedió también con Mi país imaginario (Patricio Guzmán, 2022), en la que algunas funciones se vitoreaba de pronto después del discurso de Gabriel Boric, la arenga política generaba una conmoción inesperada en las audiencias en salas.

Lo que diferencia a las películas de Guzmán y Mitre en este uso, además de la distancia obvia de la ficción, es que este efecto está tematizado y duplicado dentro de la estructura de Argentina, 1985. El aplauso final va dirigido tanto a Strassera y Moreno como a Mitre y Llinás, quienes siguen estrategias similares a la hora de ensamblar todo en un “gran final”. Si bien la mayoría de las comparaciones y genealogías han pensado en las películas icónicas sobre la dictadura argentina (La historia oficial, La noche de los lápices, etc.), sería útil pensar en alguno puentes por fuera del cine argentino.

Durante una explicación detallada de balística, Strassera observa de reojo a su hija bostezar. Más que un gesto natural de una adolescente en un contexto judicial, el fiscal asimila esta reacción como un llamado de atención: el juicio es aburrido y, por tanto, no conseguirá “convencer a la clase media”, el desafío principal que Moreno y Strassera se ponen al comienzo de la película. En este punto, la discusión y el formato de buddy movie se hermana al dilema de No (Pablo Larraín, 2012). En la película de Larraín, el publicista René Saavedra (Gael García Bernal), también debe diseñar una estrategia que consiga denunciar a la dictadura de su país, al mismo tiempo que seduzca a la audiencia desde un formato rápido y entretenido.

El dilema de Saavedra y Strassera es el mismo: ¿Cómo volver atractivo un hecho que se relaciona con el horror? ¿Cómo convencer a un público masivo sin entrar en la retórica vetusta de la militancia sesentera? En el caso de Saavedra/García, la solución pasa por adoptar el lenguaje de la publicidad de forma explícita. Para Strassera/Darín, la orquestación de la emoción y la puesta en escena se vuelven las herramientas principales, es decir, se escoge el lenguaje del espectáculo cinematográfico y radiofónico. Llinás, co-guionista de la película, afirmaba directamente que el juicio original fue “pensado como una película”. Es decir, no solo Mitre adopta las convenciones del courtroom drama estadounidense para estructurar la película, sino que se propone que la victoria histórica original también fue una apuesta donde el “impacto escénico” jugaba el rol clave.

Bajo esta idea, la dupla de guionistas se plantea a sí misma en una clave similar. Mitre no recurre a las reglas de puesta en escena hollywoodense por pereza o imitación, sino que, al igual que Strassera, piensa que es necesario que la película tenga un envase lo más identificable posible. El montaje, la música o la caracterización del propio Strassera son las marcas de esto. El fiscal no es un personaje particularmente carismático, por lo que se remarca esta falta de particularidad bajo un modelo que Clint Eastwood ha convertido en el centro de sus películas: hombres ordinarios en situaciones extraordinarias. Como en Sully (2016) o Richard Jewell (2019), el propio Strassera está consciente de que, en teoría, no debería estar ahí y que la historia no “la hacen tipos como él”.

Este modelo no solo posibilita una identificación mayor con el protagonista, también permite concebir un héroe político que funciona simplemente desde el deber republicano, lejos de una identificación política explícita más allá de la sospecha a “los fachos”. El desafío es, por lo tanto, convencer a la clase media ochentera de la necesidad de justicia, al mismo tiempo que nos convencemos como audiencia de la importancia de tener un molde audiovisual didáctico, que coloque música en cada momento relevante o que corte antes de que los testimonios se alarguen. Así como Strassera se da cuenta de que debe evitar el tedio de su hija, la película trata de evitar cualquier posible bostezo en la audiencia.

Así como se realiza un montaje rítmico para juguetear entre los entrevistados que postulan al equipo joven de Moreno Ocampo, o para mezclar las caras de los militares que “no reconocen” el juicio, esta estrategia aparece también a la hora de presentar la investigación de los testimonios de las víctimas. Cada vez que nos acercamos a la escucha extensa de un testimonio sensible, la película intercala entre testigos para “agilizar” el ritmo. La actitud general anti-bostezo le otorga el mismo tratamiento a cualquier material. Las descripciones de torturas adoptan su forma siguiendo los mandatos de la película de juicio: entra la música dramática y los travelling de recorrido, sin abandonar nunca el mandato de la rítmica general.

 

Bancate ese defecto

Ahora bien, ¿qué significa objetar la estrategia de efectividad de una película que, evidentemente, logra sus cometidos y consigue entretener? En un Tweet que levantó una pequeña polémica, el crítico argentino José Tripodero reclamaba que prefería a un director que “sepa encuadrar y narrar”, aunque este fuese menos de izquierda, que un cine de clases populares que se presente desde la incorrección técnica. Más allá de lo cuestionable que pueda resultar en sí misma la noción de “saber encuadrar”, no deja de ser llamativo que esta se aplique justamente a una película como Argentina, 1985.

Si bien múltiples críticas han celebrado la película en términos “técnicos” como la fotografía y el guion, es evidente que estos elogios se dirigen a la idea de efectividad antes que a cualquier gesto llamativo en cuanto a lo formal. Se elogia el formato de la película, pero: ¿existe algún momento en la película de Mitre que llame la atención por su uso de la luz? ¿Hay alguna idea de puesta en escena que refleje o reflexione respecto a lo que ocurre en esta?

Se podría argumentar que reclamar esto es pedirle peras al olmo a una película que se asume desde el clasicismo, y donde el riesgo formal podría interrumpir la transparencia el relato busca conseguir. Sin embargo, si pensamos en el referente formal de las películas de juicio del Hollywood clásico, es evidente que el juego de cámara o montaje supera con creces la mera idea de la efectividad. Películas como Witness for the Prosecution (Billy Wilder, 1957) o 12 Angry Men (Sidney Lumet, 1957), por nombrar solo dos de las más clásicas, aprovechan la idea misma del juicio como una posibilidad para jugar con la puesta en escena.

Entonces, ¿por qué se celebra la corrección formal de Argentina, 1985? ¿Qué decimos realmente cuando las leyes de composición e iluminación correctas son celebradas como el estándar de “saber encuadrar”? Desde Latinoamérica, y esto se repite nuevamente en el caso de Pablo Larraín, decir que una película “sabe encuadrar” es el equivalente a decir que el look podría pasar desapercibido entre la oferta de películas norteamericanas. Podría estar hablada en inglés sin tener que pasar por vergüenzas como las que Tripodero identifica como “diálogos que no se escuchan” mezclados con “planos torcidos”.

Estos lugares comunes de la crítica demuestran por qué la discusión formal sigue teniendo un lugar central para pensar este tipo de películas. Con esto quiero decir que, si tengo varias objeciones a la película de Mitre, no es a pesar de lo bien hecha que está, sino justamente por obedecer sin reparos a la noción de lo “bien hecho”. El testimonio central de Adriana Calvo, el cual desconocía, me emocionó profundamente al ver la película, al mismo tiempo que me irritaba por los cortes que buscaban agilizarlo para evitar el bostezo, o peor aún, ante la música dramática que buscaba intensificar la emoción de una descripción de violencia política particularmente horripilante.

Esto es, justamente, uno de los debates centrales que ha sido evitado a la hora de hablar de la película, cuya discusión ha existido principalmente en torno a la evaluación de lo que entró y lo que no en el argumento, y cómo este recorte modela la postura ideológica de la película. Sin embargo, ambas dimensiones, la forma “correcta” y el tema de la película, se entrecruzan en cada escena. Cada elemento, independiente de su procedencia o sensibilidad, cierra en un sentido dramático, cada cosa está en su lugar, lo cual ha sido celebrado como reflejo de un “guion impecable”. Las discusiones que han existido en torno a la representación de la tortura (incluso al testimonio de esta) en América Latina no tocan a la película de Mitre. Se trata de, siguiendo la fórmula clásica de Daney, de imágenes “bellas” en lugar de imágenes “justas”.

Título original: Argentina, 1985. Dirección: Santiago Mitre. Guion: Santiago Mitre y Mariano Llinás. Fotografía: Javier Juliá. Reparto: Ricardo Darín, Peter Lanzani, Alejandra Flechner, Carlos Portaluppi, Norman Briski. País: Argentina. Año: 2022. Duración: 140 min.